La IX cumbre de las Américas y el futuro de las relaciones hemisféricas. Por José Miguel Insulza

por Jose Miguel Insulza

La IX Cumbre de las Américas, recientemente realizada en Los Ángeles, será recordada sólo por los amplios debates provocados por la decisión del país anfitrión de no invitar a la cita a tres países de la región, lo que a su vez provocó la decisión de cuatro presidentes más de excluirse. Si a estos gestos se agregan otras inasistencias por variados motivos, esta Cumbre es con mucho a la que han asistido menos mandatarios: 10 Jefes de Estado y Gobierno no concurrieron a una cita que habitualmente reunía un numero mucho mayor; y un buen número de asistentes ocupó el podio para criticar abiertamente el estado de las relaciones hemisféricas.  El debate público giró en torno a las ausencias, no porque así lo quisiera la prensa, sino porque no había muchas decisiones concretas y relevantes; en Los Ángeles no pasó nada que pueda ser recordado o implementado.

El rotundo fracaso de la IX Cumbre de las Américas no fue, sin embargo, una sorpresa para nadie- Meses antes los analistas advertían que la Cumbre estaba mal preparada, que no había agenda clara, ni nuevas propuestas visibles.

Casi en vísperas de su comienzo Christopher Sabatini, uno de los más connotados especialistas en las relaciones hemisféricas, resumía los presagios de todos advirtiendo que “Biden se está exponiendo a un bochorno en Los Angeles” y, más ominosamente sugería que “la próxima Cumbre de las Américas podría ser la lápida de la influencia norteamericana en la región”. Es difícil comprender porque, existiendo la posibilidad de postergarla con múltiples excusas, desde el COVID a la guerra entre Rusia y Ucrania, la administración Biden decidió mantener la Cumbre. Y que, incluso en un tono menor que recibió poquísima atención, incluso en una ciudad poblada de mexicanos y centroamericanos, cuyos presidentes no se hicieron ver, el país sede se arrogara el mismo rol dominante que había caracterizado la primera gran cita de Miami.

Lo ocurrido no es, en realidad, fortuito. Hay un cambio muy profundo en las relaciones hemisféricas y lo ocurrido en Los Ángeles puede ser útil para revisar esas nuevas realidades. Porque, si bien el mal presagio de Sabatini puede ser aún exagerado, no lo es decir que los tiempos han cambiado en la posición de ambos actores en el mundo; Estados Unidos ya no es la única potencia mundial, no puede pretender un dominio sobre el hemisferio; y América Latina y el Caribe, aun viviendo tiempos inciertos, no están disponibles ya para una sola hegemonía. Nueve Cumbres (once si se consideran las extraordinarias) y un cuarto de siglo después de Miami, es preciso revisar el camino de las Cumbres a la luz de las enormes transformaciones del mundo y América, de la ubicación de esas nuevas realidades en la institucionalidad actual del sistema interamericano y de los principales desafíos que enfrentan nuestros países.

Una breve mirada al curso que han seguido las Cumbres de las Américas permite entender bien la evolución de la relación hemisférica.

 I

A fines de 1994 Estados Unidos era la única potencia global, una posición adquirida con el fin de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética. Los enormes saltos tecnológicos que acompañaban esa condición geopolítica también parecían inaugurar una nueva era de predominio estadounidense. Quien convocaba entonces a sus vecinos del continente a una gran Cumbre en Miami era el vencedor de la Guerra Fría, el centro de la nueva era científico técnico y el mayor líder de la globalización. Era una invitación que no se podía rehusar y los líderes de treinta y tres países concurrieron gustosos a una Cumbre convocada con alguna prisa para celebrar el inicio de una nueva relación hemisférica con la potencia central de un mundo unipolar. La ausencia de Cuba no fue mencionada por nadie, ni siquiera por el anfitrión.

Los convocados también tenían importantes logros que mostrar. El fin de las dictaduras de seguridad nacional en América del Sur y la conclusión negociada de la paz en Centroamérica habían conducido a una nueva etapa política en que, por primera vez en muchas décadas (podría decir como nunca antes), hacían de las Américas uno de los dos continentes plenamente democráticos. Ese fin de los años oscuros llenaba a América Latina de optimismo en una nueva, en que se esperaba una relación hemisférica marcada por valores comunes y cooperación económica.

Miami, crisol de nacionalidades latinas en Estados Unidos, era la sede de este gran reencuentro. Todos fueron invitados menos Cuba y todos concurrieron sin siquiera cuestionar que las invitaciones fueran emitidas por el país guía. Es importante aquí recalcar esta avasalladora intención de predominio. Estados Unidos a través de su Departamento de Estado se había ocupado el mismo año 1994 por reforzar el Sistema Interamericano. Con ese objeto actuó en proceso de elección de Secretario General de la OEA Cesar Gaviria, a punto de concluir su Presidencia de Colombia, en lugar del candidato costarricense que ya llevaba la delantera. Al mismo tiempo el mas destacado economista latinoamericano, Enrique Iglesias, salió de CEPAL para convertirse en Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo. Daría la impresión de que esas medidas serían coronadas por la Cumbre, cimentada en una solidificación del Sistema, Pero fue así; Iglesias y Gaviria fueron invitados a la Cumbre de Miami, pero las invitaciones, la organización y la temática fueron obra del país anfitrión; era la Cumbre de Estados Unidos y del Presidente Clinton y todos parecían satisfechos de que así ocurriera.

Personalmente creo, sin haber tenido la oportunidad de consultar con Richard Feinberg, el profesor de la Universidad de California, a quien se atribuye un papel protagónico en el diseño de la Cumbre, que la iniciativa era comenzar con una sola Cumbre, sin incorporarla al Sistema permanente. No descartaban nuevas Cumbres, pero tampoco estaba pensado hacerlas regularmente. Pero la realidad, como ha ocurrido con otros sistemas de Cumbres (la Iberoamericana, por ejemplo) fue que, gracias al éxito mediático y político de la Cumbre de Miami, varios países compitieron por organizar la próxima Cumbre, lo que obtuvo Chile, país invitado a formar parte del NAFTA como cuarto miembro y seguirían Canadá, el socio directo de Estados Unidos y Argentina, en ese momento presidida por Carlos Menem.

El título de la Cumbre era significativo. Promover la prosperidad y la democracia a través de la integración económica y el libre comercio eran los temas en que parecían coincidir todos los gobiernos presentes de América entonces. Curiosamente el título es muy parecido al usado por Estados Unidos en Los Ángeles. La diferencia era que en ese momento eso era compartido verdaderamente por todos. Conforme a esas consignas se citaría a las tres próximas cumbres, en torno a las tres ideas centrales Democracia, Desarrollo Sostenible y Asociación Económica que en realidad era Libre Comercio.

En lo orgánico, los países seleccionados mantenían la decisión sobre las invitaciones y retenían para si la Secretaría de la Cumbre. El Libre Comercio parecía ser la prioridad, pero encontraría luego más obstáculos que el marco democrático. La decisión de avanzar en un acuerdo hemisférico (el ALCA Asociación de Libre Comercio) ya fue presentado en Miami, pero sólo sería convocado formalmente en Santiago de Chile, en la Segunda Cumbre de Abril de 1998. Y los tres años y medio siguientes verían una gran actividad en torno a la discusión del Tratado de Libre Comercio.  

La Tercera Cumbre de Quebec City, Canadá (Abril de 2001) siguió adelante en ese propósito, proclamando en su Declaración Final que la integración económica era su fin principal. No obstante, dado que las negociaciones económicas aún se demoraban, el objetivo central varió hacia el objetivo de la consolidación democrática El resultado memorable de Quebec seria la decisión de concluir antes de fines de año la Carta Democrática Interamericana, que se firmaría pocos meses después, en Lima el 11 de septiembre de 2001. Los terribles sucesos de ese día generarían, por cierto, grandes cambios en el escenario mundial y regional.

Entre Quebec, Abril 2001, y Mar del Plata en Noviembre de 2005 pasaron cuatro años y medio, marcados por un conjunto de decisiones en la política exterior de Estados Unidos que movieron de manera abrupta el foco de esa política exterior. Si América Latina no parecía ya ser prioritaria antes del 9/11 menos lo sería ahora. Y en ese lapso ya surgieron cambios en la política interna de América Latina, especialmente afectando a los países del Sur, cuyas dudas en torno a las negociaciones del libre comercio ya eran crecientes desde antes.

Argentina había ofrecido ser sede de la Cuarta Cumbre, durante el gobierno de Carlos Menem, antes de la gran crisis argentina de comienzos de la década. El gobierno de Néstor Kirchner asumió la obligación con alguna demora y buscó sortear inicialmente el evento en torno a una agenda de temas de fácil consenso, como los desafíos que enfrentaba la región en materia de creación de empleos y fortalecimiento de la gobernabilidad democrática. Sin embargo, como es tradición en la Cumbres una cosa es la agenda trazada con mucha anterioridad y otra los asuntos de los que quieren hablar los presidentes. También el clima interno que imperó en esa reunión no fue favorable; la sociedad civil y las criticas habían existido antes, pero esta vez se manifestaron en un AntiCumbre que convocó a personajes importantes del mundo latinoamericano. El entonces líder indígena de Bolivia, Evo Morales, y Diego Maradona, estaban ahí junto a un número importante de grupos sociales antiglobalización, para protagonizar eventos parecidos a los que ya se producían en otros eventos internacionales.    

No obstante, no fue la presión externa, ni el rechazo de Chávez, ni la decisión del Gobierno de Kirchner lo que provocó el cambio abrupto en que culminó la IV Cumbre. La presión fue en realidad iniciada por los Gobiernos partidarios (Estados Unidos, México, Canadá y un buen número de latinoamericanos) de concretar definitivamente, tras cinco años de negociaciones los principales puntos del Acuerdo del Libre Comercio. Pero el intento relanzar el ALCA desembocó en un fracaso cuando los cuatro países del Mercosur, encabezados por el anfitrión declararon que no seguirían participando en él, por la negativa de parte de los países del norte a incluir la apertura efectiva del comercio agrícola. No era tanto un tema ideológico, sino práctico y concreto, salvo en el caso de Venezuela) pero a partir del fracaso de esa Cumbre, el Tratado de Libre Comercio salió de la agenda de las Cumbres. El período siguiente sería mucho más productivo en materia de Libre Comercio, ya que Estados Unidos, Canadá, México, Perú, Colombia y los centroamericanos concretarían en la década siguiente un conjunto de acuerdos comerciales que alcanza a gran parte del continente, pero el tema ya no seguiría siendo el leitmotiv de las Cumbres.

II 

Paradójicamente esta importante limitación en el “espíritu” original de las Cumbres no fue, sin embargo, un obstáculo para su continuación. Al contrario, entre 2005 y 2015 la tarea de organización de las tres cumbres recayó mucho más sustantivamente en las instituciones del sistema interamericano. Aunque las invitaciones seguían siendo hechas por el anfitrión, que también se hacía cargo de la Secretaría, la Quinta (Puerto España, Abril de 2009), la Sexta (Cartagena, Abril 2012), y la Séptima, (Panamá 2015) Cumbres de las Américas dieron paso a un sistema interamericano más colectivo y realista.

Este ejercicio positivo hizo que la participación en la preparación e implementación de las Cumbres fuera mucho más colectiva, obedeció a dos causas:

En primer lugar, Estados Unidos adoptó una postura a la vez más distante y más realista respecto de las relaciones hemisféricas. Ello puede haberse debido a los grandes cambios de prioridades ocurridos antes y sobre todo después de 11 de Septiembre. La preocupación por los problemas de la región siguió existiendo, pero su énfasis fue principalmente en evitar problemas, más que crearlos o agravarlos. Por cierto, los temas de atención siguieron siendo los mismos (Cuba, Venezuela, migración, drogas) pero la postura explícita en la última parte de la administración Bush y en toda la de Obama, fue limitar conflictos. Como dijo un importante personero de la política exterior de Estados Unidos: “Tenemos ya demasiado problemas en el mundo, no queremos tenerlos en América Latina”.

O mejor aún, como lo dijo el Presidente Obama en la Cumbre de Trinidad y Tobago, Estados Unidos no quería asumir liderazgos individuales, sino que estaba dispuesto a actuar dentro de consensos en el sistema, más que actuar sólo con sus propias posturas. La forma de abordar la crisis en Honduras o el tema de Cuba fueron muestras de esa actitud, aunque a veces el antiguo rol hegemónico no pareciera totalmente aplacado.

En segundo lugar, los países de América Latina vivieron en esos años un período muy favorable en lo económico, lo social y lo político. Con muy pocas excepciones hubo crecimiento económico y fortalecimiento de la democracia, lo cual permitió también una mejor participación en el sistema internacional. Esa mayor confianza también fortaleció el mejor entendimiento entre ellos. lo anterior significaba abrir un espacio a una mayor organización subregional en América Latina y el Caribe. Se agregaron a los ya existentes acuerdos económicos, surgieron entidades regionales nuevas como la UNASUR y CELAC y se fortalecieron el SICA y el CARICOM.

Lo positivo de este período es que el sistema interamericano y las Cumbres parecían adaptarse a una nueva realidad. Estados Unidos no era ya la potencia dominante del escenario global y limitaba su presencia en la región. Otros países, sin disputar hegemonía, se hacían importantes en las relaciones exteriores de América Latina y el Caribe. En pocos años China pasó a ser el primer socio comercial de seis países de América del Sur, Taiwán retrocedió en América Central, Europa mantuvo una posición también relevante y todo ello abrió el camino a una mayor independencia. Nuestros países parecían disponibles para una mayor apertura al mundo, una más estrecha relación política entre ellos y crear o fortalecer su propia institucionalidad, manteniendo su presencia y acción en los organismos latinoamericanos. El gobierno de Barack Obama parecía entender que los tiempos de la plena hegemonía ya habían  pasado, aunque al mismo tiempo, al menos coyunturalmente, las relaciones hemisféricas dejaban de tener mucha prioridad y se reducían a asuntos específicos en que el interés de Estados Unidos estaba claramente en juego. Dentro de ese espacio, las instituciones del Sistema Interamericano (OEA, BID, CEPAL, OPS, IICA) adquirieron mayor coordinación e independencia.

En ese marco, las Cumbres se incorporaron al conjunto del sistema Interamericano y, sin grandes ambiciones, se convirtieron en eventos importantes de reflexión y consulta, al cual todos los Jefes de Estado y Gobierno siempre asistieron, prácticamente sin ninguna falta. Esto no es menor, si se considera que eran los años de auge de la “diplomacia presidencial”, en que las agendas de estaban muy recargadas. Podían faltar a alguna, pero a la Cumbre jamás y desde el comienzo hasta el cierre. Las reuniones preliminares por lo general tenían lugar en la sede de la OEA, que actuaba de hecho como una Secretaría adjunta al país sede de la próxima Cumbre.

En esos años, varios tratados internacionales suscritos sobre todo por los países de América Latina se pusieron en marcha dentro del sistema y en los países; entre ellos están la Convención Interamericana Contra la Corrupción, la Convención sobre Adultos Mayores, la Convención Contra la Discriminación, el Mecanismo de Seguimiento de la Convención contra la Corrupción. En esos años también una nueva concepción y forma de enfrentar el tema de las drogas fue desarrollada en las Cumbres. Se suscribió, como complemento de la Carta Democrática Interamericana, la Carta Social de las Américas.

Y finalmente en la Cumbre de Panamá, en 2015, el sistema volvió a completarse, cuando con el retorno de Cuba, los treinta y cinco países independientes de las Américas se sentaron juntos en la misma Cumbre.

Fueron, en definitiva, buenos años para América Latina y el Caribe, que llevaron a la idea equivocada de que, esta vez, la región podía superar la mayor parte de sus problemas endémicos. El optimismo fue, ciertamente, equivocado y apresurado. Mirándolo desde ahora era obvio que, si nuestra región crecía en medio de la crisis del mundo desarrollado, ella nos alcanzaría tarde o temprano. Y con ella los éxitos y la estabilidad de la década anterior concluirían bruscamente, dejando lugar al crecimiento lento, la insatisfacción, los gobiernos débiles y el surgimiento de aventuras nacional-populistas en varios países importantes de América.

III

La crisis económica y política de América Latina que comenzó a mediados de esta década y aún no concluye, sería acompañada también por un cambio radical en la política interna y externa de Estados Unidos. En pocos años, numerosos países cambiaron sus gobiernos de manera drástica: a la elección de Trump en 2016 sucedió la de Bolsonaro en 2018, como muestras cruciales y extremas del transito hacia un período particularmente conflictivo. Los cambios en toda América afectaron ciertamente el escenario y los organismos hemisféricos. Los nuevos gobiernos de derecha las emprendieron pronto en contra de la nueva institucionalidad sudamericana, deshaciéndose de la UNASUR, que lamentablemente se encontraba acéfala por la negativa de Venezuela a consensuar un nuevo secretario general y paralizando de hecho la CELAC, que sólo sobrevivió gracias a la solitaria acción de México.

En cuanto a Estados Unidos, bajo el nuevo Presidente Donald Trump, el desinterés por América Latina aumentó, salvo por cierto en los temas migratorios, a los cuales se agregó luego la preocupación por el avance del comercio con China en el hemisferio y el desdén casi absoluto por los organismos hemisféricos.

En esas condiciones la Cumbre de Lima de Abril de 2018 constituyó un vuelco muy impresionante respecto de la reciente VII Cumbre de Panamá. Cuba fue invitada, pero el gobierno de Perú retiró, dos meses antes de la Cumbre, la invitación al Presidente de Venezuela. Solo Cuba, Bolivia y Ecuador se manifestaron contra esta decisión, que además fue ratificada por el Presidente Martin Vizcarra, quien dijo que Maduro podía venir a Venezuela, pero no a la Cumbre. La ausencia de Donald Trump (era primera vez que un Presidente de Estados Unidos no asistía al evento) fue anunciada poco antes, pero no impidió la asistencia muy numerosa de Jefes de Estado y Gobierno. Solo Cuba replicó al desaire, enviando a su Canciller.

De esta manera la Octava Cumbre, en cuya preparación se había trabajado activamente en un informe sobre la Corrupción en la región, que debía ser el tema principal, terminó siendo la Cumbre para condenar a Venezuela, con participación activa de disidentes en el debate y una declaración que muchos países se negaron a suscribir.

A partir de allí la desatención por la región ha sido continua y el sistema interamericano se ha visto gravemente afectado. No sólo porque la OEA y el BID responden fielmente a un mando norteamericano que, para peor, no las considera; también porque otras instituciones técnicas del sistema no responden a sus demandas: la presencia de la OPS en la pandemia del COVID 19 ha sido prácticamente inexistente.  

Es natural entonces que el anuncio de que la nueva administración de Joseph Biden organizaría la IX Cumbre de las Américas fuera recibida con interés en todo el hemisferio, donde ya comenzaban a producir cambios que indicaban que el tiempo del nacional-populismo sería más breve de los que se creía al principio. Los primeros anuncios de Presidente Biden en política exterior, anunciando que retomaría la misma senda de política exterior del Presidente Obama, parecían promisorios, especialmente por cuanto, como Vicepresidente, Biden había estado muy cerca de esa política. Volver a esa senda aseguraba el éxito de esa Cumbre, a la cual los nuevos mandatarios democráticos de Argentina, Chile, Honduras y otros serían recibidos con mucho interés.

Pero la forma deslavada en que se llevaron adelante los preparativos para la IX Cumbre ya llamaron la atención, y la decisión del Departamento de Estados de realizar la Cumbre siguiendo el manual de procedimientos de la primera, desde el nombre hasta las invitaciones, apagó mucho del interés en el resto de hemisferio. Y cuando se anunció que tres países no serían invitados, la molestia que ya se venía generando se hizo más patente: esta ya no era la Cumbre de las Américas, ni se organizaba por el Sistema Interamericano. Era la Cumbre de Joseph Biden, como había sido dieciocho años antes la de Bill Clinton. Pero ya no eran los tiempos en que la cúspide del sistema unipolar podía imponer sus términos. Y además estaba mal preparada. La desatención por los problemas de la región ha sido muy manifiesta en este período de crisis.

IV

Es muy prematuro decir que esta será la última Cumbre (aunque nadie se ha ofrecido para hacer la próxima). En primer lugar, porque una relación institucional permanente de todos los países de América es siempre necesaria, por razones económicas, política, culturales, que son crecientes y a las que se agrega el hecho de que los así llamados “latinos” son la primera mayoría étnica en Estados Unidos, con cerca de un 15% de la población de ese país.

En segundo lugar, porque más allá de sus dificultades, Estados Unidos sigue siendo una potencia global y se sitúa claramente en el centro de un mundo en cambio, en que su presencia prominente en la punta del desarrollo científico y tecnológico es muy significativa para nosotros, incluyendo ser uno de los países donde desarrollan sus estudios un gran numero nuestros científicos. Estados Unidos es también uno de los dos mayores socios comerciales de América Latina y sigue siendo el principal inversionista en esa región.

En tercer lugar, el Sistema Interamericano tiene una institucionalidad fuerte y consolidada por el gran numero de acuerdos y tratados que le dan su base jurídica y por la presencia de recursos materiales y humanos con los cuales no puede competir ninguna otra institucionalidad, con la sola excepción de Naciones Unidas. Sus instituciones, la OEA, el BID, la CEPAL y la OPS (ambas partes de Naciones Unidas y recursos regionales) requieren un manejo colectivo.

Por ello queremos fortalecer el Sistema Interamericano y una forma de hacerlo son las Cumbres Presidenciales que han sido un rasgo característico durante este siglo.

Pero para fortalecer el sistema, los gobernantes de Estados Unidos deben aceptar (como por lo demás siempre los ha hecho Canadá) que la relación entre el norte y el sur de las Américas ya no puede ser en una sola dirección, ni dirigida solamente a su interés hemisférico. Las instituciones de las Américas ya no son solamente panamericanas; hay instituciones (algunas más consolidadas que otras) que son sudamericanas, centroamericanas, latinas, caribeñas) y habrá que convivir con todas ellas. No son organizaciones contra Estados Unidos, sino que modalidades nuevas de una inserción internacional creciente de nuestro hemisferio común.

La Cumbre de Miami fue una gran idea, porque coincidió con un momento muy crucial de nuestro mundo. La de Los Ángeles no fue un buen evento, porque no coincidió con lo que el resto región espera de una relación hemisférica. Pero el Sistema Interamericano, no único, sino complementario, es necesario para todos.       

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