Pero los tiempos han cambiado, el país también. Y Torres está asustado. Angustiado, constata que no puede conectar los puntos, como dicen los sicólogos, no están todas las piezas del rompecabezas. Inclusión, paridad, dignidad. La amenaza se huele en el aire.
Poco después del pronunciamiento militar, como decían las nuevas autoridades de gobierno, el general Omar Torres había tomado un helicóptero del ejército con su ayudante, y se había trasladado a la Escuela de Ingenieros Militares de Tejas Verdes. Era una tarde de invierno, fría y gris. Se encontró allí con el coronel Barros, a quien le pidió visitar los calabozos. El coronel se resistió en un comienzo, pero, finalmente, debió ceder a los deseos de su superior. Torres se encontró con hombres que estaban tendidos boca abajo en el suelo, muchos desnudos y amarrados, algunos colgados de los brazos y con sus cuerpos amoratados en el aire. Era obvio que se encontraban en muy malas condiciones, y habían sido brutalmente torturados.
A su regreso a Santiago no pronunció palabra y tenía la mirada perdida en un punto indefinido. Poco después, destacados abogados de derechos humanos del país y de organismos internacionales le solicitaron diversas entrevistas. Llegaron a su casa, ansiosos, con la urgencia de hablar con él. Le contaron que uniformados de las fuerzas armadas, también del ejército, eran autores de innumerables torturas, desapariciones. Muchas a diario, en total impunidad, que seguro él ya lo sabía o debía saberlo. Le hablaron del exilio de miles de compatriotas que se habían ido con lo puesto o muy poco. Algunos sin despedirse siquiera de la familia y los amigos. Con la tortura fresca en la piel y la memoria. Con la prohibición de regresar. Afuera, no importaba dónde, pese al tiempo transcurrido, muchos se habían negado a comprar un automóvil o una propiedad. A lo más un par de muebles, libros o plantas. En sus hogares, algunos afiches de Violeta o Neruda, unos cacharros de greda, un poncho, unos pajaritos de mimbre de Chiloé. Otros no quisieron aprender el idioma del país que los había acogido. La vida marcada por la transitoriedad, que nadie se tiente con planes a largo plazo. Los menos se atrevieron a hacer amistades, enamorarse, incluso tener hijos. El futuro sólo era posible soñarlo en tierra chilena. Ahí estaba la maleta hecha, cerquita de la puerta y del alma, porque uno nunca sabe y un día cualquiera, de repente, se levanta la prohibición de ingreso. Le hablaron de los relegados, los secuestrados, los desertores, los clandestinos, los colaboradores y los conversos. La prensa censurada, amordazada. Le dijeron que él parecía ser un hombre de bien, que creía en el estado de derecho, y le rogaron que actuara para impedir que continuaran estos actos de barbarie. El general les advirtió que no creía en sus versiones, que se trataba de un montón de mentiras para desacreditar al gobierno ante la comunidad internacional, que eran puras calumnias, campañas de la prensa extranjera, de los chilenos de la izquierda marxista, fanática y amargada, coludida con los corresponsales extranjeros ingenuos que avivaban la cueca. En la última reunión, sin embargo, se comprometió a ver qué podía hacer y, si ameritaba, pediría una investigación. Con el correr de los días, el general lo pensó mejor y decidió no hacer nada. Ya tenía suficientes problemas. Le había costado mucho llegar a su actual posición y no echaría todo por la borda por un puñado de extremistas con teorías sospechosas. Te creo, no te creo. Desde el comienzo de su carrera, había sentido la vocación de soldado en los huesos. La historia lo había colocado en un sitio de privilegio que lo llamaba a sumarse a la gloriosa tarea de la reconstrucción nacional, iniciada con el pronunciamiento militar. Podía dar cuenta de una carrera sembrada de satisfacciones, ascensos, condecoraciones, reconocimientos varios. Tenía una hoja de vida intachable. No era un secreto para nadie que, con la recuperación de la democracia, su máxima aspiración era convertirse en el primer comandante en jefe del ejército de la transición. Para ello se había preparado en forma rigurosa, con la mente puesta en su futuro, el bienestar de su familia y la prosperidad de la patria. Los méritos estaban a la vista. Tenía un título académico en ciencias militares y una maestría en ciencias políticas en una universidad canadiense. Incluso, se había dedicado durante un par de años a la docencia en la Academia de Guerra en Santiago. Se le consideraba un intelectual, dominaba el francés e inglés.
Convencido de que el reencuentro entre los chilenos era posible, aseguró que se había propuesto eliminar el uso de un lenguaje confrontacional que no correspondía a los nuevos tiempos. El ejército ya había anticipado que haría su parte, que entregaría la información disponible a los jueces que instruían las primeras causas respecto a violaciones a los derechos humanos y cada una de las instituciones involucradas. Cierto, el Golpe había remecido los cimientos del país. Lo había cambiado para siempre, para bien o para mal. En eso había acuerdo. Sin embargo, en los años siguientes las cosas no se le darían fácil a Torres. Durante décadas sufriría de largas noches de insomnio. Y cuando lograba dormir soñaba con miles de cadáveres amontonados a los pies de su cama, a los costados, en la cabecera, entre las sábanas, en la tina de baño, colgados en el closet. Ellos, los muertos le hablaron de sus propias pesadillas. Escuchó sus alaridos y sintió la sangre tibia pegada a la yema de sus dedos. Sintió el olor de la carne chamuscada de los quemados vivos, vio los cuerpos desnudos y sedados de los arrojados al mar, sus cuerpos lacerados y atados con rieles de ferrocarril para que no subieran a la superficie, los enterrados en ese desierto, silenciado, mudo. Se acercó a los hornos de cal que ocultaron durante años a quince campesinos, a los hacinados en las fosas comunes, los que partieron y nunca regresaron, con sus sueños abortados para siempre. Incluso había soñado su propio funeral. Ante cientos de asistentes un muchacho desquiciado había escupido sobre su féretro y él, sin poder defenderse ante la mirada atónita del país y el mundo. La humillación profunda, la ingratitud infinita. El sueldo de Chile. Apruebo o rechazo.
A los setenta años, Torres añora recobrar la paz, reanudar aquellos sueños plácidos que lo regresaban a su infancia, a las risas de los vecinos de su barrio en Ñuñoa, la frescura de la sombra de esos árboles robustos de su patio, el viento que mecía las ramas con sus naranjas hinchadas de sol. Su juventud como cadete de la Escuela Militar cuando tenía el futuro a sus pies, ordenado, brillante, como la espada que lustraba todas las noches, como las medallas que esperaba lucir algún día sobre su pecho. Durante la época de estudiante, los fines de semana en la casa familiar, los arrumacos de la madre viuda, sus teleseries, el calor de hogar, las comidas sabrosas, la tradicional cazuela, el pastel de choclo. Pero los tiempos han cambiado, el país también. Y Torres está asustado. Angustiado, constata que no puede conectar los puntos, como dicen los sicólogos, no están todas las piezas del rompecabezas. Y otras no las conoce. Inclusión, paridad, dignidad. La amenaza se huele en el aire. Faltó orden y mano dura, los chilenos divididos como nunca entre el amor y el odio, quedan sólo unos días, hagan sus apuestas, el mundo nos mira. Rechazar para reformar. Aprobar para lo anterior. Amarillos y merluzos, ahora es cuando. Te creo, no te creo. Torres cierra los ojos, imagina un gran vaso de leche colmado hasta el borde. Necesitamos un nuevo texto con amor, el borrador no sirve, la vieja Constitución tampoco. Cambia todo cambia. Los ruidos del barrio, los niños jugando una pichanga. Los aromos irrumpen como un tornado amarillo irreverente, que bordea las veredas de todo el vecindario. Atrás, en el patio la ropa recién lavada se mece desde unas cuerdas de plástico, como notas musicales de un pentagrama. La amnesia avanza como una marea blanca que le lame los talones, una telaraña tupida y viscosa envuelve su cerebro. Intenta comprender. Apruebo o rechazo.