La patria está primero. Un cuento por Odette Magnet.

por Odette Magnet

En público y en privado, solía advertir que no escatimaría esfuerzos en repudiar la violación a los derechos humanos porque lo ocurrido nunca más debiera repetirse

José Manuel Villalobos le había perdido la pista hace años a Ernesto, su hermano mayor, que no había terminado su carrera de ingeniero y se había decidido por las ciencias políticas. Por su madre se había enterado de que -hace ya un buen tiempo- se había unido a un prestigioso thinktank en Boston. Le iba muy bien, buena situación económica, abundante trabajo. Un hombre inquieto, frágil, empeñado en encontrar un propósito de vida, una causa que le hiciera sentido. Mucho más no sabía, tampoco le interesaba mayormente. Eran tan distintos, blanco y negro, aceite y vinagre. Resultaba evidente que habían emprendido rumbos opuestos. Pero llegado el momento, José Manuel cumplió con invitarlo a su matrimonio, en Santiago, con pocas esperanzas de que viajara. Pero lo hizo, solo. El reencuentro se redujo a un apretón de manos, el palmoteo clásico en las respectivas espaldas, una sonrisa nerviosa de ambos y un qué tal, tanto tiempo, cómo te ha ido, felicidades. Al término de la ceremonia en la catedral castrense, los recién casados atravesaron el arco de sables de los compañeros de armas, vestidos, al igual que el novio, con sus uniformes reglamentarios, como indicaba el protocolo militar.

Gloria, la madre insistió en una fotografía de los dos hermanos juntos. Imposible negarse. Al día siguiente Ernesto dejaría Chile, pero antes le regalaría a la feliz pareja las obras completas de Vicente Huidobro. En los años siguientes no habría cartas ni llamadas telefónicas entre ambos. Las distancias entre los hermanos se alargaron, y las asperezas fueron brotando como verrugas antiguas, feas, con profundas raíces de recelo y sospecha. Entrampados en largos silencios, en mundos propios, con la desconfianza que iba trepando como una enredadera, envolviendo el alma de ambos. José Manuel era entonces un teniente disciplinado que sólo pensaba en su vocación de soldado, en servir a la patria con lealtad inclaudicable. El discurso majadero de la dictadura lo había obnubilado, y no tardó en aprender y memorizar el libreto oficial: extirpar el cáncer marxista, defender la patria, la familia y la propiedad, recuperar la libertad, liquidar a los terroristas, los antipatriotas, los comunistas, los marxistas-leninistas porque son ellos o nosotros. Vamos bien, mañana mejor.

A diferencia de su hermano, José Manuel nunca había tenido conflicto existencial alguno con la llegada del Golpe (él hablaba de pronunciamiento militar). Más bien por el contrario. Sentía la vocación de soldado en los huesos y, siendo muy joven, la historia lo había colocado en un sitio de privilegio que lo llamaba a sumarse a la gloriosa tarea de la reconstrucción nacional. Quería hacer lo imposible para llevar el nombre de la familia con orgullo, aunque su padre, el general de ejército Joaquín Villalobos, no estuviese para verlo vestir también su uniforme militar. Su muerte -un ataque al corazón mientras dictaba una conferencia en el Club de Lo Curro- lo había sorprendido a los 60 años. Pero en él se reconocía y casi a diario extrañaba su presencia, su figura. Un desenlace fortuito, impredecible, el diablo había metido la cola, como decía Amalia.

En momentos difíciles, pensaba José Manuel, se hacía imperativo mirar hacia el futuro, dejar atrás el pasado y estar dispuesto a aprovechar las oportunidades que brindaba la vida. Y con él ella había sido generosa. Gran parte de sus sueños se habían cumplido. Cuarenta años más tarde, con el grado de general, el ejército era su segundo hogar, su mundo, allí se había forjado un camino propio a punta de disciplina, obediencia debida, esfuerzo. Era la cabeza de una familia bien constituida, una esposa dedicada a su hogar, con las prioridades bien claras. Incondicional a su esposo, siempre a su lado, en las buenas y en las malas. Amalia, la dulce Amalia, de figura menuda, profundos ojos negros, la piel color mate y labios carnosos. De maquillaje discreto. Se cuidaba en la dieta, muchas verduras y frutas, pescado, carnes magras, litros de agua al día, aunque la odiaba. Se teñía las canas cada mes para mantener su melena castaño oscuro. Amante de la moda, procuraba llevar la cartera del mismo color que los zapatos, aros de perlas como el collar y un lindo sombrero para las ocasiones especiales. Hija de un general de ejército jubilado, conocía bien a la familia militar y se sentía cómoda en su seno. Madre de tres hijos ejemplares: José Manuel (todos le decían Josema), titulado de ingeniería comercial, empleado en una empresa transnacional. María Amalia y Vicente Joaquín, ambos abogados con bufetes propios y una sólida cartera de clientes. Una familia feliz, de vida ordenada, sin sobresaltos, pero sin lujos. De estilo sobrio, como el padre y el abuelo.                                                                                                                            

José Manuel lucía una hoja de vida impecable, amante de la corrección, metódico, puntual y hombre de palabra. Ejemplo para sus pares, modelo a seguir para sus hijos. Tenía estampa, clase. No provenía de la aristocracia criolla, pero se había pulido. Había conocido el mundo y con el tiempo fue tejiendo contactos sociales y políticos dentro y fuera de Chile. Paso a paso, fue subiendo los peldaños de la invisible pero maciza escala institucional y social, se hizo de un nombre, como le gustaba decir a su esposa.                                                                                          

Los tiempos habían cambiado y la idea del inicio de una transición pacífica y pactada no lo abrumaba ni lo asustaba, como a algunos de sus compañeros. Creía genuinamente que no se trataba de una derrota del poder militar sino de nuevos retos, desafíos ineludibles que él, como soldado, estaba listo y dispuesto a asumir sin demora. La patria está primero, era una de sus frases favoritas. El país estaba libre del yugo marxista, la economía estable, el modelo neoliberal instalado bajo la inspiración de los Chicago Boys, la casa en orden. Los exiliados comenzaban a volver en forma masiva, y la hasta entonces oposición iniciaba su primer gobierno democrático, una vez ganadas las elecciones presidenciales.

Cierto, se habían cometido algunos excesos en el campo de los derechos humanos en el pasado, pero qué diablos, los chilenos se habían enfrentado a una guerra civil de proporciones, de prolongados enfrentamientos donde las bajas habían sido inevitables. En público y en privado, solía advertir que no escatimaría esfuerzos en repudiar la violación a los derechos humanos porque lo ocurrido nunca más debiera repetirse por el bien de la sociedad y el país.

Cierto, le irritaba profundamente que la oposición siempre hablara de los caídos, los de su lado, como si los miles de uniformados muertos fuese una fantasía militar. Con optimismo y convicción, Villalobos había promovido con entusiasmo la creación de mesas de diálogo entre civiles y militares para encontrar un denominador común, para comenzar a conversar y, eventualmente, con buena voluntad, cicatrizar las heridas. Las fuerzas armadas lo habían escuchado e insistían en la necesidad de dar vuelta la hoja, mirar hacia adelante. La palabra reconciliación se escuchaba cada vez con más fuerza desde la derecha y de un sector del nuevo gobierno democrático.

Pero la sociedad estaba lejos de mostrar un frente unido.  La demanda de algunos grupos de alcanzar la verdad y la justicia para los detenidos-desaparecidos era creciente, a ratos se volvía un estribillo majadero, odioso. Pero no había que asustarse, cada cosa a su momento les decía Villalobos a sus hijos, tiempo al tiempo. Colaboración, pero no sumisión era la consigna de los militares.

Hasta que sucedió lo impensable. Cuando era casi un hecho que él sería el próximo comandante en jefe del ejército, la Corte de Apelaciones de Santiago lo condenó -en un fallo unánime- a cinco años y un día como autor de torturas y asesinatos cometidos a comienzos de la dictadura en Valdivia -entonces era un teniente-, y como encubridor de doce fusilamientos extrajudiciales en esa zona. Gloria, su madre, sufrió un ataque de pánico cuando Amalia la llamó para comunicarle la noticia. Comenzó a sacudirse en espasmos sucesivos hasta que se desplomó en el piso de la cocina, recién trapeado. Ernesto se enteró por CNN mientras desayunaba cereales con arándanos en su departamento de Boston. Sólo atinó a coger su celular y a bloquear el nombre de su hermano. Para que nunca más, dijo en voz baja.

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