En el intertanto…

por Mario Valdivia

Las aguas hondas de la modernidad siguen arrastrando su carga de peñascos y arena – lija.

Después de no ver razones para la existencia de Dios, la razón cae en la cuenta de que tampoco las hay para ella misma. Ni modo que la ciencia pueda demostrar científicamente su propia verdad. Se afirma solo en una cierta capacidad de controlar la naturaleza, las sociedades y las psicologías. Tampoco puede ninguna moral demostrar su propia moralidad. La de la modernidad se afirma solo en una pretendida excepcionalidad – occidental imperialista, la verdad – de los derechos humanos universales, la democracia, la igualdad individual.

Nuestra existencia no tiene fundamento universal. Es lo que, finalmente, enseña el racionalismo moderno, a pesar de sus propias pretensiones originarias. No hay verdades ni moralidades universales que obliguen a nadie; no son más que herencias reempaquetadas de las pretensiones de universalismo de una religión asesinada por la razón.

Autofágica, la modernidad produce detritos ¿postmodernos? que pueden ser valiosos para inventar una existencia menos violenta y más sana entre los seres humanos, y entre ellos y la naturaleza. Una verdaderamente pluralista, de convivencia de comunidades culturales diversas, con criterios diferentes (incluso inconmensurables) de verdad y moralidad. En la cual ninguna se vea obligada a someterse a reglas globales uniformes, y todas deban buscar maneras de convivir, con posibilidades de tensión y de enriquecimiento mutuo. No una agrupación de segmentos, identidades, categorías o clases basadas en criterios universales, sino una constelación de expresiones culturales singulares.

Las bases de la convivencia serán propiamente políticas. Habrá una cabida muy limitada, si acaso, para mandamientos de expertos y sacerdotes a los que deban sujetarse todas. Lo enseñó la modernidad, comiéndose la cola: los criterios universales no tienen base racional. O sea, todos valen y ninguno vale. Se ve bien, digo yo; vale la pena pelearla. Es el gran regalo del residuo de la modernidad y el racionalismo, pero hay que ganárselo. Como hay que trabajar una buena tierra heredada, sin dejar de agradecer el obsequio.

Porque la modernidad y el racionalismo occidentales pueden porfiar. Insistir, garrote en mano, en imponer las mismas reglas a todos. Es lo que hizo el imperialismo moderno, lleno de entusiasmo por expandir la verdad de sus verdades y la moralidad de su moral a quienes no las conocían, pobrecitos. No sé si hacerlo hoy día sea tan fácil como lo fue. Están China, Asia, el universo musulmán, las múltiples reacciones rebeldes internas en los países occidentales, la cultura de cuidado ambientalista, variadas expresiones nacionales… Afanes guerreros ultrapeligrosos de un imperialismo misionero pasé. Se pueden anticipar guerras feroces en nombre de verdades pretendidamente universales… Ya ocurren.

Puede ocurrir también que la desolación del reino forzoso del igualitarismo abstracto, el emparejamiento, borroneo y subordinación de todas las singularidades culturales, conduzca a la emergencia de una cultura de reacción irracional a lo moderno. Un modernismo al revés, apóstata, definido por oposición a su razón, su verdad y su moral, más que afincado en una cultura diferente genuina. La razón de lo opuesto a la razón – cualquier irracionalismo vale -, la verdad de la no verdad – la mentira -, las fake news, el desquiciamiento de las instituciones creadas con cierta lógica. Líbreme, Dios el Señor, decía mi abuela, que en paz descanse. Ya la vemos en el horizonte cercano.           

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