Me habría gustado no escribir nuevamente sobre la situación en Gaza. En enero del 2024, cuando solo habían transcurrido meses del atentado terrorista de Hamas que le costó la vida a más de 1.200 jóvenes israelíes y dejó un saldo de más de 200 civiles secuestrados, e Israel ya había iniciado su guerra de defensa provocando la muerte de más de 20.000 palestinos (la mitad de ellos, al menos, mujeres y niños), escribí lo siguiente: “se trata de una confrontación que, desde la mirada de sus actuales liderazgos, no tiene solución excepto la aniquilación del “otro”, del “enemigo”. Lamentablemente, cuando ya ha pasado más de un año desde aquella triste conclusión, nada ha cambiado, sino que, por el contrario, todo es peor.
¿Qué es peor? Todo. Lo imaginable y lo inimaginable, lo medible y lo inconmensurable. Lo íntimo y lo público. Lo tolerable y lo inaceptable. Lo que en un inicio se planteaba como una guerra justa –fundada en el legítimo derecho de una nación a su defensa- se ha transformado en una gigantesca operación de exterminio al pueblo gazatí. Ya se está llegando a 55.000 palestinos asesinados, entre ellos casi 15.000 niños y un número algo menor de mujeres. La infraestructura en Gaza ha sido destruida prácticamente en su totalidad. Fuentes internacionales estiman que más del 70% de edificios y viviendas ha sido afectados por los bombardeos israelíes, del mismo modo que prácticamente todos los hospitales (más del 80%), han quedado inutilizados. Se estima que la destrucción del país representa el 97% del P.I.B. de Gaza y Cisjordania juntas.

El sistema de agua potable y aguas servidas ha sido bloqueado y restringido al 5%, mientras que la energía eléctrica es inexistente. En este territorio sobreviven alrededor de dos millones de personas, distribuidos en más o menos 365 kms. cuadrados, el 1,6% de la superficie de Israel. No tienen escapatoria, están cercados. Si logran salir, ya no los dejan volver. Más de alguien ha definido esto como “un campo de concentración a cielo abierto”. Un millón de personas se han quedado sin sus casas y viven en campamentos instalados sobre las ruinas o en lugares donde han sido desplazados, lo que se transforma en un hecho casi cotidiano. No hay escuelas funcionando, las carreteras ya no existen. La imagen descrita y la que se observa en los medios audiovisuales son apocalípticas. Recuerdan esas películas distópicas donde el mundo y la humanidad desaparecen frente a nuestros ojos. Pienso en novelas como La carretera de Cormack Mac Carthy o El país de las últimas cosas, de Paul Auster, autores que imaginan territorios donde todo aquello que nos hace humanos –la compasión frente al prójimo, el respeto esencial a la vida- ha desaparecido.

Hubo un acto desencadenante de este infierno: el ataque terrorista de Hamas en que asesinaron aproximadamente a 1.200 israelitas y secuestraron a otros 200. Fue una acción criminal y repudiada por una gran mayoría en todas partes del mundo. La represalia parecía un acto legítimo. Más de dos años después, pareciera que hay algo que no cierra. La desproporción entre el castigo, especialmente a la población civil, y el daño que se pretende reparar como justicia, no es congruente. Hubo 1.400 civiles asesinados y se ha tomado represalias contra casi 55.000, la mayoría civiles, niños y mujeres. Se ha bombardeado con armamento de última generación prácticamente sin tregua, se ha arrasado con el territorio, se ha sometido durante meses a la población gazatí a vivir en condiciones de hambre. A primera vista, no parece razonable, ni siquiera en la supuesta lógica racional de una guerra. Israel posee el ejército más fuerte de oriente medio: aproximadamente 170.000 soldados y 465.000 reservistas; 1.600 tanques; 600 aviones de combate de fabricación norteamericana; drones; un sistema ante misiles de corto y largo alcance, conocido como la cúpula de hierro que hace a su territorio casi inexpugnable para los cohetes palestinos, que básicamente son artesanales; posee bombas de precisión guiadas por Gps y, aunque no se declara oficialmente, se asume que tiene capacidad nuclear. ¿Todo ese poderío no puede controlar una milicia de entre 25 y 40 mil combatientes, que no posee defensas antiaéreas, ni drones, ni carros de combate, y que en décadas apenas puede registrar unos pocos actos de guerra exitosos? ¿Necesita castigar Israel a toda la población palestina para derrotar a Hamas?

Todas estas preguntas hoy son más necesarias que nunca, porque la evidencia de la masacre de la población civil de Gaza en manos del ejército israelí pareciera indicar que existen otros propósitos en esta guerra. Y me temo que esos propósitos poco o nada tienen que ver con la “legítima defensa” sino que con el objetivo geopolítico de hacer completamente inviable -por exterminio físico, económico y político- una solución pactada al conflicto de medio oriente que, en primera instancia, sería hacer realidad la constitución de dos estados independientes, uno judío y otro palestino. Por eso esta guerra no se ha jugado solo en Gaza. También Cisjordania ha sido atacada y se profundiza la ocupación israelí y la anexión de territorios palestinos. Posiblemente el sueño de Trump de convertir Gaza en un paraíso de los resorts del tipo Mar-a-lago le hace sentido a muchos de quienes forman parte hoy del liderazgo israelí: lograr convivir con una palestina sin palestinos e inventar un gigantesco negocio inmobiliario.
Alguien podría pensar que el escenario que he descrito está manipulado por el mundo de las fake news, o que me he puesto del lado de Hamas y el terrorismo, o que alimento un profundo sentimiento antisemita. Pero no es así. No he defendido nunca la estrategia político militar del islamismo radical, incluido Hamas. Repudié públicamente el atentado del 7 de octubre contra Israel y creo que los fanatismos religiosos (incluidos entre ellos algunos fanatismos laicos) que desarrollan estados donde no es posible distinguir el mundo civil del eclesial, son y han sido históricamente un peligro para la humanidad. Esta guerra no se ha resuelto en 70 años, entre otras cosas y de modo muy importante, porque tiene fundamentos religiosos. Eso hace difícil cualquier acuerdo o solución política al conflicto porque este, como dijo Netanyahu, es de carácter existencial: ellos o nosotros. Lo mismo que dice Hamas: un solo pueblo hasta el mar.
La comunidad internacional está convocada a dejar de ser espectadora de esta masacre donde se enfrentan dos fuerzas desiguales. Mis amigos judíos, como muchos que conozco y otros que sé no respaldan la política de exterminio, deberían manifestarse, a pesar de lo difícil que debe ser mirar los dolores y agravios recibidos sin miedo o rabia. Y mis amigos pro palestinos, que hace años bregan por una solución justa para Cisjordania y Gaza y sus millones de expropiados, exiliados y desplazados, también deberían manifestarse contra las políticas terroristas e intolerantes de los grupos radicalizados. Y nosotros, desde este lugarcito en que vivimos, debiéramos ejercer una mirada todo lo ecuánime posible para contribuir a que dos pueblos maravillosos –el judío y el palestino- puedan poner fin a sus querellas que ya se acercan a completar, como diría García Márquez, cien años de soledad. Y yo agregaría, de tremendos dolores e injusticias.