“El infinito en un junco”: amor a los libros, amor a la vida

por Tomás Vio Alliende

El ensayo de la escritora española, Irene Vallejo, es un inspirado homenaje a la literatura.

Debo reconocer que cuando vi por primera vez “El infinito en un junco” (2019) en librerías pensé, por la portada, que se trataba de un libro de autoayuda o de botánica.  La ilustración muy sutil de un junco florecido sobre un fondo café claro me despistó completamente. También reconozco hidalgamente mi ignorancia porque uno muchas veces se queda con la tapa, lo primero que se ve en las cosas y las personas. Afortunadamente, los libros hablan por sí solos y también su autora, Irene Vallejo, una destacada filóloga y escritora española que hace poco estuvo en Chile. El asunto es que cuando llegó a mis manos “El infinito en un junco”, se me abrió el mundo de par en par, fue como el desprendimiento de una luz brillante que se posó sobre mis ojos para aterrizar en el mundo de Vallejo, en un ensayo de más de cuatrocientas páginas sobre la historia de los libros y las bibliotecas. La pasión y devoción con la escribe la autora me cautivó de inmediato. Entendí lo del junco como el origen del papiro en Egipto, el inicio del papel, el traslado de la escritura a través del tiempo; la historia detrás de la historia con la biblioteca de Alejandría, Alejandro Magno, el avance de los griegos y después de los romanos. 

Como decidí confesar mi ignorancia desde un principio en este artículo, confieso también que soy un lector frecuente de cuentos, novelas cortas, relatos breves. Es muy raro que lea libros de más de trescientas páginas. Me aburren. Con esta obra asumí un desafío por su larga extensión. Sin embargo, fue tanto el entusiasmo que no me importó cargar con este pesado ensayo por todas partes, leerlo en la micro, en el metro, en la calle. Hojearlo en la noche mientras mi familia dormía, leer un par de páginas acompañado de un café en el desayuno. El texto me sorprendió gratamente y me gustó como Vallejo fue contando la historia de los libros de manera entretenida, actualizándola con su propio estilo, datos novedosos (al menos para mí) y combinándola con referencias actuales a películas de Tarantino o Scorsese, por mencionar algunas referencias. Esa combinación mágica entre pasado y presente fue lo que no me hizo perder nunca la atención de volar junto a la autora y ponerme en sus zapatos a la hora que menciona el bullying que sufrió en el colegio o cuando cuenta su particular experiencia en Oxford, lugar donde vivió Lewis Carroll, como una ciudad especial que le recordó mucho a “Alicia en el país de las maravillas”, por lo estrecho de algunos espacios donde con frecuencia cualquiera podía pegarse en la cabeza.

Para los que somos lectores y nos gusta escribir “El infinito en un junco” es un libro imperdible porque a través de él se entienden muchas cosas como los procesos de los textos, los avances de la escritura, las primeras bibliotecas, las primeras librerías. No hay nada más placentero que leer un buen libro, poder relajarse por horas, minutos e instantes para trasladarse a otro mundo, otro universo. Yo mismo me he sorprendido viajando en el metro con un libro en mis manos, pasándome las estaciones con ganas de no querer bajarme para terminar el capítulo que estoy leyendo o llegar al final de la historia. Con esta premiada obra de Vallejo pasa lo mismo.

“Mientras permanece cerrado, un libro es una partitura muda con la letra y música de una sinfonía posible, no hay historia, no hay página que palpite sin el roce de unos ojos ajenos. Para cobrar vida necesita intérpretes que hagan vibrar las cuerdas, que recorran febriles el pentagrama, que susurren los cantos con su propio acento, que modulen la melodía al compás de los recuerdos. Leer exige creer la historia, pero también crearla”, escribe Vallejo casi al final de la obra. Es poco lo que se puede agregar después de una sentencia tan clara y afortunada. Creo que el escritor Neil Gaiman dijo una vez que los libros se leían a sí mismos y por eso nunca morían. Puede que esté en lo cierto, pero prefiero pensar que tal como dice Vallejo, los textos son partituras mudas con letras y música que esperan que alguien las abra, las descubra. Y, lo más importante, las disfrute.    

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