Muy mentado, se mató a sí mismo. En Chile y en todas partes. Como otros fundamentalismos económicos – la planificación central es uno más – se suicidó… Bueno, con el tiempo me he llegado a convencer de que las ideologías tienen todas instintos suicidas.
Para funcionar el neoliberalismo necesita la presencia de una comunidad moral que proteja sus requisitos fundamentales: el respeto a la propiedad privada, el pago de las deudas… La ley, en forma exclusiva, no es capaz de asegurarlos, por democrática que sea. Una comunidad histórica cuida esas prácticas al considerarlas parte de un sentido de pertenencia, de identidad compartida, de respeto mutuo, de ecuanimidad, de trato digno. Fundado en ellas, el neoliberalismo puede cuajar; pero, al hacerlo, arrasa con la comunidad en las que ellas existen. Es su propia “poison pill”
Múltiples expresiones comunitarias son destruidas por el fundamentalismo de mercado. Familias, barrios, agrupaciones religiosas, sindicatos, gremios artesanales y comerciales, formas de producción agrícola y pesquera, comunidades étnicas, la misma comunidad-nación, desaparecen bajo la ola de transacciones mercantiles e inversiones internacionales gigantescas. En todos los planos, el servicio público civil y militar, las relaciones personales, las redes sociales, la religión, la empresa, la política…, donde se investigue cunde la devastación, el cinismo y la corrupción. ¿Qué otra cosa puede pedírsele a personas que hacen de sus conveniencias el único norte, y a administrarlas racionalmente el único propósito de la existencia? Corroídas sus bases, negadas sus premisas, el neoliberalismo colapsa sobre sí mismo. Es cosa de mirar el mundo…
Mientras crea resultados económicos apreciados, las personas soportan la destrucción y el desarraigo que produce la penetración ilimitada de las transacciones en los intersticios de la convivencia cotidiana…, su conversión en avatares abstractos de seres humanos… Las lucas pueden mucho. Pero en cuanto los resultados se convierten en mediocres, el desarraigo, la desolación, el miedo, la ansiedad por las contingencias, dan vuelta el ánimo. La inseguridad de no tener a nadie como apoyo solidario, el terror de no ser nadie, se hacen insoportables. En Chile, son los largos años desesperados e impotentes que nos llevaron a buscar lo inencontrable, repitiendo entre dos presidencias de signos opuestos. Hasta que la cosa no da para más. Para mí, la rebelión de octubre de 2019 constituyó la súbita aparición del cadáver neoliberal paseándose por Chile.

Lo que siguió después ha sido la paulatina puesta en escena del sepelio. La comunidad moral de la cual dependía para su existencia había sido arrasada, como se ve en la ola de criminalidad, el cinismo de nuestras relaciones, la imposibilidad de despertar un sentido de patria que no sea ridiculizado, la desconfianza generalizada, la guerra de todas contra todos, las imposibles relaciones en las redes sociales, el anarquismo desatado en la calle. Es el cadáver neoliberal del neoliberalismo suicidado. Aterrador, la verdad. Es que, llevado a sus últimas consecuencias, devela en su cadáver suicidado su hondo núcleo anárquico individualista.
Más vale no seguir tratando de matar al neoliberalismo, como insiste explícitamente que matemos para ella una economista internacional que nos visita. Eso ya ocurrió. Qué hacer con el cadáver neoliberal es la tarea del día. No nos queda otra que inventar la comunidad que reemplace la que había; esa murió. No sirven, por atávicos, quienes creen posible resucitar familias, religiosidades y otras formas de comunidad enterradas definitivamente. Tampoco, por atávicos también, quiénes confían en cuerpos de legislaciones iluminadas que le atinen esta vez. Nos confronta, estoy seguro, aunque no sé cómo entrarle, la tarea de crear una nueva convivencia. Si se lo deja por su cuenta, se intentan ritos de resurrección o se procura controlarlo con nuevas reglamentaciones, el cadáver se pudrirá muy mal.