La leyenda de las Quiulas (Qiwlla)

por Hermann Mondaca Raiteri

El territorio de Arica y Parinacota recibió las influencias de grandes civilizaciones como la de Tiwanaco, que fuera una de las más longevas de América Latina. Y también del Tahuantinsuyo, el imperio y civilización más extensa del continente, que cubrió desde la actual Colombia y la Amazonía, hasta el río Maule en el sur de Chile.

Desde las edades más tempranas de la humanidad, la palabra transmitida a través de la oralidad ha sido considerada como un factor principal en la continuidad de la tradición y a veces, revestida de cierto poder y otorgada como un don. Las leyendas, desde esta mirada, han contribuido a mantener la vigencia de una transmisión identitaria asumida colectivamente.

De aquí entonces, estas leyendas son grandes conversaciones constituidas en el imaginario colectivo, a partir del entrelazamiento entre la ficción, la magia, la realidad y la fantasía.

Ahora presentamos una leyenda que trasluce pasiones, romances, odios y venganzas consiguientes, provenientes precisamente del tiempo en que el territorio de Arica y Parinacota formaba parte del Tahuantinsuyo.

Fue recopilada originalmente cerca del año 1948 por mi Papabuelo Alfredo Raiteri Cortez. Reencontrada en 1991, durante una investigación acerca de su obra inédita   realizada por el suscrito, aquí está para nuestros lectores

Relatan los antiguos indígenas originarios que en el contrafuerte de la Cordillera de Los Andes vivía un joven cacique que, a semejanza del Inca, tenía por esposas a varias jóvenes de una belleza envidiable, lo que provocaba una fuerte envidia del resto de los caciques que vivían a muchas leguas a la redonda.

Él era un joven apuesto, fuerte y respetado por todos sus súbditos. Sin embargo, sus mujeres no le daban descendencia. En vez de entristecerse él se alegraba imaginando que entonces todas ellas serían siempre iguales, bellas, hermosas, con sus ondulantes y esbeltas figuras.

En las mañanas y tardes de primavera solían sentarse en los pastizales.  Ellas le cantaban y bailaban, hasta que agotadas por los movimientos sensuales de las danzas, caían extenuadas una a una.  El cacique entonces se acercaba y les hacía olvidar el cansancio con tiernas y sensuales caricias.

Esta vida regalada, llena de placer y sin preocupaciones familiares, asumiendo que otras mujeres se debían ocupar del tejido o cultivo de la tierra, alimentó la envidia de otros caciques cercanos que lo denunciaron ante el Inca.

La máxima autoridad, intrigado por el tenor de la denuncia y más que curioso lo   citó al Cuzco a comparecer ante a su presencia y le interrogó:

–  Me han dicho que tienes muchas y muy hermosas esposas. ¿Es verdad aquello?

– Sí, mi gran señor. Tengo tantas como puedo tener contentas, alimentar y amar.

– Y, ¿Son tan bellas como dicen?

– Sí, para los ojos de vuestro siervo, pero no tanto para que merezcan que los ojos de mi gran señor se posen en ellas.

– También me han informado que vuestras esposas, no tienen hijos y que no trabajan. ¿Es verdad esto?

– Sí, mi gran señor. No tienen hijos porque no se los pido, y en cuanto a trabajo, el que les doy es tanto, que es injusto e imposible pedirles más.

– Y… ¿Qué hacen? ¿En qué trabajan?

– Me cantan y danzan de tal forma y con tanta ternura, pasión y amor que mi corazón late más apresurado y todo mi ser cuerpo se estremece consumido por un gran placer.  ¿Qué más puedo exigirles, mi gran y buen Señor?

El Inca quedó pensativo y después de unos segundos, le preguntó.

– ¿Nada me pides?

– ¡Oh! Mi gran señor. Si todo me lo habéis dado y nada me quitáis ¿Qué más puedo pedir?

– Todo lo que me dices está bien; también eres un buen y valiente guerrero, pero…no me habéis dado un hijo tuyo para la guerra y esto es grave para el Inca, tu Señor. Oye y cumple mis órdenes si no quieres morir: A más tardar a fines de la próxima cosecha de maíz, tus bellas mujeres tendrán que dar un hijo para el imperio. Si no lo hacen, morirás. Tienes de plazo hasta la próxima cosecha. ¡Puedes retirarte! –ordenó el Inca.

Salió el joven cacique de la mansión real, sin saber qué hacer y cómo solucionar aquella orden que creía no poder cumplir. Después de mucho meditarlo creyó que lo más prudente era recurrir a la vieja y sabia hechicera.

La hechicera, después de meditar un poco, le indicó que para darle un consejo o sanación debería presenciar una de esas reuniones que celebraba con sus esposas y que sólo entonces podía actuar.

Una bella y templada mañana de primavera, fue llamada la bruja. El sol acariciaba con sus rayos las flores que inundaban el ambiente con su fragancia.

El cacique con su séquito de hermosas y jóvenes esposas se dirigió a su sitio predilecto de reuniones. Allí, sentado en una alfombra de flores, disfrutó la acostumbrada ceremonia de danzas de sus bellezas.

La vieja hechicera que observaba atentamente viajó en pensamientos, soñando y recordando amores pasados, tentándose con vivir unas horas de amor engañando al cacique. Así entonces, cuando éste le preguntó si había encontrado el remedio para la sanación que él necesitaba, le respondió que tenía que presenciar una nueva reunión y solamente entonces podría darle la poción del remedio que debería preparar.

En la próxima ceremonia la hechicera permaneció oculta entre las flores y los bofedales observando cómo comenzaban los rituales y las danzas, mientras poco a poco por efectos del cansancio iban cayendo agotadas una a una las jóvenes bailarinas. Entonces buscó el momento oportuno para mezclarse en la fiesta ritual introduciéndose en los bailes y las danzas, hasta que aproximándose al cacique se dejó caer entre sus brazos. Éste, percatándose de la situación, se desprendió de la hechicera que cayó rodando en el pastizal.

Entonces, mientras se incorporaba, roja de ira, profirió gritándole una maldición:

¡Quiulas! ¡Quiulas! (¡Qiwlla! Qiwlla!) …

¡En eso se convertirán! sentenció la mujer hechicera.

Junto con esta maldición lanzó un gemido agónico y su vida expiró…

¡Había logrado su intento, pero a costa de su propia vida!

La maldición proferida, hizo su efecto y uno a una el cacique y las bellas esposas se convirtieron en aves.

Cuentan que desde entonces existen en la precordillera del altiplano chileno, unas aves llamadas quiulas (Qiwlla, en quechua; Kiwulas, en aymara), muy semejantes a las perdices, pero más corpulentas.

En tiempo de celo el macho se reúne con varias hembras y el apareamiento se origina con una verdadera ceremonia ritual entre estas aves. El macho se ubica en el centro y las hembras forman un círculo a su alrededor. Entonces giran lentamente, poco a poco agitan acelerando el ritmo como una frenética danza ritual hasta caer rendidas por el cansancio. Oportunidad y momento que aprovecha el macho para fecundarlas, culminando el ciclo de apareamiento.


  • Alfredo Raiteri, escribió la palabra “Quiulas” de acuerdo a como él la escuchó. La palabra de origen quechua es Qiwlla. Para no alterar el nombre de la leyenda hemos puesto el nombre de como escuchó la palabra Raiteri y en paréntesis Quiwlla. (en quechua) o también, Kiwula (en aymara), son una variedad de perdices. Hoy existe el lago Qiwlaqucha o Quiulacocha o laguna Quiula, también denominada Laguna de las Gaviotas, al Oeste de Lima. Latitud: 11° 28’ 35.9” (11.4766°) sur. Longitud: 76° 29’ 9,2” (76.4859°) oeste, ubicado a 4.556 metros de altura.

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3 comments

Marta agosto 3, 2023 - 3:24 pm

Y q paso con el cacique al final?

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Hermann Mondaca Raiteri agosto 3, 2023 - 3:52 pm

Final abierto, a su imaginación, estimada Marta.
Usted, continúe el relato.

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Patricia Canales A. agosto 5, 2023 - 8:29 pm

Que lindo relato, mis respetos a tu abuelo que dedico tiempo a recopilar estas narraciones..gracias por compartir. SALUDOS.

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