El Supremo a la carga

por Jorge A. Bañales

El Tribunal Supremo de Justicia de Estados Unidos culminó su período 2023 de jurisprudencia con fallos que han encantado a los reaccionarios y levanta gemidos de los progresistas, contribuyendo a las “guerras culturales” que dividen al país.

De los términos

De los cincuenta y seis próceres que hace 247 años firmaron la Declaración de la Independencia, veinticinco eran abogados. Y entre los cincuenta y cinco que redactaron la Constitución, treinta y dos eran abogados.

         Algo que comparten con tales ancestros los más de 1,37 millones de abogados activos ahora en el país, es el prurito por definir los términos, o redefinirlos a conveniencia, y de argüir sobre el significado.

         Similar es lo que ocurre con el panorama político de Estados Unidos en el comienzo de la tercera década del siglo: los términos “izquierda” y “derecha” en poco corresponden al sentido que el resto del mundo les asigna. Y más ancho es el error con los términos “liberal” y “conservador” que, en Estados Unidos comunican exactamente lo opuesto de su significado en el resto del planeta.

         Quizá los términos más adecuados al presente político de Estados Unidos sean “reaccionario” y “progresista”, sin asignarles uno u el otro una connotación positiva o negativa. En ambos casos, las preferencias cruzan y eclipsan las viejas categorías de clase social, lucha de clases, y aún de los intereses económicos.

         Progresistas son los muchos que, básicamente, consideran todo cambio en el orden establecido como algo positivo, que mueve a la humanidad hacia un adelante que nunca llega, pero siempre tienta. Los progresistas operan desde la noción de que la historia empuja a un futuro mejor, más solícito y generoso, pacífico y justo.

         Reaccionarios son los otros muchos que ven en casi cualquier cambio una amenaza existencial a un estilo de vida estable, productivo, honesto, en el cual existe una igualdad de oportunidades y el éxito es resultado del trabajo duro y el espíritu emprendedor. Los reaccionarios operan desde la noción de que todo tiempo pasado fue mejor y, a menos que se la contenga, la marcha de la historia nubla el horizonte.

         Es en el contexto de la contienda actual entre reaccionarios y progresistas que los fallos del Tribunal Supremo difundidos la semana pasada en dos asuntos preeminentes en las así llamadas guerras culturales.

El sexo, esa obsesión

Un año atrás, el Tribunal Supremo repudió el fallo del Tribunal Supremo en 1973 según el cual el Estado no tiene derecho a interferir con las decisiones de una mujer sobre su embarazo. El veredicto de hace medio siglo, de hecho, legalizó el aborto, y el de 2022 afirmó que no existe el derecho constitucional del aborto, y le pasó la pelota a las decisiones de cada estado.

         Desde entonces, la legalidad del aborto o las restricciones y prohibiciones, han sido materia de batallas judiciales, decisiones de las legislaturas estatales, demandas, apelaciones y peloteo político con miras electorales tanto para los reaccionarios como para los progresistas.

         Los reaccionarios ven en el fallo de 2022 un fin a lo que llaman genocidio, expresado en decenas de millones de abortos. Los progresistas consideran el tal fallo como una violación casi criminal del derecho de cada mujer a optar por la continuación o terminación del embarazo.

         En medio de la batahola, y con una percepción clara de la oportunidad rara que ofrece la mayoría reaccionaria en el Supremo, el tribunal falló a favor de una diseñadora gráfica, cristiana ella y con domicilio en Colorado, que se rehusó a crear un quiosco digital (website) para una boda de hombres homosexuales.

 

        En una decisión apoyada por los seis jueces reaccionarios, y a pesar de las protestas de las tres juezas progresistas, el Supremo dictaminó que la diseñadora Lorie Smith puede rehusarse al diseño de quioscos digitales para bodas entre personas del mismo sexo a pesar de la ley de Colorado que prohíbe la discriminación por razones de orientación sexual, raza, género y otras características.

         El Tribunal sentenció que el forzar a doña Smith a crear esos quioscos violaría sus derecho de libertad de expresión protegido por la Primera Enmienda de la Constitución.

         La opinión pública reaccionaria, los comentaristas en medios que lucran de esa opinión, y los políticos que de ella cosechan votos celebraron el fallo como una defensa suprema de la libertad de religión. Todo lo que moleste a la así llamada comunidad LGBTQ+ complace a los reaccionarios. La opinión pública progresista, y comentarios y políticos que de ella viven, siguen denunciando el veredicto como un atropello feroz de los derechos LGBTQ+.

         Cabe preguntarse por qué, y habiendo en el país cientos de miles de diseñadores de quioscos digitales, un homosexual tenía que buscar los servicios de una diseñadora a sabiendas que su fe religiosa –tan respetable como la preferencia o identidad sexual del cliente- la llevaría a negarle el servicio.

         Tras el fallo ha salido a luz que el supuesto cliente potencial a quien Smith negó sus servicios en realidad no existe. O sí, existe, pero es un señor casado por 15 años con una mujer y cuyo nombre aparentemente se usó en un robo de identidad. Un detalle secundario que, para algún mal pensado, llevaría a sospechar que la solicitud de talento y trabajo de Smith fue una provocación.

El tiempo pasa

Las políticas que en tiempos más cercanos se han nombrado como “acción afirmativa” tienen antecedentes en la Era de Reconstrucción (1863-1877) cuando tras la Guerra Civil hubo un reconocimiento, al menos por parte del gobierno de que la población antes esclava carecía de la instrucción y los recursos para una vida independiente.

         Y la primera vez que el término “acción afirmativa” aparece entre la gigantesca multitud de documentos del gobierno de Estados Unidos fue en 1935, promovida por el senador demócrata de Nueva York, Robert Wagner y promulgada por el presidente Franklin D. Roosevelt. El propósito de la legislación era proveer seguridad económica para los trabajadores y otros grupos de bajos ingresos.

 

        En marzo de 1961, el recién juramentado presidente John F. Kennedy firmó un decreto por el cual las agencias del gobierno federal, en sus contratos con el sector privado, debían “considerar y recomendar pasos afirmativos adicionales …. para realizar más plenamente la política de no discriminación”.

         En el Censo decenal del año anterior, los blancos eran el 88,6 % de la población. El censo, entonces, sólo consideraba como características “raciales” a blancos, negros, indígenas, y personas blancas con apellido “hispano”.

         Bullía entonces el movimiento de derechos civiles y la agitación creciente de los negros, que eran la minoría más numerosa y cargaban con un legado de segregación, linchamientos, discriminación y puertas cerradas en el acceso a la educación superior, las profesiones y los empleos.

         Desde entonces se multiplicaron los programas de “acción afirmativa” que, en el ámbito de la educación superior, ya sea los colegios para licenciaturas (dos años) o el diploma (cuatro años) se expresaron en una consideración del contexto “racial” en los métodos de aceptación para el ingreso.

 

        La idea general era contribuir en el cuerpo estudiantil una representación “racial” de los diferentes grupos o minorías raciales o étnicas que reflejara la composición de la población.

         En una explicación simplista: si los negros eran el 15 % de la población, las admisiones de estudiantes debían esforzarse por elevar la presencia de estudiantes negros al 15 % del alumnado.

         Tal y como corresponde, los progresistas han luchado, logrado y ampliado estas políticas de acción afirmativa para incluir no sólo ya a los negros sino a la creciente población hispana, y en años más recientes el influjo de inmigrantes de todo el mundo. El rostro de la población estudiantil estadounidense se ha llenado de matices.

         Y, como corresponde también, los reaccionarios han criticado de manera cada vez más vocinglera esas políticas alegando que las universidades han erosionado los requisitos de admisión para inscribir a alumnos sólo por el ímpetu de las cuotas. Alegan que ese favoritismo en las admisiones ha perjudicado, primero, a los estudiantes blancos que se topan con cupos, y más luego a estudiantes de otras minorías más menores, como los asiáticos que, supuestamente son estudiantes más diligentes en ciencias, matemáticas e ingeniería.

         El jueves de la semana pasada la mayoría reaccionaria en el Tribunal Supremo dictaminó que no puede tomarse en cuenta la raza como un factor en las admisiones universitarias.

         El asunto ha sido materia de demandas, apelaciones, discursos gana votos y discursos tanto sobre la decadencia y caída de la educación universitaria por la admisión trucha de estudiantes menos capacitados, como sobre el estruendo de puertas que ahora, supuestamente, se les cierran a los millones de no-blancos.

         El juez Clarence Thomas, que es negro y en su juventud se benefició de la acción afirmativa, escribió en el fallo de la mayoría que la decisión “ve a las políticas de admisiones universitarias por lo que son: preferencias sin timón sustentadas en la raza y diseñadas para garantizar una mezcla racial particular en sus clases de ingreso”.

         La jueza Sonia Sotomayor, la primera latina en el Supremo, sostuvo en su disentimiento que el fallo “echa atrás décadas de precedentes y enormes progresos”.

Las cosas cambian

    Desde el Censo de 1960 los casilleros para “raza” y “grupo étnico” en el formulario de empadronamiento se han multiplicado y se ha hecho más complicada la definición de “raza”.

         En el mismo período los así llamados “latinos” o “hispanos” han pasado a ser casi el 20 % de la población relegando a los negros a un segundo 12 %. ¿Cuál es la raza de los latinos?  ¿Cómo se aplica el criterio racial en la admisión de un latino blanco, rubio y de ojos azules, y una latina negra, de cabello enrulado y ojos azabache?

         En 1960 faltaban todavía siete años para que el Tribunal Supremo de Justicia declarara inconstitucional la prohibición de los matrimonios “inter – raciales”, específicamente entre una persona negra y una persona blanca. Desde entonces el número de estos matrimonios como proporción de los nuevos casamientos ha subido del 3 % en 1967 al 19 % en 2019.

 

     ¿Cuál es la raza de los hijos e hijas de estos matrimonios, y cómo ese criterio decide la admisión?

         En el ingreso universitario de 2021 la tasa de matriculación para jóvenes entre los 18 y 24 años de edad fue del 60 % de los estudiantes de ancestro asiático (una categoría muy amplia que incluye, entre otros, a coreanos, chinos, japoneses, indios, vietnamitas y paquistaníes). Por comparación fue del 38 % entre los blancos, el 37 % entre los negros, el 35 % entre quienes se declaran de “una o más razas” (los mestizos, pues), el 33 % entre los hispanos, y el 28 % entre los indígenas norteamericanos y nativos de Alaska.

         Los negros son el 12,5 % de la población del país, y en 2020 fueron el 12,5 % de todos los alumnos matriculados para estudios post secundarios. En ese mismo año, los hispanos representaron el 18,9 5 de la población y el 20 % de los alumnos universitarios.

         Estos datos sugieren que la acción afirmativa ha cumplido con su propósito principal: facilitar el acceso a una educación universitaria para grupos otrora marginados o discriminados.  Quizá, seis décadas después del decreto de Kennedy, entre los empeños de los reaccionarios y las protestas de los progresistas, ha llegado el tiempo de pasar a retiro el criterio de “raza” en un país cada vez más mestizo.

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