“Que un policía le dispare a un criminal o le pegue un palo a alguien que está imposible de ser detenido no es violar los derechos humanos”. Esta declaración de la ministra del Interior que un periódico calificó como “frase de la semana”, aunque extraída de una entrevista en que también sostuvo la necesaria proporcionalidad de la respuesta policial[1], obedece, sin duda, a la necesidad del Gobierno de lograr mayor confianza de una población en la cual, según Paz Ciudadana, el temor a ser víctima de delitos se elevó a un 28%, que entraña la mayor alza anual y el mayor nivel en los últimos 22 años. Análoga explicación posee el anuncio del Gobierno, en el cónclave de Cerro Castillo, en cuanto su “primer objetivo es mejorar la seguridad en el país”[2].
Si bien, en aparente paradoja, la criminalidad ha descendido a uno de los porcentajes más bajos en dos décadas, el incremento de la sensación de inseguridad se debe, en parte, al aumento de los homicidios, a la incursión de delitos contra la propiedad caracterizados por modus operandi violentos y aparatosos, con utilización de armas de fuego, entre los que cobran fama mediática los “portonazos” y las “encerronas”, y también al no cuantificado aumento de organizaciones criminales.

Un factor que dificulta a cualquier gobierno enfrentar este fenómeno es, en primer lugar, el discurso ideológico simplón de quienes alientan la represión incluso al costo de violaciones de derechos humanos, como el senador Ossandón, cuando sostiene que el uso de la fuerza pública no debe ser proporcional sino superior al del particular, mensaje que se expande en las capas medias y apunta a una sociedad favorable a la vulneración de derechos fundamentales. De igual manera, el alegato de sectores de izquierda que identifican toda represión estatal con violación de esos derechos genera fisuras y debilidad en las fuerzas que deben sustentar al gobierno, restándole autoridad. Afortunadamente, este discurso pareciera ceder ante la aseveración gubernamental de que “no es comparable violar los derechos humanos con el uso legítimo de la fuerza que tiene derecho a hacer un policía«[3].
Con todo, el Gobierno parece poner énfasis en la represión, por ejemplo, al defender el uso de armas automáticas por Carabineros e incluso, sosteniendo crípticamente que “el uso proporcional de la fuerza tiene que darle una ventaja al personal policial”, en cuanto debe “usar un nivel de fuerza superior para poder reducir y controlar a quien está cometiendo el delito”[4].

Es incontestable el rol que los medios de comunicación, especialmente la televisión, cumplen en la generación de temor a ser víctima de delitos violentos, debido al tiempo que destinan a exhibir noticias sobre hechos criminales. A ello, cabe agregar el impacto de las redes sociales que transmiten masivamente la comisión de delitos violentos, para ser vistos en teléfonos móviles. Este arsenal de información caracterizado por la inmediatez y el sensacionalismo es lo opuesto a una educación ciudadana basada en datos objetivos correlacionados con los principios jurídicos que rigen la lucha contra el crimen.
Un requisito indispensable para aunar a la gran mayoría de las fuerzas políticas tras el combate efectivo al delito consiste en apartar aquellos extremos de la discusión, como lo manifiesta la titular de Interior, al advertir que “la seguridad ha sido una arena de mucha confrontación y de insuficiente colaboración«[5]. Y la premisa teórica, también necesaria para alcanzar acuerdos, consiste en que la seguridad es un derecho humano -el derecho de toda persona a vivir libre de temores- cuyo correlato es el deber general de garantía del Estado, particularmente respecto de los derechos a la vida, la integridad personal y la propiedad cuando se ven conculcados por el crimen, el cual debe ejercitarse incluso mediante la aplicación de la fuerza física.
El Ejecutivo ha advertido que el éxito de este combate no se encuentra nunca garantizado –“en materia de seguridad nadie tiene una llave mágica«[6]– pero sobre ese cimiento básico es posible acordar una política pública de largo plazo, que debiese comprender, entre otros, los siguientes planes o programas:
- Mejora sustantiva del sistema nacional de inteligencia, dotándolo de capacidad para identificar y enfrentar las organizaciones criminales, particularmente aquellas ligadas al narcotráfico, el tráfico ilícito de personas y el robo de madera, con nuevas técnicas investigativas, como la de agentes encubiertos anunciada por el Gobierno[7]. Una iniciativa aislada, pero positiva en sí misma, es la reciente creación de un centro para la prevención de homicidios y delitos violentos, bajo la autoridad de la Subsecretaría de Prevención del Delito.
- Fortalecimiento de la capacidad de la policía para enfrentar adecuadamente la flagrancia y la captura de los delincuentes, conforme a la ley, superando experiencias fracasadas como el control de identidad.
- Frenar la proliferación de armas de fuego en manos de particulares, toda vez que está comprobada la correlación directa de tal proliferación con el aumento de la criminalidad.
- En el caso de la Macrozona Sur, a los propósitos precedentes se debe agregar, necesariamente, medidas de intervención estatal, incluso con el concurso de las Fuerzas Armadas, como es el proyecto de infraestructura crítica, para enfrentar la violencia criminal contra la población civil.
- Mejorar la participación comunitaria en la prevención del delito y la recuperación de los barrios y, como lo propusiese el director ejecutivo de Paz Ciudadana, “fortalecer la educación ciudadana para el uso de la información a la que se accede a través de medios de comunicación y redes sociales”[8].

Es alentador constatar el augurio de un acuerdo nacional por la seguridad al que concurran todas las fuerzas políticas representadas en el Congreso, que responde a una exigencia ciudadana. Al asumir su cargo, el nuevo presidente de la Cámara de Diputados señaló que “necesitamos un acuerdo de izquierda a derecha por la seguridad y el combate al crimen organizado«[9]. Y es aún más estimulante que el Gobierno, en ejercicio de su indelegable función política, esté cumpliendo un cronograma para alcanzar ese acuerdo nacional, que incluya también a gobernadores y alcaldes.
Con todo, es necesario reiterar que, tanto la lucha contra el delito como la mantención del orden público, no se pueden abordar a costa del respeto a los derechos humanos, aberración que late tras ese llamativo enunciado de una aplicación de la fuerza pública que no atienda al principio ius cogensde proporcionalidad,que condiciona el ejercicio de la legítima defensa personal o de terceros. Estos conceptos se encuentran claramente reglados en los “Principios básicos de la ONU sobre el empleo de la fuerza y de armas de fuego por los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley”, cuyo artículo 9 establece que ellos «no emplearán armas de fuego contra las personas salvo en defensa propia o de otras personas, en caso de peligro inminente de muerte o lesiones graves, o con el propósito de evitar la comisión de un delito particularmente grave que entrañe una seria amenaza para la vida, o con el objeto de detener a una persona que represente ese peligro y oponga resistencia a su autoridad, o para impedir su fuga, y sólo en caso de que resulten insuficientes medidas menos extremas para lograr dichos objetivos”, agregando que “sólo se podrá hacer uso intencional de armas letales cuando sea estrictamente inevitable para proteger una vida”.
En tal sentido, otorga tranquilidad la precisión con que la ministra del Interior considera que es una violación de derechos humanos “pasar por encima de esa proporcionalidad (…) usar armas que no son necesarias y que causan un daño infundado a alguien que está ejerciendo un derecho legítimo, como pasó muchas veces en el estallido”, conceptos que han sido ratificados por el Presidente Boric, en la Escuela de Oficiales de Carabineros[10].

Por último, las reiteradas manifestaciones de respaldo a Carabineros, por parte de las autoridades, necesarias para que pueda cumplir su función preventiva y represiva, no permiten, sin embargo, rehuir la complejidad y profundidad de la crisis no superada de esa institución.

En efecto, al espíritu corporativo de impunidad que se arrastra desde la dictadura y que recrudeció con ocasión de las violaciones de derechos humanos durante el estallido social, se han sumado, en democracia, la habituación a una indebida autonomía respecto de la autoridad civil, falencias en la formación de los cuadros, una extendida politización que incluye a familias y alguaciles y, por cierto, graves casos de corrupción que afectaron al alto mando. Solo debido a la precaria correlación de fuerzas parlamentaria, reforzada por los resultados del plebiscito constitucional, los partidos de gobierno sustituyeron la idea de una “refundación” por la de una “reforma profunda”, cuya prioridad y urgencia no ceden.
[1] Ministra del Interior, entrevista a Radio Duna, 26.10.2022
[2] Ministra de SEGEGOB, Emol, 06.11.2022
[3] Ministra del Interior, entrevista a Radio Duna, 26.10.2022
[4] Subsecretario del Interior, Emol, 24.10. 2022
[5] Ministra del Interior, Emol, 02.11.22
[6] Ibid.
[7] Subsecretario del Interior, La 3ª, 28.10.2022
[8] La 3ª, 27.20.2022, Daniel Johnson, director ejecutivo de Paz Ciudadana.
[9] Emol. 08.11.2022
[10] Emol, 09.11.2022.