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La puerta es discreta como la de una botica de barrio.
No hay un número visible y tampoco una campana.
Se abre tarde y no tiene un portero de uniforme.
Recibe a las musas de pintores y escritores.
A un grupo de viejos anarquistas.
A los vecinos de una burguesía decadente.
A los marinos de un barco que naufragó hace años.
También recibe a los hombres sin dios ni ley.
Por cierto, hay que ingresar con un santo y seña.