Dictadura o democracia: ¿el dilema de Chile?

por Antonio Ostornol

Hace un mes atrás, en uno de esos chats familiares donde para preservar en parte el cariño se veta la discusión política porque muy rápidamente se pasa de castaño a castaño oscuro, experimentamos un pequeño incidente. Uno de los miembros del chat publicó un artículo de un señor llamado Gonzalo Ibáñez Santamaría, militante de la UDI, ex funcionario del régimen militar, parlamentario electo en la posdictadura por dos períodos, académico, abogado. Ciertamente, el artículo titulado “La dictadura, hoy, en Chile”, publicado en el semanario País digital, generó la polémica. ¿Por qué será?

Este pequeño incidente, a mi juicio, pone en evidencia algunos de los problemas complejos que se generan a partir de la extrema polarización política, la preeminencia de la confrontación por sobre el diálogo, el distanciamiento de la verdad para afirmar determinada creencia, la valoración por la respuesta emocional más que racional, todos procesos que han transformado el escenario político nacional e internacional en un territorio donde la democracia y lo democrático tiene cada vez menos espacio. Por eso creo que hacer una pequeña autopsia de este incidente (de verdad, muy menor) vale la pena.

¿Qué dice el artículo del señor Ibáñez? El autor comienza con una aseveración que, a lo menos, debiera ser fundada y no expresada bajo la forma de una verdad en piedra. Dice lo siguiente: “Se nos ha repetido hasta la saciedad que el gobierno militar entre 1973 y 1990 fue una “dictadura” donde los chilenos no gozábamos de las libertades básicas y nos veíamos entregados a un gobierno arbitrario y despótico que se solazaba violentando los derechos humanos de unos y de otros. En cambio, que, a partir de 1990, recuperamos para nuestro país la democracia como un régimen de libertades, de respeto a los derechos humanos y en el cual los gobernantes están sujetos a la voluntad popular”. Dos afirmaciones que, por la disposición en el discurso, aparecen como contrapuestas y, de hecho, el argumento de fondo se articula para refutar la primera y desmentir la segunda. Vamos por partes.

¿Entre 1973 y 1990, los chilenos gozábamos de las libertades básicas? Cuesta imaginar en qué libertades estaría pensando el señor Ibáñez. Solo para recordar: no había parlamento, habían sido disueltas ambas cámaras, diputados y senadores. Los partidos políticos también fueron disueltos y su funcionamiento prohibido hasta 1987 (eso suma 14 años de los 17 que duró el régimen de Pinochet, o sea, el 82% del tiempo, por si Ibáñez no sacó la cuenta); no había libertad de prensa, hubo diarios lisa y llanamente prohibidos y se instaló la censura, es decir, el gobierno podía discrecionalmente prohibir la edición, impresión y distribución de cualquier texto escrito en Chile. Inmediatamente después del golpe de estado, sólo quedaron funcionando los diarios de derecha. Y luego, con mucha dificultad, surgieron algunos diarios y revistas de oposición que debían enfrentar regularmente la censura; los canales de televisión que no respondían al régimen fueron cerrados y luego, los que siguieron funcionando, también estaban sujetos a la censura; uno podría suponer que la libertad de movimiento es una de las libertades básicas a las que se refiere el señor Ibáñez, aunque no queda claro qué entiende exactamente, ya que, por si alguien se ha olvidado, vivimos más de una década bajo toque de queda, y hubo varios miles de chilenos a los que se les les impidió vivir en Chile; en fin, a esto debiera sumársele que tampoco había libertad de opinión o de pensamiento, porque si uno los hacía público y no les gustaba en el gobierno, podía terminar preso. Como no quiero ser prejuicioso, y dado que a partir del año 1974 el señor Ibáñez fue parte del gobierno militar, asumo que él compartía el ideario del régimen y nunca tuvo dificultades para hacer uso de sus libertades, lo que no significa que en Chile las libertades básicas estuvieran resguardadas.

En la tesis inicial, hay una segunda aseveración: que se le imputa al régimen militar haber violado los derechos humanos “de unos y otros” y esto no sería así. El tono irónico del texto pone de manifiesto lo hipotético de esa realidad. Creo que aquí el señor Ibáñez debiera ser más preciso y explicar qué quiere significar cuando dice que “Durante el gobierno militar hubo abusos de poder, pero la línea gruesa de su cometido fue por el respeto de las libertades personales y por el reforzamiento de una seguridad ciudadana que nos permitió a todos desarrollar nuestras vidas, ejercer nuestros trabajos y profesiones, formar nuestras familias y progresar como nunca antes se había progresado en la historia de Chile”. Si seguimos su línea argumental, el funcionamiento en Chile de varias decenas de centros clandestinos de detención y tortura constituirían lo que él llama eufemísticamente “abusos de poder”. Esas decenas de lugares se financiaban con el presupuesto de la nación, eran aprobados por altas autoridades militares y de gobierno, usaban bienes fiscales, etc. Todo esto durante diecisiete años. ¿Es eso un abuso o una política de estado? Ibáñez cree que fueron abusos y que, si extremamos su argumento, fue lamentable que estos abusos implicaran la desaparición forzada de más de mil chilenos, la muerte (no en combate sino a mansalva) de aproximadamente tres mil, y algunas decenas de miles de chilenos detenidos arbitrariamente y sometidos a las torturas más despiadadas diseñadas en los manuales de contrainsurgencia con que se formaban algunos oficiales chilenos. 

Debo suponer que, para el señor Ibáñez, los varios cientos de militares que sirvieron en los organismos de represión política que han sido condenados por los tribunales chilenos, incluida la Corte Suprema, lo son producto de estos “abusos”. Si es así, “los cientos de abusadores del poder” que actuaban bajo un régimen que se ufanaba de saberlo todo (¿se acuerdan? En este país no se mueve ni una hoja sin que yo lo sepa.) pondría de manifiesto la ceguera e indolencia de sus mandos y de los múltiples ministros civiles o militares que hubo, o sencillamente todos fueron cómplices de dichos abusos, ya sea que los promovieran y alentaran, o simplemente se hicieran los suecos (con respeto por los suecos). ¿Qué opina el señor Ibáñez, él fue promotor o “sueco”? No lo sabemos porque su artículo es breve y no analiza hechos. Y debo decir que, si hubo militares que supieron de estos “abusos” y no dijeron nada, los entiendo: las consecuencias de denunciarlos u oponerse a los mismo, podía haberles traído consecuencias muy graves para ellos. Lo de los civiles es más difícil de entender porque, en último término, podrían haber vuelto a sus actividades privadas, abandonar la política, no fundar ni pertenecer a ningún partido ni formar algún diario independiente, y de esa forma habrían disfrutado de sus libertades básicas. Por supuesto, las violaciones a los derechos humanos no fueron abusos (lo demuestra su sistematicidad, tolerancia y auspicio desde niveles superiores de autoridad durante la dictadura).

Entonces, cuando el señor Ibáñez contrapone lo ocurrido durante el régimen militar a lo que ha pasado desde 1990 a la fecha, el argumento se le desmorona completamente. En un país donde ha habido elecciones regulares y alternancia en el poder durante más de 30 años seguidos, donde existen más de 20 partidos políticos oficiales, donde los medios de prensa son libres y no hay censura gubernamental, donde existe libertad de opinión y manifestación, incluso en las calles, donde todos los chilenos pueden vivir en su territorio, donde la justicia es independiente de los otros poderes del estado, en fin, un país que tiene un ordenamiento político jurídico lo más parecido a la democracia, incluso un país donde Ibáñez puede publicar su artículo, sería, según él, uno en que “por la vía denominada democracia hemos llegado a una atroz dictadura que se ensaña sin piedad con chilenas y chilenos; jóvenes, adultos o ancianos”.  No quiero desnaturalizar el razonamiento de Ibáñez. Él tiene una lógica que lo lleva a esta conclusión y eso está definido por la crisis de seguridad que vivimos. Dice en su artículo que “por la impericia de sucesivos gobiernos, el crecimiento se ha estancado y el orden público se ha debilitado de tal manera que la delincuencia campea con entera libertad por todo el territorio nacional”. Esto le permite concluir que “Quienes ahora detentan el poder político son incapaces de ejercerlo con un mínimo de prudencia. Por eso, hemos vuelto a un escenario como el de 1973 antes del 11 de septiembre”. 

Como se dice coloquialmente, Ibáñez se pasó unos cuántos pueblos en su análisis. La crisis de seguridad es un tema muy serio y muy complejo, que se viene desplegando en Chile desde hace una década más o menos, que se ha desarrollado bajo gobiernos de signo contrario, impulsada fuertemente por fenómenos muy específicos como la globalización del crimen organizado producto de la globalización de la economía mundial, la pandemia del covid que estresó al estado frente a una emergencia de vida o muerte para miles de personas, conflictos sociales que derivaron en momentos de profunda crisis social, como el estallido, provocados en buena medida por las muy serias limitaciones del estado para garantizar la inclusión social, junto a un abandono histórico de la modernización de las policías, que quedaron desfasadas respecto a la evolución de los delincuentes. Derivar de esta realidad que el estado está perdiendo la batalla contra la delincuencia por la impericia de sus gobernantes, no tiene ningún sustento. En Chile, producto de un acuerdo político de gran envergadura, en estos últimos años se han aprobado una cantidad de leyes que fortalecen el combate contra el crimen organizado y valoran las policías, como no se había hecho antes. Un hito de este proceso fue la aprobación y promulgación del Ministerio de Seguridad. 

Lamentablemente, Ibáñez hace de un problema nacional –que no nace de nuestra democracia- una bandera política pequeña. Chile enfrenta un problema serio, pero en la medida que se enfrente con la mirada de este señor, disminuye nuestra posibilidad de salir victoriosos. Asumir la complejidad de este problema y la necesidad de construir una respuesta común, es el desafío para todos los chilenos. Hacer la política chica, es el camino del verdadero desastre.

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