Carta sobre el papel de la literatura en la formación… una clase magistral.

por Jaime Esponda

Que en Chile se lee poca literatura es más que un tópico, pues hay una variedad de investigaciones que lo avalan, en una de las cuales leemos que un 53% de las personas dice no poder leer “por falta de tiempo[1]. No se piense que este ayuno literario es practicado solamente por personas no instruidas. Hace algunos años, fueron muy comentadas las declaraciones de un ministro de Economía: “no leo novelas, porque siento que no tengo tiempo”, confesó, agregando luego una oración para el bronce: “la vida es muy corta. Siento que si leo una novela es tiempo que le estoy quitando a aprender algo[2]. Recuerdo también el caso de un niño que debía leer a escondidas, porque su padre, un profesional, estimaba que “leyendo tanto se enfermaría”. 

Pero la literatura no solo ha debido lidiar con este tipo de aversiones personales sino con algo mucho más grave, la censura, como ocurre en las dictaduras. Entre los más célebres sistemas de censura de la historia destaca el Index Librorum Prohibitorumen el cual la Iglesia católica incluyó durante casi medio milenio libros prohibidos, entre ellos mucha novela, poesía y ensayo literario. A modo de ejemplo, prohibidos fueron, en el siglo XIX, Los Miserables de Victor Hugo y todas las obras de Balzac, y en el siglo XX las de Anatole France, Premio Nobel 1921. Tristemente famosas fueron las innumerables quemas de libros practicadas por la Inquisición. La última edición pública de aquel Index data del año en que se proclamó la Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948, y en 1966. un pontífice humanista e intelectualmente sensible, como fue Pablo VI, procedió a su abolición. 

Si hago especial referencia a este embate anti literario eclesiástico, que siempre se apoyó en razones de moral o de fe, es porque el Papa Francisco, no cansándonos de sorprender, con audacia ha regalado a la humanidad una Carta sobre el papel de la literatura en la formación, cuyo título parece haber sido recortado a última hora, porque si bien se refiere inicialmente a los sacerdotes, el mismo Francisco se da cuenta de que “estas cosas pueden decirse de la formación de todos los agentes de pastoral, así como de cualquier cristiano[3] y, agrego yo, convencido, de cualquier persona. Por tal razón, el comentario que quisiera compartir con el lector de cualquier credo y el no creyente contiene una interpretación profana de esta breve joya del pensamiento humanista contemporáneo, de apenas once páginas, escrita por quien fuese profesor de Literatura de un colegio jesuita de Santa Fe, en los años sesenta.  

Tras recordar que, a pesar de la “profunda indignación” generada entre los judíos por la poesía griega pagana, Pablo de Tarso reconoció en ella una “semilla” para la comprensión del Evangelio de Jesús, Francisco propone “un cambio radical acerca de la atención que debe darse a la literatura” por los cristianos. Mas, tal como sostengo, la Carta nos depara una reflexión válida para todo ser humano, tanto en el plano personal como en su dimensión social.

La dimensión personal. El pontífice parte enunciando los manifiestos efectos positivos de la lectura, que los estudiosos mencionan “desde un punto de vista pragmático”, a saber, la adquisición de “un vocabulario más amplio”, el desarrollo de la inteligencia, el estímulo de “la imaginación y la creatividad”, la mejora de “la capacidad de concentración”, así como la reducción de “los niveles de deterioro cognitivo” y del “estrés y la ansiedad”. 

En seguida, adentrándose en la complejidad de la existencia humana, el autor de la Carta nos brinda una clase magistral de didáctica literaria y opta por pensar preferencialmente, como posible lector, en una persona presa de la angustia, la desorientación y la depresión, o encerrada “en esas anómalas ideas obsesivas que nos acechan irremediablemente”. A esta persona el Papa hace notar categóricamente que “la literatura tiene que ver (…) con lo que cada uno de nosotros busca en la vida, ya que entra en íntima relación con nuestra existencia concreta,con sus tensiones esenciales, sus deseos y significados”, de modo que el cultivo de la lectura puede “abrir en nosotros nuevos espacios de interiorización”. 

De esta premisa infiere que, “en el camino de la maduración personal”, leer novela o poesía “nos prepara para comprender y, por tanto, para afrontar” y vencer a aquellos enemigos internos, de modo que los libros se convierrten “en verdaderos compañeros de viaje”. Es tal la significación personal otorgada por Francisco a la lectura, que casi la equipara al diálogo del creyente con Dios: “cuando ni siquiera en la oración conseguimos encontrar la quietud del alma, un buen libro, al menos, nos ayuda a ir sobrellevando la tormenta, hasta que consigamos tener un poco más de serenidad”. Y persistiendo en tan decidida exhortación a la lectura, el autor nos lleva, por encima de las virtudes curativas inicialmente apuntadas, a un estadio de crecimiento íntimo, en que una buena obra literaria permite al lector hacer brotar la riqueza de su propia persona, de modo que cada nueva obra que lee renueva y amplía su universo personal”

El Papa se detiene en el género narrativo. Transmitiendo su propia experiencia como gran lector de novela, cita a Marcel Proust cuando alude a ella como un tipo de escritura que desencadena en la persona “todas las dichas y desventuras posibles, de esas que en la vida tardaríamos muchos años en conocer unas cuantas, y las más intensas de las cuales se nos escaparían, porque la lentitud con que se producen nos impide percibirlas[4]. Con ello, reitera lo que tantos estudiosos han anotado como fruto concurrente de la inmersión en la ficción novelesca, esto es, un lector “mucho más activo”, que “en cierta forma reescribe la obra, la amplía con su imaginación, crea su mundo, utiliza sus habilidades, su memoria, sus sueños, su propia historia llena de dramatismo y simbolismo”. 

Es destacable que, en esta reflexión sobre la dimensión personal de la lectura literaria, el pontífice abandona toda pretención de moralismo y rechaza ese ancestral temor eclesiástico al daño que puede causar al leyente un libro impío o hereje. Por el contrario, con osadía, reconoce que el lector es siempre “una persona que está inducida activamente a adentrarse en un terreno poco seguro, donde los confines entre salvación y perdición no están definidos y separados a priori”. Y apuesta por una radical confianza en el ser humano, en su capacidad de discernimiento al leer, como si fuese “un jugador en el campo, (que) juega y al mismo tiempo el juego se hace por medio suyo, en el sentido de que él está totalmente involucrado en lo que realiza”.

La dimensión social. Una segunda dimensión de la epístola literaria papal es social y, a mi juicio, debiese ser atendida por cuantos tienen responsabilidad en el gobierno de los pueblos, para tener en cada estado una política “que impulsa planes de lecturas para incentivar la lectura y entender lo que se lee[5], como dijese Diamela Eltit en respuesta al ministro que no quería leer.

En la prosecución de mi lectura en clave profana de este documento que, por cierto, contiene gran hondura espiritual, me encuentro con un diagnóstico de la actual realidad de las sociedades, que Francisco presenta delicadamente. Ante él, nostálgico de una época no remota en que “la lectura era una experiencia frecuente”, al menos en las capas medias, se levanta como gran barrera entre los libros y el ser humano “la llegada omnipresente de los medios de comunicación, redes sociales, teléfonos móviles y otros dispositivos” audiovisuales que reducen “el margen y el tiempo para enriquecer la narración o interpretarla” y que generan “obsesión por las pantallas y por las venenosas, superficiales y violentas noticias falsas”. En suma, la literatura ha perdido el lugar que ocupaba en la vida cotidiana de las personas.

La preocupación papal por la contemporánea desconsideración social de la lectura lo conduce, sobre la base de categorías propias de la misión eclesial pero aplicables por extensión a toda la sociedad, a levantar con quijotesca decisión la bandera del libro, apuntando, por sobre el “nivel de utilidad personal”, a “las razones más decisivas para despertar el amor por la lectura”, cuya dimensión y finalidad son sociales.  

En estos pasajes, el Papa hacer ver que la afición por la literatura otorga a las personas en formación “un acceso privilegiado al corazón de la cultura humana” que le permite “entrar en diálogo” con ella, pero también “con la vida de personas concretas”, por cuanto –lo dice citando el Concilio Vaticano Segundo- las obras de los escritores se proponen “presentar claramente las miserias y las alegrías de los hombres, sus necesidades y sus capacidades[6]. Y volviendo a Proust, alude a cómo la literatura contrae esa “gran distancia que lo cotidiano traza entre nuestra percepción y el conjunto de la experiencia humana[7], permitiéndonos tener “una visión amplia” de ella. 

Además, se infiere de lo escrito por Francisco que la lectura dota a los seres humanos de mayor tolerancia con los demás, componente esencial de la convivencia democrática, y nos aleja de la pretensión de “controlar la realidad” y de emitir un juicio sobre los demás que puede “desembocar en una condena a muerte, en una eliminación, en la supresión de la humanidad en beneficio de una árida absolutización de la ley”. En contraste, la formación literaria ayuda a combatir el maniqueismo, esa “antinómica polaridad de verdadero/falso o justo/injusto”, y a experimentar “un reconocimiento fecundo del pluralismo de los lenguajes”, que es reflejo de la pluralidad humana. 

En fin, el entusiasmo del Papa por exhortar al hábito del leer se debe a que, para él, el encuentro con la literatura abona a la construcción de una sociedad solidaria, en la cual “nada que sea humano nos es indiferente”.

Francisco capta que el individualismo actual, transversalmente instalado desde conservadores a nuevos progresistas, alcanza la magnitud de un “solipsismo ensordecedor y fundamentalista que consiste en creer que sólo una específica gramática histórico-cultural tiene la capacidad de expresar toda la riqueza y profundidad del Evangelio” e, incluso, agregamos, de la existencia humana. Es desde este solipsismo (solus ipse: uno mismo solo) que, según el obispo de Roma, surgen “muchas de las profecías catastrofistas que hoy intentan sembrar la desesperanza” o también, añado, absolutos identitarios particulares que desestructuran la sociedad, cayendo “rápidamente en el aislamiento” y “en una especie de sordera “espiritual”.

En cambio, “leyendo un texto literario – nos dice- nos ponemos en la condición de ver también por otros ojos, ampliando la perspectiva que expande nuestra humanidad”. Esta disposición a identificarse “con el punto de vista, la condición y el sentimiento de los demás” es, a juicio del pontífice, requisito de la solidaridad. No se trata solo de practicar la dadivosa caridad tradicional, sino de hacernos uno (identificare) con “las experiencias de los demás”, la “del verdulero, de la prostituta, del niño que crece sin padres, de la esposa del albañil, de la viejita que aún cree que encontrará su príncipe azul, de entender “sus fatigas y deseos” y, finalmente, volvernos “sus compañeros de camino”, lo que anuncia la dimensión política de la solidaridad. 

Un riesgo asociado a la tentación del solipsismo consiste, según el autor de esta Carta, en el paradigma eficientista propio de la sociedad tecnológica, germen de una “inevitable aceleración y simplificación de nuestra vida cotidiana” que “banaliza el discernimiento, empobrece la sensibilidad y reduce la complejidad”. 

Para Francisco, el hábito social de la lectura puede contrarrestar tal desviación. Y aquí, se detiene particularmente en el valor de la poesía, que permite percibir la realidad sin “la presión que ejercen en nuestro actuar los propósitos operativos e inmediatos” y genera una predisposición a ampliar nuestra visión del mundo. Al respecto, el Papa recuerda que cuando le “preguntaron qué ha de aprender Occidente de Oriente, respondí: creo que Occidente carece de un poco de poesía”. 

La dimensión religiosa. A pesar de la opción arreligiosa que hemos adoptado para examinar la Carta sobre el papel de la literatura en la formaciónconstituiría una irreverente omisión de nuestra parte ignorar que la principal intención de Francisco ha sido “reflexionar sobre las razones más decisivas para despertar el amor por la lectura”, que para él se sostienen en “la urgente tarea de anunciar el Evangelio”. 

No escapan al diagnóstico del Obispo de Roma los efectos religiosos de la inédita extensión del laicisismo. Pero para el pastor, “el problema de la fe” no es hoy el ateísmo ni “el de creer más o creer menos en las proposiciones doctrinales”, sino que “mucha gente” tiene “sed de Dios” pero busca “apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne”. También, cree encontrar el origen del problema en “la incapacidad de muchos para emocionarse ante Dios, ante su creación, ante los otros seres humanos”. En fin, vuelve al diagnóstico de hace sesenta años, cuando el Concilio Vaticano Segundo, lejos de  temer la muerte de Dios, observaba en nuestra época una “vuelta a lo sagrado” y muchas “búsquedas espirituales” que, sin embargo, “son fenómenos ambiguos[8]

En consecuencia, más que la prédica doctrinaria o preceptiva, lo que plantea Francisco a la Iglesia es “la tarea de sanar y enriquecer nuestra sensibilidad”, para que “todos puedan encontrarse con un Jesucristo hecho carne, hecho hombre, hecho historia”.

En esta tarea pastoral, el Papa encuentra “una afinidad espiritual profunda entre sacerdote y poeta”, porque, dice, “la Palabra divina y la palabra humana”, al confluir, pueden dar “vida a un ministerio que se convierte en servicio pleno de escucha y de compasión, a un carisma que se hace responsabilidad, a una visión de la verdad y del bien que se abren como belleza”. Y citando a Karl Rahner concluye en que “sólo ella (la poesía) puede redimir lo que constituye la última cárcel de las realidades no dichas, la mudez de su referencia a Dios[9].


[1]Leer en Chile 2022: estudio de hábitos y percepciones lectoras, IPSOS Chile, Santiago, octubre 2022.  

[2] José Ramón Valente, La Tercera, 02.03.2019. 

[3] Todas las frases entrecomilladas sin señalamiento del autor corresponden a cita de la Carta del Papa.

[4] M. Proust, Por el camino de Swann: En busca del tiempo perdido, Verbum, Madrid 2020, 81.

[5]https://www.biobiochile.cl/noticias/artes-y-cultura/libros/2019/03/05

[6] Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 62.

[7] M. Proust, En busca del tiempo perdidoel tiempo recuperado. Verbum, Madrid 2020, 331.

[8]  Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 89.

[9] K. Rahner, «Sacerdote y poeta», en Escritos de teología III, Taurus, Madrid 1962, 336.

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2 comments

Mario Kahn agosto 22, 2024 - 6:07 pm

Esperamos que esta carta sea leída, entendida, por ciertos grupusculos qué aún perviven dentro de la Iglesia, me refiero al Opus Dei para quien el Índice tiene hasta hoy plena vigencia.

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Beatrice Ávalos agosto 24, 2024 - 12:04 am

Hermoso análisis del valor de la lectura desde la palabra de este Papa tan distinto de lo que usualmente se piensa de quien tiene a su cargo la Iglesia. Muchas gracias.

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