Cambiar a Gareca o la enfermedad de Chile

por Antonio Ostornol

Cuando por primera vez supe de un mundial de fútbol, tenía ocho años, se bailaba y tatareaba el “rock del mundial”, llegaba la televisión abierta a Chile, en el partido contra Italia Leonel Sánchez noqueó a su lateral en la cara del árbitro y no pasó nada. Era 1962, la selección chilena terminó tercera y nos sabíamos de memoria la formación titular, con Misael Escuti en el arco, el Fifo Eyzaguirre, Raúl Sánchez, el Pluto Contreras y Sergio Navarro; Y más arriba brillaban Eladio Rojas, Jorge Toro, el Nino Landa, Jaime Ramírez, Alberto Foilloux, por nombrar algunos de los más conocidos. Ese mismo equipo, que al mundial del 62 llegó porque era el anfitrión, clasificó al mundial del 66 en Inglaterra. Fue la primera vez que ganaba unas clasificatorias porque en los mundiales anteriores había sido invitado. Terminó último de su grupo con apenas un empate. Al mundial siguiente, no clasificó y al que le siguió, llego por secretaría, ya que la selección de la URSS no se presentó en Santiago para el repechaje porque no querían avalar a la dictadura. De ahí, esperamos 8 años para ir al próximo y después del siguiente (1982) hubo que aguantarse 16 años más. Luego, tuvimos que esperar más de una década para gritar nuevamente el “ceacheí” (2010), y repetimos el 2014. Eran los tiempos de Bielsa / Sampaoli y la generación dorada. Entonces, ¿por qué tanta estridencia y rabia al ver los resultados de la actual selección y su más que probable eliminación? La respuesta, en mi opinión, es una sola: cada vez nos cuesta y nos frustra más aceptar nuestra realidad, y preferimos echarle la culpa al otro. En este caso, el pobre Gareca anda pagando los platos rotos. 

Esta constatación que estoy haciendo me parece muy significativa. Si observamos el historial de Chile en las competencias internacionales, es evidente que hace mucho rato que venimos decreciendo. Hemos tenido dos o tres chispazos en la larga trayectoria iniciada en 1930, cuando se jugó el primer mundial. Recordamos la selección de los sesenta, la de Caszely en Alemania y la generación dorada. Pero los números hablan por sí solos: de todas las clasificatorias en que Chile compitió, solo fue exitoso en un 30% (6 de 19). Y en esos mundiales que participó, solo en uno logró pasar la primera fase. Si la mirada la llevamos a nivel de clubes, basta decir que solo Colocolo ha ganado una vez la Copa Libertadores y que la Universidad de Chile hizo lo propio con la Copa Sudamericana. O sea, cuando los periodistas vociferan al final de cada partido que la roja pierde y piden la cabeza del entrenador como si lo que estuviese ocurriendo fuese inédito, impresentable, indigno de los chilenos, están hablando de un lugar completamente ajeno a la realidad. Ese reclamo se reproduce en todos los ámbitos. Inunda las redes, se cuela en las conversaciones de pasillo, es el prolegómeno necesario antes de cualquier reunión o la sobremesa ideal cuando ya estamos algo chispeados. Se produce algo así como una frustración contagiosa y creciente. Después de la última fecha clasificatoria, se pedía, sin vergüenza alguna, la cabeza de Gareca. Mientras escuchaba los exaltados comentarios, me preguntaba si realmente era obvio que “teníamos” que ganarles a los brasileños –a los que prácticamente nunca hemos vencido- y a los colombianos en Barranquilla, cuando esa selección está encumbrada en la tabla, como uno de los mejores equipos de este torneo. ¡Por supuesto que no era obvio!

Nos cuesta aceptar la derrota, no sabemos procesarla. El deseo utópico nos oscurece la mirada y no nos permite razonar con una mínima distancia, la necesario pare que nos ilumine la realidad, y nos deje analizarla con profundidad y calma, escudriñando en las opiniones de muchos lo que puede ser valioso y trazar un camino hacia adelante. Pero ciertamente no será un camino rápido, ni habrá súper héroes que vendrán a rescatarnos. Hace mucho tiempo que el fútbol se instaló en una cultura inmediatista y voluntariosa. ¡Queremos los resultados ya! Y si no llegan, rompemos el estadio y sus alrededores, hacemos pebre la Plaza Italia y si podemos matar a alguien del equipo contrario, nos cuesta controlarnos. Eso les pasa a los hinchas, pero a los dirigentes también. Entonces, compran jugadores a destajo, a precios altos y con calidades no siempre aseguradas. Y para sustentar los presupuestos, eliminan campeonatos competitivos a nivel de divisiones inferiores y desaparecen los partidos de las reservas. Dicho, en otros términos, se disminuye la cantidad de fútbol que los jugadores deben tener para rendir. 

El gran Hugo Tocalli (jugador y entrenador argentino), en una entrevista que le preguntan por los efectos negativos de no haber trabajado en Chile con las divisiones inferiores entre 2019 y 2021, responde: “Sin duda [afecta]. Si no se hace buen trabajo en las juveniles no hay futuro”. Y cuando le preguntan respecto a qué explica los éxitos argentinos responde: “Respecto de los juveniles, tenemos uno de los mejores campeonatos del mundo. Todos me preguntan por qué… Yo digo porque nosotros jugamos 30 o 35 partidos muy difíciles por año, donde cualquiera le gana a cualquiera. Y cuando vos, desde chico, tienes esa competencia, también tienes crecimiento. Chile, desgraciadamente, no tiene esa competencia”. 

 La formación de jugadores está en la base de lo esperable. Si no se hace bien y en plazos largos y sostenidos, solo la buena fortuna ayudará a tener una selección de grandes jugadores. Pero para esto se necesita consistencia. Como dice el mismo Tocalli, no se puede lograr nada importante si cada diez partido se cambia de técnico. Y en nuestro fútbol, la selección ha tenido, al menos, cinco entrenadores desde Sampaoli a la fecha.

 ¿Es este un problema solo del fútbol? Lamentablemente, no. La actitud triunfalista, impaciente, la automirada mágica que nos hace ver como si estuviéramos destinados a la gloria por el solo hecho de ser quienes somos, con el componente de la búsqueda de resultados inmediatos, sin los cuales la frustración se hace incontrolable, parece dominar todo nuestro hacer público y, tal vez, también el privado. Aparece una realidad criminal relativamente nueva, que viene incubándose hace una década al menos, y todos gritan en la calle pidiendo que el tema se resuelva de inmediato. Y quizás sabemos que no se puede, que la lucha contra el crimen organizado es compleja y exige perseverancia, que la victoria no será mañana. Pero cuando los parlamentarios hablan del tema, dejan la sensación de que todo es un tema de “actitud”. Y eso no solo es una falacia, si no que estimula la cultura inmediatista.

 Así como Tocalli llama a realizar un trabajo de largo plazo, sistemático, con la mirada extendida, y la paciencia para soportar las frustraciones del camino y tener un fútbol de mejor calidad, los problemas del país debieran abordarse de la misma manera. 

Cada tanto escucho que la violencia que se desató durante el estallido social (incendios, saqueos, destrucción del mobiliario público, etc.) nos sorprendió. Llegamos a imaginar conspiraciones de toda laya. Sin embargo, el fenómeno lo teníamos a la vista. Estaba en los liceos, en los encapuchados y en las barras bravas. Y ya antes, en los setenta, cuando empezamos a imaginar que podíamos eliminar a los enemigos políticos, como se lo propuso exitosamente la dictadura. Nos urge mirar la realidad con más profundidad, aceptar nuestras carencias, buscar las causas largas y no las fáciles de poner en la televisión. Si el fútbol no asume que su realidad es la que es y que no hay un súper héroe salvador que los sacará del marasmo, no tendremos los éxitos deportivos que soñamos. Y si las dirigencias de nuestro país, no hacen lo mismo, seguiremos dándonos de cabezazos contra la realidad y no mejoraremos nada.

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1 comment

Luis Prato octubre 24, 2024 - 2:47 pm

Muy lúcida la columna, como siempre, en la pluma de Ostornol.
Ojalá sea leída tanto por el mundo del fútbol de nuestro país como por la clase política; a ver si somos capaces de levantar la mirada!

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