La atención internacional se concentró, naturalmente, en la elección presidencial del reciente 2 de octubre. La sorpresa fue la alta votación del Presidente Bolsonaro, al que prácticamente todas las encuestas, incluidas las más prestigiadas, lo daban por al menos diez puntos detrás de Lula.
Los resultados confirmaron las previsiones de la renovada fortaleza del liderazgo del expresidente Lula y de su amplia y exitosa campaña electoral, que lo posicionaron a solo un 1.67% de conquistar la presidencia en la primera vuelta presidencial. La diferencia fue finalmente de poco más de cinco puntos: 48.43 versus 43.20%.
Se inicia una nueva campaña para definir el pleito presidencial. Todo indica que Lula tiene las mayores posibilidades de convertirse en el Presidente de Brasil por los próximos 4 años. Su alta votación, después de una intensa campaña de desprestigio de varios años, que incluso le costó más de un año de presidio en un juicio que el máximo Tribunal de Justicia declaró inválido, se puede considerar muy dura. Es difícil imaginar que alguien que votó Lula en primera vote Bolsonaro en segunda vuelta. Desde ya los candidatos que ocuparon la tercera y cuarta posición – la Senadora Simone Tebet y Ciro Gómez- han anunciado su apoyo a Lula. Bastaría que solo un tercio de sus electores lo apoyaran para lograr la victoria. Queda siempre la incógnita de cuanto puede aumentar el cuerpo electoral en la próxima elección y sus eventuales preferencias. En un país, donde el voto es obligatorio, el 80% de padrón acudió a las urnas el pasado 2 de octubre, cifra que se repite casi invariablemente en todas las elecciones desde que se recuperó la democracia plena desde finales de los ochenta.
Sin embargo, si se tiene en cuenta el conjunto de los resultados electorales, que incluyeron la renovación total de la Cámara de Diputados, de un tercio del Senado, de los 27 Gobernadores y de las asambleas legislativas estaduales, el cuadro que surge es el de un cambio sustantivo en el escenario político del mayor país de América Latina, con una población de más de 200 millones de habitantes y con una economía que se ubica entre las diez más grandes del mundo.
Bolsonaro no solo alcanzó una muy alta votación personal, sino que en solo cuatro años logró construir un movimiento cultural y político con una nueva y sólida presencia en el parlamento de la Unión, en la dirección de varios de sus Estados, incluyendo algunos de los principales, y con seguridad en muchos municipios en la próxima elección municipal que se realizará en dos años más. Se trata de un liderazgo y un movimiento de naturaleza autoritario, mesiánico, nacionalista, conformacional con los que define como enemigos, incluidas las elites intelectuales y artísticas, la prensa liberal y órganos del Estado como el Poder Judicial. Conservador en materia cultural, muy vinculado a iglesias principalmente evangélicas fundamentalistas, misógino e incluso con manifestaciones racistas en un país donde la mayoría se identifica como negra, portador de una arraigada cultura anti petista y anticomunista, al estilo de los momentos más álgidos de la guerra fría. Como orientación económico social tiende más bien a identificarse con el neoliberalismo y su aversión al Estado.
Bolsonaro ha generado una significativa simpatía al interior de las Fuerzas Armadas, especialmente en el Ejército, y en las policías militares de todos los estados. Durante su Gobierno la intervención política de los militares ha alcanzado un nivel sin precedentes desde la recuperación de la democracia.
La gran interrogante es como en solo cuatro años emergió con tanta fuerza una dimensión de la sociedad brasileña que había permanecido oculta, o se había manifestado políticamente a través de partidos de centro o de derecha más moderados. Las respuestas son complejas y aún insuficientes. Se constata que es una tendencia que, con diversas expresiones se da a nivel global, al menos en las democracias de Occidente, en países tan distintos como los Estados Unidos, Italia, Hungría, El Salvador o Polonia. Las causas habrá que escudriñarlas en la precariedad y la inseguridad de la vida cotidiana de vastos sectores populares, en las dificultades de los sistemas políticos para resolver las múltiples crisis que atraviesan las sociedades contemporáneas, en las desigualdades que se generan países de capitalismo tanto desarrollados como emergentes, y en la dificultad de las fuerzas progresistas para proponer proyectos atractivos y creíbles de progreso y justicia social.
En Brasil la crisis política que dio origen al Bolsonarismo tiene, a mi juicio, su origen inmediato, en el Impeachmente con que las fuerzas de centro y centroderecha dieron término al Gobierno de Dilma Rousseff e instalaron como Presidente a su vice, Michel Temer.
Hasta entonces el sistema político brasileño, desde la implantación de la elección directa de Presidente en 1990, se había articulado en base a dos grandes partidos con presencia nacional, identidad definida y liderazgos fuertes: el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) con Fernando Henrique Cardoso y el Partido de los Trabajadores (PT) con Lula. El tercer gran partido era el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), surgido en la oposición a las dictaduras, con fuerte implantación y liderazgos regionales. En el llamado “presidencialismo de coalición” ninguno de los dos partidos ejes podían alcanzar la presidencia por si solos, ni conseguir mayorías parlamentarias, lo que los obligaba a construir amplias alianzas. En este esquema el rol de MDB era crucial. Es así como formó parte los dos gobiernos de Cardoso como de los de Lula y de Dilma. Con el tiempo se fue constituyendo un nuevo campo político denominado el Centrao (gran centro) integrado por varios partidos sin ideologías definidas, mas bien conservadores, y fundamentalmente clientelares que se tornaron indispensables para construir mayorías parlamentarias. Este sistema es una de las causas de los fenómenos de corrupción política que han afectado al país.
La arbitraria destitución de la Presidenta Rousseff en 2016 rompió este esquema. Enfrentado a un Gobierno con bajísimos niveles de popularidad debido a su incapacidad para encarar la aguda crisis económica que se desató a semanas de su reelección, el PSDB y el MDB construyeron una mayoría parlamentaria que entregó la presidencia a Temer por dos años. El cálculo era que esta alianza obtuviera la presidencia en la elección de 2018, y alejara el fantasma de un regreso del PT y Lula al poder. La estrategia no funcionó, por varias razones. El descrédito de la política afectó con mayor fuerza a la centroderecha que al PT. Esta no logró levantar ningún liderazgo presidencial viable. En cambio, el candidato petista Fernando Haddad, incluso con Lula preso en Curitiba comenzó en un momento a liderar las encuestas para la primera vuelta.
Es en estas circunstancias en que emerge la figura de Bolsonaro. Un oscuro diputado por más de veinte años con arrastre electoral en Río de Janeiro, ex capitán de ejército, defensor acérrimo de las dictaduras militares, se presentó como candidato presidencial con un discurso de extrema derecha que desafiaba el sentido común político de los últimos casi treinta años. Comenzó, sorpresivamente, marcando en torno al 20% en las primeras encuestas. Ante la debilidad de las candidaturas de centro derecha se produjo un masivo desplazamiento hacia su candidatura, que incluyó a la totalidad de los partidos de centro y de derecha, las poderosas organizaciones empresariales y los más importantes medios de comunicación. El oscuro capitán alcanzó el 47% de los votos en primera vuelta y el 54% en segunda. En esta el candidato del PT logró sortear el vendaval y logró el 46%.
Una conclusión indispensable: el protagonismo de Bolsonaro no surge de un desplome de la izquierda, sino de la derecha moderada y democrática.
Lo que muchos vieron como un fenómeno político coyuntural y pasajero, se ha convertido en un breve periodo de tiempo en una sólida realidad política, que jugará en el futuro un rol importante, y que contiene un elevado potencial de profundizar las fracturas de la sociedad y amenazar la vida democrática.
De otro lado, tan sorprendente como el surgimiento del bolsonarismo como actor político relevante, ha sido la recuperación del liderazgo de Lula y su capacidad de construir una amplia alianza basada en la defensa irrestricta de los valores democráticos y en la necesidad de generar un gobierno capaz de enfrentar la aguda crisis social profundizada por la pandemia del coronavirus y la muy deficiente gestión del actual Gobierno. Bajo su conducción el PT ha logrado, por primera vez en su historia, ampliar sus alianzas tanto hacia la derecha como a su izquierda.
Lo más sorpresivo fue la decisión de invitar a Gerardo Alckmin como Vicepresidente, una de las principales figuras del PSDB, Gobernador del principal Estado del país y contendor presidencial de Lula en 2006. Una alianza impensable hace dos años atrás. También se ha incluido a todas las fuerzas políticas ubicadas a la izquierda del PT. Tuvieron también destacada participación en la campaña las principales personalidades de la ciencia, el arte y la cultura.
La definición de la contienda del 30 de octubre será crucial para el destino de Brasil y, por su dimensión, también de América Latina. El triunfo de Lula significará un fortalecimiento de su estabilidad institucional y la posibilidad de abrir una senda de progreso. Su derrota, un riesgo cierto de la salud de la tercera democracia del mundo.