Por más que se busque no se encontrará un solo período de la historia de la humanidad en la que no existan oleadas de poblaciones humanas desplazándose en todas partes del planeta. Es, en realidad, la historia de millones de seres humanos viajando en busca de un lugar mejor en el que vivir.
Hay problemas coyunturales que provocan crisis sometiendo a los gobiernos a grandes presiones mediáticas para resolverlas radical e inmediatamente. Otros -que llamamos estructurales- requieren de operaciones más complejas, que toman tiempo e involucran a muchos actores. Y por eso, normalmente, su solución obliga a grandes acuerdos.
Pero hay también los que tienen que ver con lo que es esencialmente el ser humano y no tienen propiamente solución. La delincuencia es uno de ellos.
Hay algunos, empero, que se constituyen en problemas porque no asumimos lo que somos como paisaje humano construido históricamente. Y, no obstante, esta realidad esencial los tratamos como si fuera un conflicto del momento o el resultado de políticas públicas erradas o deficientes.
La inmigración, o los inmigrantes es, por eso un antiguo problema nuevo.
Porque si hay una constante en la historia humana es la de los continuos y permanentes desplazamientos de las poblaciones que habitaban la tierra.
Al igual que los animales en nuestros desplazamientos hemos ido poblando este planeta, en un período de aproximadamente ciento veinticinco mil años.
La América prístina y profunda pero vacía fue poblada por inmigrantes provenientes de Asia que cruzaron el estrecho de Bering cuando aún éste no se encontraba sepultado bajo el Océano.
Pero como mamíferos somos también territoriales. Eso nos convierte en especies agresivas frente a todo aquello que representa para nosotros una amenaza, real o imaginaria.
Recuerdo un día por la noche que preparaba una cena española para Rebeca Ghigliotto una de las mejores amigas de Marisol, mi esposa.
Como se sabe, ella tenía, entre sus aficiones o manías la de rescatar perros vagabundos, protegerlos y hospedarlos en su casa.
Yo quería saber cómo se comportaban esos perros diferentes, de lugares distantes y a los que solo los unían dos cosas: la desgracia y la suerte. La desgracia de vivir en el abandono y la suerte de haberse tropezado con Rebeca, o sea una humana que no era inhumana con los animales.
En esa ocasión me explicó que los perros que llegaban flacos, golpeados, asustados, mordidos, y frecuentemente enfermos, después de un tiempo aprendían a convivir con otros perros y no representaban, en general un gran problema.
Como suelen ser los mamíferos y especialmente los caninos, eran cariñosos y agradecidos con los que los protegían.
Sin embargo -me explicaba-, que el verdadero problema lo constituían los cachorros que había nacido allí. Hijos de otros perros otrora maltratados y abandonados, los perros criollos como ella los llamaba, se comportaban agresivos, feroces, y despiadados con los nuevos perros que Rebeca rescataba del abandono y llevaba a casa.
Bueno, son perros dije para mí.
La historia me quedó dando vueltas mucho tiempo, pero no pude indagar más en ésta porque Rebeca se nos fue poco después.
La historia también nos enseña que cuando nos hicimos conscientes como seres humanos de la presencia de la otredad por motivos de su origen territorial y esa presencia devino en reacción, esa respuesta se expresó lingüísticamente con la palabra extranjero, que se define como quien es o viene de país de otra soberanía.
El problema es que, así como el mundo se mueve los seres humanos también y lo hacen creando territorios, países, naciones, estados. Y las comunidades que tenían un territorio privilegiado por sus recursos, clima, y conectividad debían agregarse rápidamente una población numerosa. Si esto no lo hacían y no incrementaban sus habitantes rápidamente su opción era hacer la guerra a otros pueblos para proveerse de esclavos de los pueblos vencidos además de incentivar la fertilidad de las mujeres.
En la Grecia antigua los extranjeros no eran considerados ciudadanos plenos. Se les llamaba metecos y al igual que las mujeres, esclavos y libertos no formaban parte de la comunidad de ciudadanos.
Con el tiempo la correlación entre el desarrollo de los países y el tamaño de la población fue tan estrecha que surgieron leyes que vinieron a favorecer la nacionalidad de los extranjeros: si el país experimentaba fuerzas centrífugas que hacía que su población emigrara imponían el principio ius sanguinis para que la nacionalidad siguiera al que procreaba en otro suelo. Si, por el contrario, se trataba de países que necesitaban incrementar su población, se regían por el principio ius solis, para que los que nacieran en ese suelo se convirtiesen en los nuevos ciudadanos.
La inmigración fue históricamente el modo más barato y eficiente para incrementar rápidamente la población de los países.
Los EE.UU. de Norteamérica constituyeron, por mucho tiempo, el ejemplo, por antonomasia, de un país con una población pequeña en un territorio vasto, rico en recursos y diversidad natural que aumentó su población gracias a los inmigrantes.
Por eso, es, hoy un verdadero mosaico de nacionalidades. Y no solo eso. Tienen una fuerte expresión cultural e identitaria que hace a la configuración de la personalidad variopinta estadounidense: son irlandeses como los Kennedy, italianos como Frank Sinatra; judíos alemanes como Albert Einstein; suecos como Ingrid Bergman, portorriqueños como José Feliciano, griegos como Jennifer Aniston, mexicanos como Anthony Quinn, rusos como Silvester Stallone, chinos como Yao Ming, etc. Con sus más de once millones de mexicanos, casi tres millones de chinos, más de dos millones y medio de indios, y de dos millones de filipinos y casi millón y medio de salvadoreños y una cantidad algo menor de vietnamitas y cubanos, dominicanos, coreanos y guatemaltecos, los afroamericanos, anglosajones e indígenas originarios EEUU constituye la nación más poderosa del mundo. Por eso. Porque los inmigrantes son emprendedores por naturaleza. Los inmigrantes son verdaderamente industriosos porque provienen del quiebre de su mundo y están dispuestos a cualquier sacrificio, pagando todos los costos posibles para abrirse paso en el “nuevo mundo” que ellos escogieron. Como he dicho en otro lugar: “Dada la situación de orfandad cultural del emigrado, este se ve obligado a reinventarse, a construir nuevos proyectos de vida y por ello al cabo de un tiempo descubrirá -como en todos los quiebres-, que tenía condiciones y habilidades que antes no observaba. Y no estoy hablando de las posibilidades que abre el país a donde se emigra, ni cuál sería la causa de la emigración. Me refiero a las ventajas de la situación misma de la emigración, como, por ejemplo, la falta de historia y de lazos biográficos, pues estos se rompen debido a la distancia y los nuevos entornos los liberan de jugar los mismos roles que en la situación preexistente. Luego estos se ven lanzados a nuevos espacios de libertad, desde donde les es posible relanzar con éxito un nuevo proyecto de vida, el cual, los obliga en muchos casos, a pensar el futuro, en otra lengua.” (“El poder de las conversaciones para movilizar el cambio social”, Juan Solís de Ovando S, Albores, 2021)
Se habla frecuentemente de los inmigrantes, pero muy poco de los países desde donde se gatilló las oleadas de inmigrantes. Por ejemplo, Irlanda. En ese país entre los años 1845 al 49, la enfermedad que contrajeron los cultivos de papas de cuya producción vivían dos quintas partes de los irlandeses, provocó una de las mayores hambrunas de la humanidad. Murieron más de un millón de personas de hambre y otro millón emigró de Irlanda. La población disminuyó en más de un veinte por ciento. ¿Se imaginan que Chile perdiera de pronto tres millones seiscientas mil personas?
La llamada civilización occidental y cristiana ha sido causante de los mayores descalabros y desastres humanitarios de la historia. ¿o nos olvidamos de que los otrora países civilizados y civilizadores, diezmaron África con la caza de esclavos para explotarlos como animales en América y otros lugares?
Conocí en El Salvador, -país que amo-, a un dueño de un restaurante que se encontraba en una de las playas del Golfo de Fonseca. Conversamos largamente sobre esto y lo otro. Me contó que todo su capital provenía de un largo período de estancia en EEUU, donde había obtenido la preciada nacionalidad norteamericana. Quise saber más de su historia cómo inmigrante. Creo que en ese relato comprendí algunas claves. Había partido huyendo de la guerra que asoló a ese pequeño país, pero sobre todo de la pobreza de su familia. Era joven y no tenía nada que perder. Además, contaba con el apoyo de un tío que ya vivía en el país del norte. Había partido con cuatro amigos más, tan desesperados e ilusionados como él. Después de innumerables peripecias habían conseguido entrar. No tenía trabajo y no sabía una gota de inglés. Después de poco tiempo -apenas unas semanas- otro salvadoreño les dijo que una empresa contratista buscaba personal para limpieza de las estaciones del metro. Sin papeles, sin idioma, y sin dinero solo podía trabajar en negro. Y así lo hizo. Pero para su sorpresa le pagaban 5 dólares la hora. Trabajaba 9 horas al día. O sea, cada día ganaba 45 dólares. Y como trabajaba 6 días a la semana su salario era de $ 1.080 dólares al mes. Un dinero que jamás había visto en nadie de su familia en su país. Con tanto dinero en las manos algunos cayeron en las drogas, en los prostíbulos y en los juegos. El aprendió inglés, y con el apoyo de las iglesias protestantes norteamericanas consiguió pagar abogados, regularizar su situación, y obtener después de varios años la carta de nacionalidad norteamericana.
Hoy las puertas están cerradas para los nuevos inmigrantes. Pero siguen abiertas para los que comercian con el trabajo esclavo en EEUU.
La situación de los inmigrantes sigue siendo la misma pero su suerte es diferente. Porque ahora los mismos que les cierran las puertas en sus países son los que generan impulsos criminales. Si. Como lo oyen. Criminales. Un ejemplo reciente: Cuando se produjo el estallido de la llamada “primavera árabe” los países civilizadores vieron la oportunidad de sacar del poder al presidente sirio Bashar al-Ásad, al que los mandatarios de USA le tenían ganas desde que su padre estaba en el poder.
Y pensado y hecho. Cuestión de días. Era un dictador y su pueblo no lo apoyaría. Los gringos serían nuevamente los salvadores del mundo. ¿Y la estrategia? ¿Para qué calentarse la cabeza si ya estaba hecha? Armar bandidos. Inútil argumentar que esa táctica se había demostrado inútil en Afganistán y además temeraria. Que si Al-Qaeda, que si crímenes contra la población civil. Nada. Lo que allí salió mal aquí saldría bien, que lo de los civiles solo son efectos colaterales. Pequeños al lado de dominar Siria. Y así fue como las cosas salieron al cabo, mal. Muy mal.
Porque el presidente no cayó y levantaron un nuevo monstruo: el califato del estado islámico del Daesh. Mucho más peligroso que el Al-Qaeda. Pero los gringos no son de aprender muy rápido. Y no solo eso, cuando se vieron con el agua al cuello tuvieron que recurrir a la ayuda del aliado del presidente sirio: Putin. ¿Qué tal? Y ese consiguió varias cosas: poner aeropuertos en Siria, mostrar sus nuevos Mig y de paso humillar a los gringos. Vaya placer que ni en el más húmedo de los húmedos sueños de Putin.
Un niño, tirado en una playa europea ahogado en la desgracia del pueblo sirio fue el resultado de estas guerritas. Mientras el papa Francisco con los ojos llorosos pedía a las familias católicas que acogieran a los desesperados sirios que huían de una guerra devastadora.
En esos tiempos veía en la TV como unos aviones asesinos de la civilizada Francia bombardeaban campamentos sirios y escuchaba por la tarde en la radio a esos mismos franceses exigiendo a sus vecinos europeos que cerraran las puertas a la emigración.
En América Latina he asistido a cientos de encuentros en donde se habla del alma, de la sangre, de la tierra de nuestro continente. De la unidad latinoamericana he escuchado casi tantos discursos como de la libertad y del cambio. Pero ahora que los latinoamericanos se desplazan por todo SU continente no encuentran un lugar bajo el sol. Porque los pobres nunca tienen un lugar en ninguna parte. Salvo en los discursos porque no representan costos.
Y hay que tener presente que con la cuestión de la inmigración se expresa una de las mayores y más escandalosas contradicciones del capitalismo actual: Porque nunca han existido menos restricciones para el intercambio de mercancías, de los más remotos lugares del mundo. Esa es la narrativa más gloriosa de la globalización, pero esto no impide que se levanten murallas de leyes y normas de dudosa constitucionalidad y coherencia con el derecho internacional, para impedir la globalización de los intereses de las personas.
Los mismos neoeconomistas chilensis que tanto le gustan los razonamientos pragmáticos cuando se trata de inmigrantes se muestran ideológicamente nacionalistas y gritan al ejército que se vaya a las fronteras algo que no le gusta nadita a nuestro feliz comandante en jefe porque él no está en guerra con nadie y el ejército no está para hacer de policía. Faltaría más. (asentimos con la secreta esperanza que esto incluya los golpes de estado. Una opinión por ser; digo yo.)
Con los inmigrantes se potencia la industria de la fabricación de mentiras. Una gran oportunidad para nuestros alicaídos diarios y sus creaciones literarias. Porque desde que el mundo es mundo se ha reprochado al extranjero el estigma de delincuente. Con ello, se consigue ponerlos en la diana del peligro, la amenaza, la desconfianza. Aunque eso implique, en ocasiones, que las madres tengan que parir en un pesebre. Y esa se le agrega esta otra. Igual de antigua que la anterior. Los extranjeros nos quitan el trabajo. El trabajo honesto que nos pertenece.
Los números dicen otra cosa. En Chile no sobra gente, sino que falta. Las estadísticas muestran que en este país el crecimiento de la población es pobre. De mantenerse este ritmo de crecimiento tendremos un problema. Un problema grave: La población activa no será capaz de mantener a la población pasiva. Porque como diría el siempre recordado Pablo Milanés El tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos. Viejos pero cada vez más longevos. Y para decirlo en simple necesitamos que alguien trabaje por nosotros.
Para solucionar este problemón hasta ahora hay dos soluciones. La barata y la cara. La cara es convencer a nuestras hijas y nietas que tengan hijos. Pero como nada es gratis (otra vez nuestro neoeconomista) esto implica condiciones de alargamiento del período pre y postnatal y derechos para preservar los puestos de trabajo, y nada de que las ISAPRES vengan a castigar a nuestras regalonas. Y, al final, claro, más impuestos. No, eso no. Los impuestos jamás. Vamos entonces con la barata. Los inmigrantes: llegan creciditos, no hay que cuidarlos en su infancia, cobran poco, hacen los trabajos que ya no queremos hacer y tienen muchos hijos.
¿Tan difícil es reconocerlo?
Mi mamá solía decir que a grandes problemas grandes soluciones. Y estas no pasan por las fronteras, ni levantar muros, cavar fosos, poner torretas, alambradas, hundir las pateras, o quitarle la felicidad a nuestro comandante en jefe. Porque los inmigrantes no están en guerra.
Vienen a trabajar. A compartir el pan nuestro de cada día.
Pero no vienen solos, es cierto. Vienen con su cultura, con los paisajes que dejaron atrás, con las penas de abandonar sus hogares. Los chilenos que en otros tiempos estuvimos en la diáspora sabemos lo que es eso.
Podemos ser como los labriegos, que, con sus bueyes y ovejas, esperaron pacientes que María pariera en paz, o como los perros criollos de Rebeca, que habrían asustado al Niño.