Los resultados de la elección del domingo han sido aliviadores: al parecer, las dos derrotas previas de las sensibilidades de izquierda (primer plebiscito de salida y elección de consejeros), ambas contundentes, no fueron necesariamente la expresión de un retrógrado regreso al conservadurismo más profundo de nuestra sociedad. La contundencia que ayer parecía favorecer a la derecha, hoy parece inclinarse nuevamente hacia la izquierda. Respiramos aliviados. Sin embargo, como los ciegos, aunque estemos contentos, seguimos caminando en la cornisa de lo desconocido: intuyo que apenas vislumbramos lo que mueve a millones de chilenos a votar en uno u otro sentido.
Creo en la política y en la democracia. Hasta ahora, me parece, que es el mejor camino que permite contener y hacer productiva una innegable tendencia de las sociedades humanas al conflicto social y la violencia. La apertura del proceso constitucional en noviembre de 2019 fue el respiro in extremis de la política frente a una situación de crisis social evidente, marcada por la expresión desbordada de un malestar ciudadano muy difícil de comprender. La violencia indignada, esa manifestación de rabia pura y dura, y la frustración transformada en agresión autodestructiva que caracterizaron al estallido social, hasta hoy han sido pobremente explicadas por quienes han hecho de la comprensión del hecho social su objeto de estudio y reflexión. Si bien el acuerdo para convocar a una Convención constitucional permitió comenzar a desactivar la violencia irracional e inconducente en que estábamos sumidos (digo comenzó porque el resto lo hizo la pandemia), no fue seguido de un diálogo que abriera el camino a una comprensión común.
Desde ahí nace la ceguera. Su primera expresión dramática fue todo el proceso que vivió la Convención constitucional, asumiendo desde su propio delirio el imperativo de “refundar” el país y sus instituciones, porque aquello respondería a la voluntad de las mayorías. Ese período, para muchos, se vivía como una borrachera neorrevolucionaria arrancada de los albores del siglo XX. El aterrizaje a la realidad fue brutal: el 62% del mayor electorado de la historia del país rechazó la propuesta. Baño de realidad, hízose la luz: la mayoría del país no quería esa refundación del país. El fracaso de este proceso tuvo responsables con nombre y apellido, y no me refiero a personas, sino a sectores políticos. ¿Quiénes habrían podido generar mayorías suficientes para ofrecer al país una propuesta de consenso? Básicamente, los independientes asociados al mundo social y al progresismo, el partido Comunista y el Frente Amplio. Y, por supuesto, la menguada representación de la derecha. Se impuso la idea de conformar una mayoría “sin la derecha” para escribir un texto que satisfacía principalmente la mirada de un vector de la sociedad: la perspectiva más radicalmente de izquierda. Quienes optaron por esta estrategia estuvieron ciegos o “medio” vieron la realidad. Sus ganas, su voluntarismo, su hálito dramático y romántico, se sobrepusieron a la realidad.
La clase política chilena pareció recibir el recado popular con humildad y se aplicó a reflotar el debate constitucional desde un punto de partida más modesto. De ahí nació el acuerdo parlamentario para reiniciar un nuevo proceso, el que acaba de terminar con la elección del domingo. Claves en este acuerdo fueron los sectores que se suponían habían aprendido todas las lecciones: las del estallido (reivindicar los derechos sociales) y las de la frustrada Convención (no proponer textos maximalistas). ¿Quiénes fueron claves en esta conversación? Los viejos articuladores de la política de los acuerdos, o sea, la derecha más institucional o centro derecha, como se autodefinen, y la vieja Concertación, acompañada de un Frente Amplio que intentaba salir de la ceguera y asumir el pragmatismo al que obliga ser gobierno. La mesa estaba servida nuevamente: hubo mínimos acordados, texto de consenso al que concurrió todo el espectro político chileno, mecanismos que favorecían la conservación de los acuerdos básicos. Pero nuevamente la clase política chilena fue obnubilada por su ceguera.
Así como la izquierda creyó que el estallido social la ponía en la antesala de la transformación revolucionaria, con el 62% que rechazó el primer proyecto de constitución, la derecha pensó que, de verdad, estaban en la antesala de la restauración conservadora. Leyeron mal. Aunque la sociedad chilena hubiese elegido una mayoría de derecha en el Consejo a cargo de la redacción final de la propuesta constitucional, no lo había hecho porque quisiera vivir en una sociedad conservadora que volviera a poner en duda cambios sociales progresistas ya instalados (libertad de la mujer, respeto a las minorías, garantía a los derechos sociales). Sabemos que el factor “republicanos” fue clave. La vieja alianza de la derecha, la tradicional, se equivocó: quizás por miedo a que el partido Republicano le siguiera “comiendo la color”, decidió “llevarle las de abajo”. Y en vez de conducir la discusión constitucional hacia un entendimiento con la izquierda, prefirió la conformación de un bloque junto a la derecha más radical para imponer su mirada. Y, al igual que hace un año atrás, el aterrizaje a la realidad fue brutal: más del 55% de un electorado semejante al anterior, rechazó su propuesta. De vuelta a fojas cero.
Este fracaso también tiene nombre y apellido. Probablemente, no sean los republicanos los principales, sino los otros partidos de derecha que se rindieron desde los inicios al prurito restaurador de los republicanos. O sea, y como le gusta decir a los economistas, raya para la suma: cuatro años y, constitucionalmente hablando, no hemos avanzado nada, estamos en el mismo lugar que, dicho sea de paso, tan malo no estaba.
Entonces, ¿qué pasó realmente? ¿Por qué se rechazaron ambas propuestas, la radical de izquierda y la radical de derecha? ¿Qué explica el fracaso evidente del sistema político? Por supuesto, no tengo la respuesta. Creo que estos procesos fracasados han abierto un territorio desconocido para la política chilena. Frente a ellos, con modestia, todo el mundo debiera revisar sus convicciones y creencias. Es lo que me gustaría ver en los liderazgos del país. Lo que me agobia es que, si yo estoy bastante perdido, quienes tienen la representación ciudadana y se han dedicado profesionalmente al tema público, o sea, todos aquellos que conforman el sistema de representación política y social chileno (dirigentes de partido, parlamentarios, líderes sociales), y como tales tienen capacidad de incidir más eficazmente en la realidad del país, parecieran estarlo más. Me da la impresión de que estuvieran cegados por sus ideologías o su ansiedad de poder. Cuando se mira la realidad desde más lejos, incluido este inédito doble fracaso constitucional, resulta muy evidente que hay una lógica autodestructiva en el sistema político chileno. La incapacidad de llegar a acuerdos por defender a trocha y mocha los postulados identitarios de lado y lado, y resolver los problemas graves del país, nos tienen completamente estancados. Me imagino, a veces, el sistema político como un lugar donde hay adicción al conflicto. Y como los drogadictos -que saben que el consumo les hace daño, pero no saben cómo abstenerse-, los líderes de nuestro sistema político parecieran saber que el espíritu confrontacional nos y los daña, pero no saben cómo abstenerse. Desde la ceguera, imposible avanzar.
Entre todas las cosas que se han dicho en estos días, me ha hecho mucho sentido el comentario de Alfredo Joignant en el diario El País que, creo, podría ser un camino de reflexión colectiva: “Desde el punto de vista de lo que significa […] redactar una nueva Constitución, este largo proceso chileno de fábrica constitucional enseña que, cuando se trata de escribir en conjunto las reglas del juego, es condición sine qua non hacerlo a partir de una predisposición honesta a concordar, en la que no se introduzcan elementos identitarios o programáticos que desvirtúan la posibilidad de llegar a un acuerdo. En ninguno de los dos procesos estuvo presente esa predisposición desinteresada y ecuánime”. Y me gustaría quedarme con su conclusión final que, a lo menos, sugiere una luz de esperanza: “La farra política chilena fue enorme: ahora viene la resaca. Tal vez este sea un punto de inflexión para derrotar la polarización que invade a las elites e impide introducir reformas sobre el sistema de pensiones, salud y, sobre todo, sobre el sistema político: lloran las reformas electorales que supongan la drástica reducción del número de partidos e incentiven la cooperación”.
Sin embargo, no logro ser tan optimista: me parece que la política chilena se mueve al borde de un abismo (y ojo, ya lo hicimos una vez en los setenta) y está muy ciega respecto al terreno que está pisando. Mientras no tome conciencia plena de esta realidad, nada cambiará demasiado. Ojalá me equivoque.
2 comments
Pienso que ya no soporta el colectivo, la gente, el pueblo, es a las elites. Se ve como se enriquecen, como hacen chanchullos descomunales mientras la gallada se empobrece en sus derechos básicos. Hechos y no palabras, acceso a la salud, a la vivienda, a una buena educación accesible para todos; que el mérito sea la medida de para todos, que se acaben los pitutos y sus etcéteras.
Recién tuve oportunidad de discutir en Chile algunos puntos de la última, fracasada propuesta constitucional. Me di cuenta que quizás por razones puramente ideológicos algunos rechazando aquella propuesta ni siquiera la estudiaron. Entonces ¿de que acuerdos y conocrdias podemos hablar? Piendo que en Chile se ha echo casi nada para superar sentimientos de odio, independientamente de las baderas y colores que representan…