Acostumbra nuestro presidente a apoyar algunas de sus medidas y convicciones en nombre de ´avances civilizatorios´. Rebotando entre crisis y pasaditas, obviamente no tenemos tiempo para subir a pescar una pelota a tales alturas, y seguimos mudos y sordos como si nada. ¡Pajas! El escepticismo es gratuito y puede hacerse lucir como madurez. Ante tales voladas presidenciales, ¿quién no se permite ironías?
Valoro que nos provoquen desde el ejecutivo a reflexionar sobre el sentido de lo que hacemos en política, y de toquecito con nuestra existencia en general. Más allá de los afanes urgentes, las anécdotas, las rabietas y los exitillos y fracasillos cotidianos, la nueva alineación de partidos, las denuncias, ataques y amagues diarios, las listas de nuevas candidatas y supuestos nuevos programas y leyes, la pregunta por lo que hacemos de fondo nos desafía a perder un poco de tiempo, para no derrocharlo.
Supongo que un avance civilizatorio es más que táctico, estratégico, o histórico. Se basa en una verdad que de alguna manera los trasciende. Podría ser la ciencia. Sin embargo, nos cuidamos hoy de sus verdades de ayer, como las vacunas, los antibióticos, la eugenesia, la castración química, el electroshock, los alimentos procesados, la planificación, las verdades de la economía, la utilización de combustibles fósiles; para no decir nada de la gravedad de Einstein, que dando al traste con la de Newton deja su propia eternidad en suspenso. O bien podría ser el monoteísmo universalista del cristianismo, con su moralidad trascendente, pero después de 2000 años ha perdido favor universal. Y dada la escoba que dejaron en el Siglo XX los creyentes en leyes de la historia, pocos se animan a reivindicarlas hoy día como verdades transcendentes.
Más vale aceptar que somos seres finitos, situados en una época histórica que no podemos trascender. No hay cómo acceder a verdades naturales, morales o históricas más allá del horizonte que alcanza nuestra comprensión. Podemos dejarnos encerrar en este límite impasable, y arrastrados por el conformismo, el fatalismo o la indolencia seguir adelante de acuerdo con lo acostumbrado y lo debido, sin hacer mayor cuestión. O bien, podemos asumir una parada sobre el pasado, lo bueno y lo malo de este, comprometiéndonos con aquellos valores, normas y prácticas sin las cuáles la existencia no vale la pena, y con aquellos cuya persistencia debe ser evitada a toda costa. Sacamos el presente al pizarrón con las mejores normas y estándares traídas por el pasado, y las que podamos inventar a partir de este. Es posible dar saltos descubriendo posibilidades que el pasado aporta al presente y estaban escondidas, pero no es posible ver más allá, ponernos por encima de nosotras mismos como si fuéramos diosas.
Apechugar con lo valioso y lo inaceptable de nuestra finitud, con lo que vale la pena cultivar o rechazar, es lo que seres locales y finitos pueden llamar, sin pretensiones absolutistas, avances civilizatorios. Aquello por lo cual nos jugamos sin reservas, más allá de una prudencia elemental. Es a lo que nos llama nuestro presidente, a no conformarnos con lo que hay, sino a apechugar con lo mejor de nuestro pasado, explicitándolo y proyectándolo al futuro, y arriesgándonos a saltar. No estamos protegidos de cisuras temporales, shocks que traen tiempos nuevos inimaginables. Nadie puede saber qué viene más allá del más allá. (No cabía en la cabeza de nuestros antepasados muertos en defensa del avance civilizatorio de la libertad nacional contra el dominio colonial, que la nacionalidad traería con ella el fascismo). Contenerse debido a la posibilidad siempre presente de ser sobrepasadas por la historia, a la espera de tener más información del futuro, sí que es paja, infundadas pretensiones de divinidad. La imposibilidad de saber lo que vendrá más allá del más allá, solamente llena de escrúpulos y reservas a dioses que lloran por su castración.
Es mejor superar la añoranza de diosas, secarse las lágrimas por nuestra finitud y localía, superar la idea infantil de que alguien más grande que nosotros nos indique el camino salvífico con claridad, aliviando nuestra necesidad de tomar plena responsabilidad. Así, antes de ser una voz más en el coro de alabanzas a abstracciones universales, aprenderemos algo singular que podrá ser un verdadero aporte para otros. La Santa Firme, ¿quién puede obedecer normas universales escrupulosamente? Sin embargo, ¿quién no puede aprender sobre lo que vale la pena si se hace cargo con propiedad de su finitud?
El presidente no parece pasarlo mal, se ve alegre, contento y gozador. Se aprecia que no ande de serio, ni sufriente ni agrio. Sabe, supongo, que la mala cara y el talante triste de caballo en pesebrera de algunos de sus cercanos no cambian ni disculpan nada. Al mismo tiempo, parece tener una impaciente insatisfacción con lo que hay. Aprecio especialmente de él que sea un tipo sin amarguras con la mano situada que le tocó, y que simultáneamente nos desafíe a no meter la cabeza en la tierra de los afanes diarios, sin mayor reflexión. A tomarnos en serio lo mejor que inventaron los viejos que nos formaron, y vivir con la significativa misión de cuidarlo, transformarlo, proyectarlo, saltarlo y superarlo.
Pienso que les viene bien a quienes quizás se habían acostumbrado a un racionalismo universalista de regla de tres sin imaginación y a una medida mezquina de lo posible, y a los que creyeron que construían el mundo definitivo del fin de la historia. Un amigo que enseña filosofía en Guariligüe, y produce un respetado chacolí costino, sostiene que al mundo lo joden tipos con ideas demasiado grandes, y lo salvan cuidadoras de corazón impaciente.