Hace una década fue publicado el trabajo de dos investigadores de Oxford, Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne, “The Future of Employment”. En él advertían un escenario catastrófico para el mundo laboral producto de la introducción de la inteligencia artificial (IA) a los procesos productivos. Según la estimación realizada para Estados Unidos, al año 2033 un 47% de los empleos existentes estarían seriamente amenazados por la informatización.[1] A nadie dejó indiferente tan oscura admonición y quien más, quien menos, al pensar en su puesto de trabajo acabó preguntándose: ¿seré yo, Señor?
Un mundo poblado por nuevas y mayores masas de marginados del sistema social es siempre un panorama dantesco. Más aún si consideramos que de modo permanente hay candidatos para integrar esas huestes. Son los que se encuentran en condición estructural de precariedad, y entre ellos, hablamos en particular de la juventud. Entre las personas que se pueden encasillar en esta categoría, hay una especial propensión a quedar en condición de exclusión ante cualquier sacudida del sistema social. Las razones son conocidas y variadas, pero hay dos que resultan relevantes. La primera deriva de la edad, y es una natural escasez de competencias para insertarse en el mundo del trabajo, sean “técnicas” (destrezas y conocimientos específicos para desempeñarse en un puesto de trabajo), o las llamadas “transversales” (actitudes y habilidades sociales para integrarse positivamente en una dinámica de relaciones sociales que tienen una función productiva). La segunda, es el incremento de una población adulta que pudiendo retirarse no lo hace porque se siente aún en una condición productiva, pero la más de las veces, por el deterioro de su ingreso al cambiar de condición laboral.
Pero el problema real es la magnitud que puede alcanzar el fenómeno en el caso de la juventud y el desafío que ello supone para los sistemas sociales, no su novedad, puesto que, de hecho, no tiene nada de nuevo.
Las otras caras de la rebeldía
Acostumbramos a pensar la rebeldía desde la óptica política, en que se evidencia la voluntad transformadora del orden existente con la convicción y esa fuerza que luego, con el paso del tiempo, comienza a escasear. Pero la historia está sembrada de otras rebeldías que, sin estar completamente ajenas a la dimensión política, se expresan con más fuerza en otros contextos.
A lo largo de la historia reciente, las artes escénicas han retratado en variadas oportunidades a este sector, relevando como característica de uno de sus segmentos, un tipo de resistencia generacional a seguir la huella de sus antepasados directos.
Entre las obras más famosas en su época está una película producida por Columbia. Se trata de “The Wild One” (Salvaje), dirigida por László Benedek y protagonizada por un joven Marlon Brando en 1953.[2] A bordo de una motocicleta Triumph Thunderbird, vestido de cuero y con una gorra inclinada hacia el costado, el actor representa el arquetipo de una rebelión generacional en marcha.[3]
Bajo una imagen de superficialidad que en realidad oculta un vacío existencial que se cobija en un espíritu rebelde, el protagonista refleja el carácter de una juventud inconforme y por completo ajena al futuro, que se confronta con una adultez que sobrevivió a base de grandes esfuerzos a la Gran Depresión y la II GM. Frente a ellos, no se sienten en deuda ni agradecidos.
No tienen ni desean tener un lugar en la sociedad que sus antepasados han construido. Acabada la era Truman, el mundo se sumía en la Guerra Fría, mientras el nuevo orden de posguerra estrenaba los acuerdos de Bretton Woods y Estados Unidos se convertía en la primera potencia y ya triplicaba el ingreso per cápita que tenía antes de la Primera Guerra Mundial. El mundo que habitaba esa juventud comenzaba a dejar atrás el “macartismo”, pero aún no conocía los “derechos civiles”. A pesar de vivir una época de expansión, con la recuperación del mercado laboral y el comienzo de la economía del consumo de masas, una parte de esa juventud no se sentía convocada. Rechazaban el orden en que se fundaba esa prosperidad resultante del esfuerzo de la generación anterior, aquella que les permitió tener dos ruedas sobre las cuales montar su rebeldía.
Ese mismo año 1953, pero a poco más de diez mil kilómetros, Federico Fellini iniciaba el rodaje de su segundo largometraje, en plena ebullición del neorrealismo italiano. La obra se titula “I Vetelloni”. El término no tiene una traducción literal, pero de manera coloquial, alude a un hombre joven, mantenido por su familia, sin perspectiva alguna de futuro ni, por cierto, alguna intención de construirlo. El título de la película fue traducido al español como “Los Inútiles”.[4]
En la mesa de un bar, disfrutando de una mañana de sol. No huyen de la policía en una motocicleta ni requieren de una estética contestataria para exteriorizar el rechazo al orden social que les ha tocado. Pero no por ello dejan de exponerlo, y lo hacen mediante una desafección absoluta a la tradición, el deber social y familiar, que se acompaña de un cierto aire de cinismo.[5] La mirada del neorrealismo buscó capturar las profundas transformaciones que acontecían en la Italia de posguerra, esa que trató de barrer bajo la alfombra sus escarceos con el fascismo, la lucha partisana y las contradicciones que imponía integrarse en un nuevo orden mundial dirigido desde Washington.
Una década más tarde el mundo de los jóvenes volvió a experimentar una sacudida. Fue nuevamente en Estados Unidos, en la década de los años sesenta, en momentos en que el capitalismo alcanzaba en plenitud su forma imperial, la Guerra Fría se elevaba hasta nuevas cotas de tensión y el desarrollo económico estaba fundado en una economía de consumo, que a su vez se sostenía en un mercado laboral en expansión.[6] Esa característica hacía que justamente fuese el empleo la principal palanca de inclusión social. Sin embargo, en ese mismo contexto hacían su aparición los “hippies”.
Los “hippies” habían venido a decir “no”. No a la guerra, a una sociedad conservadora e hipócrita, racista y excluyente, cuya única meta era producir cada vez más para asegurar la preeminencia de su cultura de acumulación, que se imponía en el mundo usando la mayoría de las veces la fuerza de las armas y la violencia.
Con su estética y sus valores ajenos a las convenciones dominicales de la iglesia metodista o la presbiteriana, apostaban de nuevo por volver la espalda a la sociedad adulta. La manera de hacerlo también era el rechazo a la integración forzada en el mundo del trabajo, a la cultura urbana y de consumo capitalista, al conservadurismo cultural y la subordinación de las mujeres.
Las flores, la minifalda y el amor libre, junto al pacifismo, la vida en comunidad y en contacto con la naturaleza, llegan para reemplazar el orden patriarcal que prefiguraba con precisión y disciplina los derroteros destinados a guiar la vida de las nuevas generaciones, aquellas que veían más estimulante para el espíritu una dosis de LSD que un servicio religioso.
Si viajamos más lejos, hasta el fin del mundo para ser exactos, encontraremos otro segmento juvenil que en cierto momento emerge por fuera de las coordenadas del orden social. Son víctimas de la “transición chilena”.
La lucha social y política en contra de la dictadura militar se nutrió de sangre joven de manera dramática y literal. Pero hubo otra juventud que arrastraba los efectos del modelo social impuesto: los marginados, nacidos de la dictadura y abandonados por la nueva democracia.
Obnubilados por la convicción, el arrojo y la valentía de los jóvenes militantes de los partidos antidictatoriales o de ese activo social que cada noche se tomaba las esquinas de la periferia santiaguina y la defendía con barricadas. El mundo adulto no supo medir el impacto de la exclusión social de los jóvenes a manos del neoliberalismo. Gonzalo Justiniano en 1990, reflejaba esa realidad social en la película “Caluga o Menta”. Frente al tardío acercamiento de la nueva institucionalidad, uno de sus personajes reflexiona: “…tuvieron tanto tiempo y ahora recién se acuerdan de los locos. Ahora que nos volvimos locos.”
Ellos no eligieron quedarse al margen, los dejamos ahí. En el mundo de la política se podrá escuchar que “había otras prioridades”. El caso es que, cuando fuimos a mirar, ya era tarde.
No es posible entender el proceso sociopolítico del Chile de la transición, con su larga sombra de desafección con la política, sin atender a este segmento que, de manera temprana, advertía de una realidad insuficientemente analizada en la época. Como tampoco la metamorfosis de algunos segmentos desde esa desafección hacia la anomia y, finalmente, la delincuencia.
Más cercano al presente y en la otra esquina del planeta encontramos en Asia una muestra del fenómeno que tratamos de reflejar. Es en el Japón de la década pasada, donde se acuñó el término “Hikikomori”, en referencia a lo que se ha dado en llamar “síndrome de aislamiento social juvenil”. Se asume como un trastorno del comportamiento con rasgos asociales y evitativos, que afecta primordialmente a jóvenes que optan por aislarse del mundo, encerrándose en sus habitaciones durante un tiempo indefinido.[7]
Son los ermitaños modernos, que han optado por separarse de la sociedad. A diferencia de otros fenómenos con igual efecto, no conforman una corriente colectiva que mantenga algún tipo de organicidad o que busque compartir activamente una identidad. Se trata de una respuesta individual, que no está necesariamente explicada por una patología de agorafobia o timidez extrema.
Tampoco se observa entre quienes pueden ser así tipificados, algún grado de interacción mayor a través del espacio virtual o las RR.SS. Simplemente parecen seguir a Fray Luis de León, que con un dejo de nostalgia refería: “¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido…!”[8]
Pero no es un devenir apacible el que experimentan, sino pleno de una angustia existencial frente a la cual han optado por el aislamiento. El psiquiatra japonés Tamaki Saito, lo ha llamado Sakateki Hikikomori (una adolescencia sin fin).[9]
Desde el punto de vista meramente estadístico, son aún un fenómeno social de alcance limitado, puesto que representan en Japón el 1,6% de la población, pero eso corresponde al 10% de los jóvenes dado que esa es una especie en peligro de extinción en ese país. Este fenómeno social es considerado una epidemia en Japón, e impacta sobre una parte de la sociedad que pueden permitirse cortar el cordón umbilical con el mundo exterior, salvo ese más inmediato que les provee alimentación y una habitación con una puerta que cerrar por dentro.
Una realidad actual
Esos fenómenos de la sociedad que el arte muchas veces identifica con bastante antelación a las ciencias sociales, se han vuelto una realidad incómoda para una economía que se siente amenazada por un crecimiento de los inactivos que, si es provocado por un desempleo tecnológico de larga duración, puede ser socialmente explosivo.
A finales de la década de los años noventa en UK se publicó el informe “Bridging the gap: new opportunities for 16-18 year olds not in education, employment or training[10] (Cerrando la brecha: nuevas oportunidades para jóvenes entre 16-18 años que no estudian ni trabajan ni reciben formación). En inglés dio lugar a la sigla “NEET” (Not Education, employment or Training) y que en los países hispanoparlantes se tradujo como “Ninis” (Ni trabajan Ni estudian).
En el gráfico siguiente aparecen en el tono más oscuro, y reflejan un colectivo que a fines del siglo XX constituían una arista de la exclusión social, fruto de las reconversiones productivas neoliberales en el mundo. Su existencia encendió las alarmas de las políticas públicas, en tanto la sociedad no contaba con un locus social alternativo para ese segmento.
Los únicos lugares legítimos eran el sistema educacional o el trabajo. Por definición, nadie podía estar por fuera de ambos espacios de manera permanente.
Países OCDE 2021
Distribución de los jóvenes por situación educacional y laboral
El problema trató de abordarse desde distintas perspectivas. La primera y más temprana provino del mundo del trabajo. Si este colectivo reflejaba la realidad de los desertores del sistema educacional y, por tanto, sus competencias laborales eran prácticamente nulas, la respuesta debía ser la capacitación o “habilitación” para el trabajo. El título de la canción era, “más vale ayudante de pastelero, que joven en una esquina”.
Cuando ese enfoque mostró cierta inutilidad para reducir a los Ninis vía inserción forzada en el trabajo, llegó el sistema educacional. Creó distintos programas que perseguían una reinserción de esta juventud, pero esta vez por la vía de devolverlos al sistema que por edad les correspondía. Nacieron las Aulas de Segunda Oportunidad y distintos programas de retención, incluido el subsidio para familias y estudiantes que se mantuvieran asistiendo a la escuela. El título de la canción ahora era “más vale escolar recluido en la escuela que joven en una esquina”.
Sin esperar a que ambos intentos fracasaran del todo, entró al juego la Seguridad Pública. Los Ninis, esos “sospechosos de siempre”, eran buenos candidatos a los diversos mecanismos de control con que el Estado responde al victimismo, a las víctimas y a los victimizados del modelo social imperante. El título de la canción es ahora “más vale recluso en una celda, que joven en una esquina”.
A la luz de los antecedentes, parece que el fenómeno de los Ninis es bastante irreductible. Hoy, como hace treinta años, uno de cada cuatro jóvenes en Chile está fuera del sistema social y de los lugares diseñados para ellos, pero en el caso de Sudáfrica, es casi uno de cada dos. Hasta ahora, la política pública se ha estrellado una y otra vez contra la pared en su intento de devolverlos a sus lugares clásicos: el trabajo o la educación, y ha gastado pocos esfuerzos en tratar de entender qué hay detrás de este tipo de rebelión.
Fellini enfocó su lente sobre un trozo de la sociedad italiana de hace setenta años, tal como László Benedek lo hizo sobre la sociedad norteamericana en el mismo momento. Desde ese entonces, su presencia es un síntoma inequívoco de desafección. En tanto constituyen un rumor sordo que solo la sutileza del arte puede oír, no son más que un residuo inútil para el sistema social. Pero cuando el orden social es tensionado por sus contradicciones internas, pasan a ser una fuerza que puede ser gravitatoria en su proceso de descomposición.
El porvenir de los “inútiles” es cada día más promisorio. El capitalismo rampante con su fortaleza decimonónica hoy se ve acorralado por distintos flancos, y aquellos que otrora despreció, hacen de su particular cultura una forma de resistencia que corroe el corazón del sistema social.
[1] https://www.oxfordmartin.ox.ac.uk/downloads/academic/The_Future_of_Employment.pdf
[2] https://www.facebook.com/Belial-Motorcycles-106917330953506/videos/the-wild-one-marlon-brando/259408855501053/
[3] https://motociclo.com.mx/marlon-brando-the-wild-one/
[4] https://cinehastaelamanecer.com/2017/03/21/i-vitelloni-los-inutiles-de-1953-dirigida-por-federico-fellini/
[5] https://ver.flixole.com/watch/2990440e-c606-48ce-9d94-eaa86bcfcee4
[6] https://concepto.de/hippie/
[7] https://scielo.isciii.es/pdf/neuropsiq/v38n133/0211-5735-raen-38-133-0115.pdf
[8] Fray Luis de León (S. XVI) “Oda a la Vida Retirada”. https://www.poesi.as/fll01.htm
[9] https://scielo.isciii.es/pdf/neuropsiq/v38n133/0211-5735-raen-38-133-0115.pdf
[10] https://dera.ioe.ac.uk/id/eprint/15119/2/bridging-the-gap.pdf
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Gran columna. Actual, inquietante. Bien fundada. Un aporte a la comprension del problema.