La épica democrática

por Antonio Ostornol

Las convenciones para proclamar los candidatos presidenciales en las elecciones estadounidenses tienen el sello de los grandes espectáculos propios de su cultura. Nada tienen que envidiarle a un show estelar en Las Vegas o a un musical de Broadway. Y por supuesto, estelarizan la presentación las grandes figuras de ese universo. Esta semana le ha tocado el turno al partido demócrata y por el escenario han desfilado sus principales dirigentes. Estuvo Hillary Clinton y Joe Biden, el actual presidente. Anoche los focos cenitales estuvieron iluminando a los Obama.  

 Y no defraudaron. Cuando Michelle Obama apareció en el escenario la sala casi se vino abajo. Ya había sucedido –no sé en qué escala- con la presencia del actual presidente y la ex candidata a la presidencia Hillary Clinton. Y también con la congresista Alexandra Ocasio – Cortez y Bernie Sanders, íconos de la “izquierda” del partido demócrata. Sin duda, la convención iba trenzando un mensaje, una propuesta, que mirados desde la distancia y puestos en oposición a Trump, hacen pleno sentido. La culminación de la jornada estuvo- con el discurso de Barak Obama. De más está decir que hizo su ingreso al escenario con esa pachorra de top star, se abrazó y regaloneó con Michelle, compartieron sus miradas coquetas y tomó la palabra. O, mejor dicho, se hizo cargo de su rol en el cuidado guion de la ceremonia. Fue un discurso síntesis de las ideas centrales que estuvieron sobre la mesa en la convención y que, habiendo sido yo un antimperialista convencido, debo reconocer que me hicieron pleno sentido y que, incluso, me produjeron algo de envidia al compararlo con el nivel de nuestra propia discusión política.

 Michelle Obama estructuró su intervención en torno a un eje aparentemente sencillo: la recuperación de la esperanza. Su tesis es que los estadounidenses y el mundo democrático habían perdido la esperanza de poder contener la ola regresiva del populismo conservador. La imposición de la rabia, la violencia, la segregación, la confrontación de los diferentes como si fueran enemigos despreciables –cuyo principal representante ha sido Trump- se había impuesto en la política. Y ahora, nuevamente con una mujer candidata a la presidencia, afro – asiática, profesional surgida de la clase media norteamericana, con posibilidades de ganar en una elección que seguramente será estrecha, se desafían todos los prejuicios en que Trump sustenta su ira: el desprecio a quienes no son blancos, el menoscabo de las mujeres tratadas como seres de segunda categoría, y la subvaloración de los que se apoyan en el trabajo, el estudio y los conocimientos para salir adelante. De alguna forma, se recuperaba el tiempo para los iguales, los comunes, los parecidos a casi todo el mundo menos el de Trump y sus amigos millonarios. 

 Su marido, el expresidente Obama, se colgó de esta idea para enfatizar el concepto de que, la principal diferencia entre Trump y Kamala Harris es precisamente el enfoque acerca de qué es el servicio público. Mientras que a   Trump le preocupa su propio status, a Kamala le interesaría ayudar a la vida de los otros. De verdad, suena razonable que una mujer negra, de clase media norteamericana, que tuvo que lidiar con todo tipo de discriminaciones y barreras para construir su carrera, entienda mejor los problemas de la gente parecida a ella, como tener que pagar el arriendo o la hipoteca de la casa, financiar los estudios, sacar adelante la compra del supermercado, precaverse de los riesgos de la violencia, etc., que un señor que vive en medio de grandes y lujosos condominios, se mueve en jet privado, se aloja en hoteles cuyas estrellas sobrepasan las categorías, circula en fiestas exclusivas, y cuya única experiencia relativamente común es la de enfrentar los tribunales por sus dudosas actuaciones en el mundo de los negocios y la connivencia entre los intereses privados y públicos.

El enfoque de los demócratas intenta transformar el egoísmo y la agresividad del discurso de Trump en el pilar que les permita sustentar una épica de la democracia liberal. El país es diverso, el gobierno debe reconocer los derechos y las libertades de sus ciudadanos en cosas tan básicas como la forma de pensar, la adhesión política, el uso de su cuerpo, su definición de preferencias sexuales. Y el estado debe procurar y asegurar el acceso de los ciudadanos a la salud y la vivienda, así como a una vejez digna. Por supuesto, la economía debe ser libre para un ejercicio responsable de la iniciativa empresarial, pero hay que poner freno a las industrias contaminantes o abusivas, defender los salarios justos y de calidad, pagar los impuestos para que el estado pueda proteger a los más desprovistos. En otras palabras, construir un país cuya riqueza y grandeza alcancen para todos y no solo a unos pocos.

 Y para eso, se requiere un enfoque de unidad y no de división, de colaboración y no de confrontación, de acuerdos entre los diferentes más que las agresiones entre ellos. Y estos principios debieran regir, también, las relaciones internacionales. En medio oriente, por ejemplo, debe asegurarse el fin de la guerra en gaza y la liberación de los rehenes. O sea, ni guerras genocidas ni terrorismos. Una comunidad internacional que resguarde la democracia y el multilateralismo, que castigue los autoritarismos y las dictaduras. 

 ¿Qué onda, no es cierto? Mientras escuchaba ayer los discursos de esta convención, no podía poner fuera de mi mirada nuestra propia política. Las prioridades que están poniendo los demócratas norteamericanos pueden ser perfectamente las nuestras. Ajustando ciertos bemoles, podríamos suscribir su programa. Asegurar las pensiones dignas, el trabajo, la salud, la vivienda, la educación para todos parecieran objetivos indiscutibles y, posiblemente, si le preguntáramos a los actores de nuestra política si están de acuerdo con ellos, todos los suscribirían. Es obvio que la diferencia es cómo se alcanzan los mismos. Y allí parecieran estar estancadas las decisiones en materia de pensiones y salud, al menos. La obstinación ideológica de la derecha chilena y de cierta izquierda son imperdonables. El ejemplo más evidente es la reforma a las pensiones. A algún parlamentario oficialista –creo que del Frente Amplio- le escuché decir que, si una reforma de pensiones no terminaba con las AFP s aunque mejorara las pensiones, no valía la pena apoyarla. Y la derecha –Matthei mediante- asegura que el 6% a capitalización individual es intransable (ojo: recordar que el gobierno ya se bajó en varios puntos sobre su propuesta inicial, demostrando mucha flexibilidad).

 Este es solo un ejemplo. Lo podríamos extrapolar a muchos otros temas. Debemos recoger la épica que Kamala Harris está proponiendo y hacer del escenario de la política un espacio que contribuya a lograr soluciones para las mayorías, acordadas entre los diferentes sectores, más que un ejercicio de exterminio, cancelación o represión. Esto es lo que ha aprendido el presidente Boric en el ejercicio real del gobierno. Esta es la impronta de algunos de sus ministros emblemáticos, como Carolina Tohá y Jeannette Jara. Y este, creo, debiera ser el discurso que el actual oficialismo le proponga a los chilenos para continuar. 

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2 comments

denise chaigneau agosto 22, 2024 - 8:45 pm

Cómo se nota que eres un hombre de letras ¡¡¡¡Ojalá llegue a Chile ese aire libertario, justo y demócrata,tan necesario para construir un país mejor .
agradecida de tu reflexión
mil cariños

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Marieta Ceroni septiembre 4, 2024 - 2:21 am

Estupendo análisis

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