Compartir palabras, transformar la realidad

por Dante Cajales Meneses

a mi amigo Mauricio Cáceres,
maestro en el arte antiguo de la generosidad.


Cuando se llega a lo más hondo de un viaje como mochilear, se profundiza en el amor y nace así una amistad de casi treinta y cuatro años. Fue a principio de la década de los noventa que, mochileando por la región de Los lagos, llegué a la localidad de Tenaún, Chiloé insular. A orillas del mar interior, buscando un lugar donde armar la carpa y pasar la noche, conocí a un profesor rural. Con el trasfondo de la luna sobre el volcán Huequi y una noche azul, le pregunté en qué lugar se encontraba su escuelita. Me corrigió de inmediato. Escuela, me dijo. Es una escuela. Se encuentra en el sector de Alerce Andino en la comuna de Puerto Montt. Sólo de la comprensión que se tenga de la palabra «dignidad» podremos entender lo que hubo detrás de esta corrección.

Encontrarse en las historias

El pasado viernes 18 de octubre, la escuela rural «Los Colonos» cumplió sesenta años y para celebrar la comunidad se organizó en tono a la presentación del libro «Mi escuela en 60 palabras». Escribir esas historias fue la búsqueda de una conversación con el tiempo. Motivo de sobra para conocer en esos testimonios, los sesenta años que cumplió “Los Colonos”, y como dijo el profesor encargado de la escuela:

… no fue el resultado de un concurso, no hubo ganadores, no hubo lugares; fue un espacio para que cada habitante de la comunidad pudiera dejar volar vivencias, experiencias y anhelos de lo que significa la Escuela para cada uno.

Es cierto, las palabras fortalecen el encuentro entre las personas. Cada voz de este hermoso libro nació del silencio y la experiencia vivida de niñas y niños, madres y padres, manipuladoras de alimentos, monitores, docentes y asistentes de la educación, que, como la lluvia del sur, al escribirlas limpió la mirada y revaloró la historia de esta hermosa escuela con muy buenos resultados académicos, y lo mejor de todo, con niñas y niños felices que juegan entre hualles, árboles nuevos y restos de troncos milenarios de alerces que se encuentran dispersos por el patio, sin cercos ni alambradas. Estas historias no hablan de “alumnos”, sino de niños y niñas con luz, curiosos, con enormes deseos de descubrir el mundo.

En treinta y cuatro años, el rostro rural de la escuela que conocí cambió drásticamente: niños y niñas de mejillas partidas por el frío, de a pie por caminos de ripio o barro, quedaron en la retina de un santiaguino como yo. Hoy llaman la atención sus polares azules en las ventanillas de los furgones escolares que se trasladan por caminos asfaltados. Apoderadas que atendían el hogar entre gallinas y la huerta, han dado paso a técnicos y profesionales que trabajan en puerto o cercanías. Los exterminadores de hoy ya no buscan el alerce, no quedan; Esta vez son las inmobiliarias los nuevos depredadores del paisaje que van por los terrenos agrícolas para transformarlos en parcelas de agrado o villas con portones eléctricos y letreros que ponen limites: «propiedad privada».

Dos realidades para una generación en retirada

En una época como la que nos toca vivir, en que se menosprecia de tantas formas el misterio de la palabra humana y se hace de ella máscara para la felicidad y trampa para el consumo, me sorprende, a la manera socrática, que no puede haber palabra verdadera que no sea un conjunto solidario de dos o más miradas. En este sentido, la escuela «Los Colonos» no se queda atrás. Los estudiantes nada se diferencian de un niño citadino del país o de otro lugar del mundo, que he tenido la oportunidad de conocer. Niños y niñas hiperconectados a través de las muchas aplicaciones disponibles que ofrecen las redes sociales para no quedar invisibles. Aún cuando el teléfono móvil es el distractor de cualquier aprendizaje y forma de comunicación entre dos o más personas que se juntan en un espacio físico para compartir la palabra, la escuela ha resuelto en conjunto con la comunidad guardar los teléfonos móviles en cajas con llave mientras dura la jornada. Niñas y niños han vuelto a conversar y jugar en esta realidad, que para nuestra generación son dos realidades; para los niños y niñas de la primera parte del s. XXI, una sola. ¿Tendremos, los adultos de hoy, que aprender a convivir con este nuevo paradigma?

La palabra que se expresa es la salida

En una semana que se conmemoró el día del profesor, me pregunto: ¿qué significa educar en medio de las agudas y difíciles transformaciones que están viviendo nuestras sociedades en esta primera mitad del siglo XXI? Varias veces he visto a profesores o apoderados reaccionar con pánico ante la propuesta de una educación poética para las escuelas. Entre el temor y la poca o nula confianza en sus estudiantes, la propuesta de una educación poética se llena de portazos. No está y no debe ser incluida en el currículo. ¿Ignorancia? Recuerdo a mi profesor de castellano cuando nos relataba la historia de un estudiante que se torcía el tobillo en una salida al bosque, y otra compañera de la misma edad lo asistía y, ¡tácate! la compañera había descubierto en esa práctica que quería ser médico. La educación verdadera es praxis, reflexión y acción del ser humano sobre el mundo para transformarlo. Aún en la complejidad, tengo la convicción de que la palabra que se expresa es la salida. La educación poética no pretende llenar de poetas las salas de clase, busca formar seres libres, reflexivos y críticos capaces de transformar la realidad. Quizás detrás de toda persona que teme a la poesía o no se considera creativa hubo un educador que no creyó en él, o quizá hubo un adulto que jamás procuró una alternativa a la televisión y no propuso al niño hacer un paseo de exploración al bosque o tener una conversación sincera. Tal vez porque ni el profesor sabía cómo enseñar poesía, ni el padre o la madre sabía nada de lo importante de la estimulación temprana para el desarrollo de la inteligencia. 

Escribir con imaginación en favor de la experiencia que se siente y se piensa, para terminar con el «bloqueo creativo» al que hemos estado sometidos y castrados creativamente por décadas, es lo que ha celebrado la escuela «Los colonos» en sus sesenta años de existencia. Aprender de lo que se es cuando se está creando; compartir lo creado con quienes convivimos a diario, y en ese encuentro descubrir los significados que mueven nuestras vidas individuales y comunitarias. Del mismo modo, las palabras que han decido compartir, igual que el viento al emprender el vuelo, viajan hacia las orillas del mundo donde habita un ser humano que desee conocer las historias de esta maravillosa comunidad que se ha transformado gracias a las personas que han pasado por sus salas de clase o se han subido a los restos de un alerce que se resiste a desaparecer.

¡Feliz cumpleaños, escuela Los Colonos!

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