Aunque rara vez ocurre a veces pasa. Una simple lectura, una conversación, provoca un verdadero quiebre interior. Y entonces, después de terminar la lectura, la conversación, uno se queda con la sensación de orfandad, de perturbación profunda, de imposibilidad de desconectarse de las ideas, el relato y las emociones que las envuelven.
Es lo que me acaba de ocurrir con la lectura, primero, del libro de la escritora Odette Magnet, Fracturados, y la posterior conversación-entrevista de la autora con la periodista Alejandra Matus, en el podcast 32 minutos. Me prodigo en la identificación de las fuentes para facilitar a los que quieran compartir esa experiencia.
Pero mi interés no es comentar ambas cosas, o sea, el libro y la entrevista, que ya lo leerán y escucharán seguramente en los próximos tiempos. Mi propósito es más bien dar paso a la catarsis para ayudar a pasar de la disonancia cognitiva para arribar, si es posible, a exorcizar nuestro pasado.
Y, lo que a mí me ocurre, es que el libro Fracturados, me removió las entrañas, movilizando un oscuro resentimiento que, en ocasiones, no me deja respirar el aire puro de la verdad y de la contemplación de la realidad, desde todas las interpretaciones posibles, incluidas las que nos molestan, provocan y, a veces incluso, humillan.
El próximo 11 de septiembre se acerca a pasos agigantados. Siento que ya está encima. Y, sin embargo, me duele pensar que seguiremos envueltos en la mentira y la cobardía histórica de ocultar la parte fea de nuestro pasado. Temo, incluso, que otra vez, ocultemos los hechos detrás de la retórica facilona, los ritos oficiales, el relato del perdón a los mayores y más repugnantes criminales propuesto por quienes no tienen deudos entre las víctimas, mientras a los que han sufrido las pérdidas, se les confina a lugares marginados como el Estadio Víctor Jara, la Villa Grimaldi el Estadio Nacional y otros actos de poca significación institucional pública
Recordé una vieja conversación en Chile, con mi amigo Eduardo, que fue cadete de la Escuela Militar, posteriormente detenido por la inteligencia de la marina en Valparaíso y liberado por uno de los interrogadores por una circunstancia absolutamente casual que lo libró milagrosamente de la tortura. En un momento de esa larga y dramática conversación me dijo:
Fui milico, mi tío era almirante en la marina y los conozco por dentro. Yo creo que no pueden estar más contentos. Porque si la pregunta que se les hace a una institución absolutamente jerárquica es ¿Dónde están? La respuesta es muy fácil: No se. No tengo la menor idea. Yo no estaba allí. Y como los autores de los delitos o se murieron o están muy viejos y, además, eran los jefes y mandos de los actuales oficiales, si no hablaban, nadie ni nada podía esclarecer definitivamente los hechos.
Cuando entonces le dije, ¿cuál es la pregunta que falta, entonces, Eduardo?, me respondió tajante: Si se les pregunta: ¿por qué lo hicieron? la cuestión se les complicaría bastante. Tendrían que responder demasiadas cosas: ¿era norma?; ¿se les ocurrió a los jefes?, ¿Quiénes?, ¿Cuándo? ¿qué pretendían? ¿ Por qué la siguieron aplicando después del 11? ¿existe la posibilidad de aplicar esa táctica hoy día? ¿Por qué se dieron las órdenes de destruir las evidencias de la destrucción de restos de detenidos durante la transición? ¿por qué el ejército siguió mintiendo hasta hoy, tan descarada y groseramente como lo han denunciado los abogados de las víctimas de crímenes a los Derechos Humanos?
Al final de la conversación, concluimos ambos que el mejor aliado que han tenido es la palabra desaparecidos. Y provocándome terminó diciéndome: tu que eres creyente, ¿hay alguien más poderoso que Dios? Cuando lo miré en silencio insistió: ¿Si alguien puede hacer desaparecer a las personas, no es más poderoso que Dios?
Si. Tenía y tiene bastante razón. La palabra desaparecidos solucionó bastante el problema. Si están desaparecidos ya no están. No existen. ¿Y para que preocuparse de los que ya no existen?
El problema es que nadie tiene poder bastante para hacer desaparecer personas. Pueden destruirse los cuerpos, ser reducidos a polvo, ocultados en el vientre de los volcanes, sepultados en el mar, enterrados en fosas clandestinas, pero las personas no desaparecen. Y si fueron secuestrados por militares y no fueron devueltos vivos o muertos siguen estando a su cuidado, al menos legalmente. Ninguna institución (sí. Institución) puede sustraerse de su responsabilidad y dar por respuesta un indolente: el ejército no tiene conocimiento. No tiene información. Hemos preguntado a todas las unidades. Y nada. Si esta es la forma en que se hace inteligencia y contrainteligencia en las Fuerzas Armadas, para conseguir información, Dios quiera que no tengamos una guerra. De momento, al menos, podemos ahorrarnos los recursos gastados en información solicitada en el ejército y otras instituciones armadas y dárselos a los periodistas y a los abogados y funcionarios de Derechos Humanos que, sin esos recursos obtuvieron información. Y, -ojo-, sin torturar a nadie.
Estamos en deuda. Probablemente, si, los ministros de defensa de la democracia hubiesen realizado su pega, en vez de ir tras el premio a miss simpatía de los militares, tendríamos mucho más y mejor información. Quizás también, habríamos evitado una buena cantidad de robos y sustracciones por parte de los altos mandos y particularmente de los comandantes en jefe, según conocemos, otra vez, gracias a los periodistas.
Si los que cometieron esos crímenes lo hicieron trabajando para una institución militar, con sueldos pagados allí, recibiendo órdenes de otros militares, dentro de organigramas castrenses, pertenecientes a unidades militares, es esa institución la responsable. Y aunque transcurran mil años seguirá siéndolo. Y, por consiguiente, corresponde que esa institución se haga cargo de conocer por qué se hizo, con qué objetivos, y quien y cómo daban las órdenes criminales.
Es muy grave saber, que, en democracia, el ejército tuvo personas y unidades que actuaron clandestinamente, al margen de la ley, y ocultando información a las autoridades civiles y mandos naturales. E, incluso, fueron a asesinar chilenos fuera de Chile.
Recordemos, al respecto, que hoy no se le permite a la Iglesia, sustraerse de responsabilidades por crímenes cometidos por sus sacerdotes y obispos. Tienen que responder por ellos y ya hay sentencias en este sentido.
Y todo esto tiene que conocerse: luz y taquígrafos, decían los viejos periodistas. Faltan las publicaciones, a cargo y financiadas contra los presupuestos de estas mismas instituciones, para que con transparencia cuenten lo que ocurrió. Y si no saben hacerlo, y ahora que está de moda el outsourced, pueden subcontratar a Ciper para que realice y de paso les enseñe a realizar investigaciones rigurosas y veraces. Todavía quedan miles de ex uniformados que pueden y quieren contar lo que ocurrió en esos tenebrosos años. ¿Necesitan un dato?: Hay una organización de ex conscriptos del ejército que hacían el servicio militar el 11 de septiembre de 1973. Ellos quieren y pueden entregar muchos valiosos antecedentes.
Y esto no es todo. ¿Qué pasa con los militares que mintieron dolosamente a los jueces, abogados, y familiares de las víctimas de los secuestrados por el ejército? ¿Dónde están? ¿También desaparecieron? ¿algunos de ellos se encuentran en servicio activo?
¿Y que pasa con los proyectos de cooperación para el exterminio de militantes de izquierda en América del Sur cuando los ejércitos chileno, uruguayo, argentino, brasilero, paraguayo, y boliviano se entregaban información mutuamente para saber a quién estaban torturando, asesinando y luego ocultar sus restos? ¿Igualmente las Fuerzas Armadas hermanas saben nada? ¿Y cómo es que los únicos que saben son otra vez los periodistas investigadores de la Operación Cóndor?
Y estos no son todos los temas:
El 12 de septiembre de 1973, fueron asesinados en Peldehue los muchachos del Gap que lucharon junto al presidente. Estaban con un arma en la mano protegiendo al presidente y resistiendo a un golpe de estado contra la libertad y la democracia. Nadie, absolutamente nadie, al menos públicamente, cuestiona al presidente que estuviera defendiendo nuestra democracia con un arma en la mano. En todo el mundo es considerado un acto de heroísmo. Todos los allendistas y muchos de los que no lo fueron nos sentimos orgullosos del presidente Allende y su gesto valiente y consecuente. Pero guardo una pregunta molesta: ¿Y si el presidente luchaba con un arma en la mano que valoración merecían los muchachos que murieron junto a él, o por causa de su combate, fueron arrestados ese día y masacrados salvajemente por los militares al día siguiente? ¿Ellos que son? ¿Son héroes también? ¿Por qué no conocemos públicamente sus nombres? ¿y dónde está el homenaje de las fuerzas armadas a esos chilenos valientes que no se rindieron y murieron luchando heroicamente por sus ideales? ¿Y los policías que no se plegaron al golpe y resistieron y combatieron junto a Allende? ¿Dónde están los homenajes públicos de la Policía de Investigaciones de Chile, como se hace a un camarada que rinde su vida en cumplimiento de su deber?
¿A quiénes tienen tanto miedo los señores políticos, divinizadores de la transición a la chilena?
Es una pena, pero cuánta razón tiene Odette Magnet cuando le dice a su entrevistadora: a los chilenos no nos gustan los conflictos. No queremos ser incomodados. Y yo quería incomodar.
Yo no creo -dicho sea de paso-, que debamos conocer la verdad para que la historia no se repita. La historia no se repite. Lo que ocurre a los pueblos que no conocen o más bien se niegan a reconocer su historia es que se vuelven pueblos con identidades lábiles y por ello inseguros, erráticos, desconfiados.
El pueblo alemán dio un ejemplo al mundo cuando después de la segunda guerra mundial no escondió las evidencias de las atrocidades del régimen nazi, sino que las expuso públicamente y las recuerda permanentemente sin ocultar ni defender instituciones para que no queden mal. Por eso, precisamente, la excanciller alemana Angela Merkel dijo en una ocasión: Nosotros, los alemanes, tenemos la responsabilidad particular, la de estar atentos, ser sensibles y bien informados sobre esto y sobre lo que hicimos bajo el nazismo. Y, -atención- con esas palabras no dijo hicieron, dijo hicimos. Eso es honestidad, porque detrás de sus palabras se escucha una interpretación difícil pero iluminadora del futuro: Esas atrocidades deben recordarnos que también somos eso. Que hemos sido capaces de sorprender al mundo por nuestros actos crueles, criminales e imperdonables.
Si las Fuerzas Armadas en Chile quieren construir una identidad hacia el futuro lo peor que pueden hacer es lo que han hecho hasta ahora: borrón y cuenta nueva. Estas son otras fuerzas armadas con otras personas. Y seguir con las mentiras.
Las instituciones están compuestas por seres humanos y por eso, a veces, se corrompen e, incluso, como después del golpe, se degeneran. Y la única manera de regenerarlas es con la verdad. Con toda la verdad. Porque esos hombres y mujeres, la inmensa mayoría muchachos, que fueron secuestrados, torturados, asesinados, y sus restos ocultados o destruidos, eran chilenos sin más culpa que la de participar en partidos y organizaciones sociales legales que tenían la interpretación legítima de que Chile necesitaba un cambio estructural.
Los que los mataron eran uniformados. Uniformados pagados por Chile, protegidos por sus leyes, y pertenecientes a su institucionalidad. Pero hubo los que se comportaron, protegidos por estas leyes como bandidos. No como militares honorables. Y hay que decir estos son y esto es lo que hicieron.
El 11 de septiembre también hubo chilenos valientes, heroicos y comprometidos que murieron luchando por un Chile mejor y todos nos podemos sentir orgullosos de ellos, sean de izquierda, centro o derecha.
Nuestra historia muestra ambas cosas: la esperanza encadenada a millones de personas y la miseria oculta detrás de personas que se ocultan amparados en instituciones que desconocen su responsabilidad con cobardía.
Nadie nos obliga a decir la verdad. Tampoco el Maestro. Pero su sugerencia no es menor:
La verdad os hará libres.