Cuenta un historiador que no recuerdo, que el cardenal Belarmino se negó a mirar por el telescopio que le ofrecía Galileo para ver con sus propios ojos los planetistas girando alrededor de Júpiter, y salir de la duda de que no todo en el universo gira alrededor del sol, como sostenía la Iglesia. Un caradura que no quiso hacerse cargo de la evidencia de los sentidos, dijeron por igual empiristas ingenuos y científicas rigurosas. Con razones alambicadas, el cardenal la agarró con el sospechoso artilugio óptico, quizás qué truco había instalado en él Galileo. Con un poquito de mala fe, el caradura tenía un mundo que proteger, Galileo un mundo que inventar, y ambos, vidas que justificar.
A muchas personas les toca poner la cara dura tarde o temprano. A cada rato, en realidad, por ejemplo, dar por verdadero el cuento de un autor que no se recuerda. Es que las ideas, convicciones, explicaciones y justificaciones nunca cierran bien. Dejan huilas por donde se cuelan inevitables excepciones. Y su elegante circularidad flota en las alturas por encima de toscas realidades tercas. Talantes obsesionados con la consecuencia confrontan de cabeza las contradicciones para salvar sistemas de razones que justifican existencias enteras. Recuerdo a Lenin (con un poco de caradura, casualmente nada más que una vieja lectura) escribiendo tomos sobre tomos para desmenuzar y torturar porfiados hechos hasta meterlos en sus redes teóricas (ayudado seguramente por una razón dialéctica). Es cierto que tenía harto que justificar.
No creo que sea posible eludir el caradurismo. Abandonar convicciones generales largamente cultivadas y queridas no es trivial. ¿A cambio de mantenerse abierta a lo sorprendente, a que lo contingente obligue a reevaluarlo todo? No sé, hasta el más desapegado consigo mismo necesita afirmarse en un mundo que entienda más o menos bien y pueda justificarlo. Por lo demás también se necesita ser una caradura para cambiar de convicciones a cada rato. ¿La solución entonces sería no tener convicciones? ¿Flotar como un pajarito? No sé si resulta.
Belarmino y Lenin practican un realismo racional. Bien comportado, explicadito, juicioso, atildado. Por ser consecuentes con él sufren con los porfiados hechos que no calzan, y llegan a lejanos extremos para salvarlo con un tantito de cara dura. Lo que es insalvable racionalmente, eso sí, es el principio mismo de que la realidad es racional, que todo lo real ocurre por una razón, que lo hecho se justifica con razones. Con respecto a eso, resisten no más, ponen el pellejo y la cara duros. Las raíces más hondas del realismo racionalista, misterio, mito y fantasía, lo niegan.
En tiempos más actuales, y en otras latitudes, que los de Belarmino y Lenin, en el espacio -tiempo del realismo mágico, lo real no tiene razones, ocurre y se justifica mágicamente. Una premisa indemostrable, por supuesto, pero más suelta y menos mandona que la otra, no sé, menos vienesa, más de arepas, empanadas, cumbia y guitarrón que de vals, shnitzel, torta Sacher, violín y música para oír sentado. No sé si procede exigirle consecuencia racional al realismo mágico, ¿vendría siendo con respecto a qué…, su propia magia?
Ahora, así como el realismo racionalista tiene el peligro de volar por las alturas (como el mago Shazam, todo lo entiende y justifica con razones formulaicas), el realismo mágico lo tiene de convertirse en una completa arbitrariedad (Hitler: ´no hay ninguna actitud que no se pueda justificar en nombre de nuestro proyecto total´), instalando la voluntad de poder como razón absoluta. A poco andar, terminan por devenir el uno en el otro. El racionalismo es más mágico que lo supuesto, el mágico más racional que lo dado por sentado.
Los realistas racionales se están dando un festín con Maduro, acusándolo de caradura en nombre de la racionalidad/moralidad de una recién descubierta democracia. No sé si quepa hacerle tal reproche a un realista mágico. Lo hacen en nombre de principios democráticos absolutos fundados racional y moralmente, que las dejan expuestas, a ellas sí, al cargo de caraduras. No tratan a todos los maduros del mundo de la misma manera que al mismísimo, hay demasiados hechos porfiados que encierran en un telescopio invisible. Para evitar la cara dura que tienen en las fotos, quizás sería mejor reconocer que no les gusta Maduro y su régimen – como realistas más situaditas, con menos razones absolutas y menos arte de magia – y que la democracia sería una buena manera de terminar con este, para fotografiarse relajadamente con dirigentes de regímenes no democráticos que las molestan menos, como China, Singapur y Los Emiratos Árabes, o el Chile de Pinochet.