A mediados de los ochenta cayó en mis manos una novela de un autor checo para mí completamente desconocido: La vida está en otra parte, de Milan Kundera. A partir de ese momento, la obra de este novelista se trasformó en una referencia esencial de mi percepción de la realidad y de esa literatura que nos permite comprendernos mejor y saber algo más acerca del mundo. En su ensayo La desprestigiada herencia de Cervantes, Kundera afirma que “La novela acompaña constante y fielmente al hombre desde el comienzo de la Edad Moderna. La “pasión de conocer” (que Husser considera como la esencia de la espiritualidad europea) se ha adueñado de ella para que escudriñe la vida concreta del hombre y la proteja contra “el olvido del ser”; para que mantenga “el mundo de la vida” bajo una iluminación perpetua. En ese sentido comprendo y comparto la obstinación con que Hermann Broch repetía: “descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela”. Esta es la pregunta que la lectura de cada novela debiera dejarnos abierta. A mí, Kundera me descubrió el universo totalitario y la tragedia del pensamiento utópico.
En la novela La vida está en otra parte (1969) se narra la historia de Jaromil, un poeta de la medianía, atrapado en la estética del realismo social, a quien su propia imagen de lo que debiera ser en la vida, siempre se le escapa. No solo nunca será un poeta de verdad (que es su sueño, su gran utopía) sino que, para conservar una cierta posición oficial en un mundo donde lo no oficial está condenado a la inexistencia, terminará siendo un delator ideológico de un amigo que pagará muchos años de cárcel. Todo esto en la Checoslovaquia comunista, en pleno estalinismo. De esta forma, cuando termina la lectura que ha ido recorriendo con entusiasmo las anécdotas más triviales de la vida de Jaromil, historias todas que tienen un componente ridículo y absurdo y que, en definitiva, son risibles por la distancia entre las pretensiones existenciales y la realidad, una pregunta existencial aparece: ¿tiene sentido vivir en función de una utopía, cualquiera esta sea, personal o social, individual o comunitaria, o es más sano vivir en la aceptación de nuestra imperfección y trivialidad? La historia de Jaromil, en mi opinión, responde de manera brutal esta pregunta: vivir y condicionar la vida a la utopía es el mejor camino para pavimentar una tragedia.
Milan Kundera nació en 1929 y fue un testigo directo de los principales acontecimientos que movieron la historia de la segunda mitad del siglo XX. Participó en las movilizaciones sociales que en 1948 llevaron al Partido Comunista checoslovaco al poder y se hizo militante comunista. Kundera, como Jaromil, como yo, como quién sabe cuántos jóvenes que se nutrieron de la poesía para inscribirse en la rebeldía social, escribía poesía comprometida bajo los cánones del realismo social imperante. Algunos lo acusan de oportunismo porque en esos años habría ido transformando en un importante funcionario del aparato cultural del estado comunista y, por lo tanto, pudo disfrutar en cierto sentido de los privilegios del poder. Incluso, en alguna biografía reciente, se afirma que Kundera habría delatado a un compañero que terminó cumpliendo décadas de cárcel. Esto podría parecer una tacha ignominiosa. Sin embargo, es interesante que, de verdad, ella solo evidencia la dificultad de vivir bajo un régimen sin libertades, donde todo depende de una sola mega estructura que es el estado. De hecho, en 1950 es marginado del partido comunista por primera vez, será readmitido el 56 y expulsado definitivamente en 1970.
Entre tanto, siendo ya un escritor importante y un activo participante de la vida cultural de su país, se involucró en todo el proceso de la primavera de Praga (1968), intento fallido por instalar una forma de socialismo verdaderamente democrático, que superara las condiciones dictatoriales del comunismo soviético, bajo cuya égida se encontraba Checoslovaquia. Y el mismo intelectual que uno podría haber rastreado en los orígenes de Jaromil, a esas alturas ya había publicado una novela clave, La broma (1967), y una vez consolidada la invasión soviética a su país el año 1968, Kundera será purgado, dejarán de publicarse y serán prohibidos sus libros, perderá su trabajo en la universidad y quedará condenado al ostracismo o al exilio, lo que hará en 1975, radicándose en Francia.
¿De qué se trataba esta novela? Pues de eso, de una broma. Claro que, después de leer toda la historia, una podría decir que se trata de una broma macabra. El protagonista, Ludvik, se pregunta en un momento cómo llegó a desbarrancarse su vida y se responde: “la culpa de todo la tuvo mi desgraciada propensión a las bromas tontas y la desgraciada incapacidad de Marketa para comprender una broma”. Los dos personajes son jóvenes comunistas universitarios a finales de los cuarenta y se están enamorando. Ludvik tiene serias pretensiones de que ese amor pueda entregarse a la pasión aprovechando que se vienen las vacaciones. Pero el partido decide que Marketa asista a un curso de formación, arruinando los planes de Ludvik. El propósito de llevar ese romance a un nuevo nivel (como dice el protagonista, hasta ese momento no pasaban de muchos paseos, conversaciones y algunos besos) se frustra y la tristeza que eso le produce difiere del sentir de Marketa, quien está muy orgullosa de haber sido elegida para el cursillo ideológico y no entiende a su pareja. Entonces, en una carta movida por la rabia, Ludvik decide hacerle una broma: “Lo cierto es que, en realidad, yo estaba de acuerdo con todo lo que decía Marketa, hasta creía en una inminente revolución en Europa occidental; sólo había una cosa con la que no estaba de acuerdo: que estuviera contenta y feliz cuando yo la extrañaba. De modo que compré una postal y (para herirla, asombrarla y confundirla) escribí: ¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotsky! Ludvik”. De ahí en adelante, todo comienza a desmoronarse. El autor de la broma será acusado de trostkismo y su vida, de ahí en adelante, es la novela. En esos tiempos, no había espacio para la broma. El mundo era muy serio, había una confianza ciega en las certezas que emanaban del partido y de estar caminando del lado de la historia, había que sumarse a esa corriente porque por ese camino se llegaba al mundo feliz de la utopía. Las situaciones individuales, los intereses particulares, no tenían espacio en ese mundo. La historia era un solo gran relato, envolvente, al cual había que integrarse, ya que no hacerlo era una tragedia personal. Definitivamente, la libertad personal quedaba subyugada al interés colectivo.
Si como el mismo Kundera escribía, una verdadera novela debe revelarle o insinuarle al lector un ámbito del conocimiento humano antes desconocido y, de esta forma, inscribir a la literatura en el gran esfuerzo de la humanidad por el conocimiento, en su caso, más allá de su biografía específica y sus propias circunstancias, su obra se suma al esfuerzo de grandes escritores del siglo XX que, libro tras libro, nos fueron advirtiendo de los peligros de apostarlo todo a las utopías sociales. Vivir en un mundo regido por las utopías genera las condiciones para el pensamiento totalitario. Como dijo Kundera, en el inicio fue la religión, alguna vez fue el universo estalinista, otra el nazismo, hoy los medios de comunicación. La advertencia está hecha: hay que leer a Kundera y después responder las preguntas abiertas.
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Como decía mi Profesor de Filosofía de la E. Media «El mundo avanza gracias a las preguntas, no a las respuestas.