Como señaló Antonio Guterres al abrir la Asamblea General de Naciones Unidas este año, “estamos en una era de transformación. La división geopolítica se sigue profundizando. El planeta sigue recalentándose. Las guerras causan estragos sin tener pistas de cómo acabarán. Y la postura nuclear y las nuevas armas proyectan una sombra oscura. Nos estamos acercando a lo inimaginable, un polvorín de riesgos envuelve el mundo”. Un panorama nada de halagüeño, en especial cuando dos conflictos armados internacionales se agudizan en la actualidad, el de Israel con Palestina y el Líbano y el originado en la invasión rusa a Ucrania. Sin olvidar que al menos otros dos conflictos internos tienen graves consecuencias en muertes de civiles en Sudán del Sur y en Myanmar, sin que se les preste demasiada atención. Entre tanto, en América Latina y el Caribe persisten el bloqueo a Cuba, la crisis en Haití y el déficit democrático en Venezuela, Perú y otros países, en un continente que tiene las tasas promedio de homicidios más altas del mundo, una pobreza persistente para el 29% de su población y una fuerte desigualdad en el acceso al trabajo, la salud, la educación y los servicios básicos.
Sobre el tema internacional hoy más candente, Thomas Friedman escribe en el New York Times que “la doctrina de supervivencia de Netanyahu se volvió aún más crucial después de ser acusado en 2019 por fraude, soborno y abuso de confianza. Ahora debe mantenerse en el poder para evitar ir a prisión, en caso de ser condenado. Por lo tanto, cuando Netanyahu ganó la reelección por un margen muy estrecho en 2022, estuvo dispuesto a aliarse con lo peor de lo peor en la política israelí para formar una coalición de gobierno que lo mantuviera en el poder. Me refiero a un grupo de supremacistas judíos radicales, a quienes un exjefe del Mossad israelí llamó “horribles racistas” y “mucho peores” que el Ku Klux Klan. Estos supremacistas judíos acordaron permitir que Netanyahu fuera primer ministro siempre y cuando mantuviera el control militar permanente de Israel sobre Cisjordania y, después del 7 de octubre, sobre Gaza”. Las atrocidades de la extrema derecha israelí se extienden y todo indica que el gobierno se propone expulsar a los 5,5 millones de palestinos de sus tierras (así lo dicen abiertamente algunos de sus ministros) o en su defecto someterlos a una subordinación inhumana e indigna. Ahora busca ampliar un control del sur del Líbano, con bombardeos con más y más civiles y niños muertos y una eventual nueva invasión. Se expande así la lógica de crímenes de guerra sin fin, lo que muy poco tiene que ver con el derecho de Israel a existir y a defenderse, o con la necesaria condena del islamismo de Hamas, o del «partido de Dios» libanés Hezbolá, y sus también inaceptables violencias antisemitas. Así es como avanza la amenaza de una guerra regional de graves consecuencias, sin que Estados Unidos ejerza una influencia real para detenerla, pues prefiere preservar como sea a su aliado israelí.
El otro gran desafío actual al derecho internacional es el originado en la invasión rusa a Ucrania. Putin es un autócrata ultranacionalista que busca reestablecer el perímetro del imperio de los zares. A ese título decidió invadir, violando la Carta de Naciones Unidas, a una nación independiente como Ucrania, lo que ya antes había hecho en partes de Georgia. Los defensores de Putin consideran que por razones «geopolíticas» y para evitar la expansión de la OTAN, esos pueblos, y de paso en el límite los de Bielorrusia, Polonia y de los países bálticos, deben olvidarse de su derecho a la autodeterminación y someterse a los neozaristas rusos en su disputa con Estados Unidos y el «Occidente global«. Desde luego, este argumento no tiene nada que ver con el derecho de los pueblos y con los fundamentos del orden internacional vigente, por insuficiente que sea, que procura limitar la ley del más fuerte y del más violento.
En un plano propiamente político, los tiempos futuros no serán muy promisorios si Trump gana en Estados Unidos, lo que reforzará diversos conflictos, y en el continente los inaceptables bloqueos a Cuba y Venezuela. Y tampoco si la extrema derecha sigue avanzando en Europa. Como siempre, la democracia y quienes la defienden deben ser apoyados en todas partes contra quienes la atacan o la desconocen.
En Venezuela, Maduro persiste en reemplazar el recuento mesa a mesa de los votos de la elección presidencial reciente por un fallo de un poder judicial a sus órdenes. De más está recalcar que no tiene nada de progresista y de izquierda desconocer flagrantemente la voluntad popular. A los que consideran más importante, de nuevo por razones “geopolíticas”, mantener al grupo gobernante indefinidamente en el poder, cabe recordarles que la Venezuela de hoy es el segundo país más corrupto del mundo, según Transparencia Internacional, organismo que indica que «miles de millones de dólares de dinero público han sido malversados sistemáticamente, beneficiando a unos pocos individuos poderosos«, como Tareck El Aissami, vicepresidente hasta marzo de 2023. Y que más de un cuarto de la población se ha visto impelida a emigrar, unos 7,7 millones de venezolanos, los que serán todavía más en el futuro próximo, de los cuales 6,6 millones viven ahora en otros países de América Latina, mientras el crimen organizado de origen venezolano se difunde por las Américas en alianza y disputas con el colombiano y el mexicano, entre otros.
En este contexto difícil, los parámetros de la política exterior del presidente Boric y su gobierno son los adecuados, pues promueve un orden multilateral que sea respetuoso del derecho internacional y de las soberanías nacionales, con el límite de la defensa de las democracias y los derechos humanos, así como de la cooperación internacional contra el crimen organizado y los tráficos ilegales. A la vez, la política exterior se inspira de alguna manera en una idea de no alineamiento respecto a los grandes bloques, en oposición a toda política imperial, incluyendo en su caso la norteamericana, y la europea en diversos temas, lo que implica que tampoco debe identificarse con el autoritarismo expansivo ruso y sus aliados iraníes o con la búsqueda de una hegemonía económica global por parte de China.
Nuestra diplomacia, sin grandilocuencia pues representamos solo el 0,25% de la población y el 0,35% de la producción en el mundo. está llamada a promover valores compartidos de cooperación y solución pacífica de controversias, así como defender los intereses nacionales desde una articulación con América Latina, aunque no siempre sea fácil.
Nuestro destino está ligado al continente, se quiera o no se quiera, y se debe procurar que en él prevalezca una posición independiente de las potencias hegemónicas.