La seguridad ciudadana y las críticas al presidente

por Marcelo Contreras

Las desafortunadas declaraciones de Paulina Vodanovic, presidenta del PS, instando al presidente a asumir un mayor liderazgo en la lucha en contra de la delincuencia, generaron un natural malestar en la Moneda. Por injustas, toda vez que ha sido el propio mandatario quien ha marcado esa prioridad impulsando una vigorosa agenda en la materia. La más significativa de las últimas décadas, ampliando la dotación policial y recursos materiales, tal como lo ha reconocido el propio director general de carabineros. Además de insostenibles los dichos de la senadora contribuyen al desorden de la coalición oficialista, cuya prioridad debería apuntar a cerrar filas con el gobierno en el complejo desafío de combatir al crimen organizado y garantizar la seguridad ciudadana. La crítica desmedida y facilista hace eco con la conducta opositora en un período electoral como el que ya vive el país.

Nadie puede discutir que, al igual de lo que sucede en la mayoría de los países de la región, Chile enfrenta una grave amenaza representada por el crimen organizado, que ha extendido sus redes por toda américa latina, exportando una amplia gama de delitos, como el tráfico de drogas, el sicariato, el secuestro y trata de personas, la usura y otros, acompañada de grados de violencia desconocidos en nuestro país. 

Enfrentar esa amenaza no es una tarea simple o de corto plazo. No es eficaz con medidas efectistas o improvisadas, como lo ha reiterado el mandatario. Ciertamente no pasa por sacar a las FF.AA. a la calle para combatir la delincuencia (que no es la misión que le asigna la constitución y para la cual no son entrenadas), endurecer las penas o declarar al país en estado de sitio permanente, como proponen sectores de oposición.

Así el desafío mayor involucra desarrollar una agenda integral sobre la materia que, por cierto, incluye el plano legislativo, en donde el país registra importantes avances en estos dos primeros años de gobierno. También el reforzamiento y modernización de los servicios policiales en colaboración con la población organizada. Los resultados del censo que acaba de culminar se conocerán el próximo año. Muy probablemente certificarán una población cercana a los veinte millones de habitantes, entre ella un 8 % de inmigrantes, regulares e irregulares, ante una dotación policial que, ciertamente, no ha crecido a la par. El país requiere de más policías, como demanda la mayoría de la población, especialmente en las comunas más vulnerables.

Es la institucionalidad del país, en un plano más global, la que requiere de una modernización para abordar integralmente los nuevos desafíos en materia de seguridad. No tan sólo con la creación de un ministerio que centralice estas tareas y una nueva legislación. Parece redundante insistir en el fortalecimiento de las capacidades de gendarmería para acentuar el control efectivo de los recintos carcelarios (transformados en verdaderos centros de operaciones de las organizaciones criminales). Una cárcel de alta seguridad como la que ha anunciado el presidente, que permitiría la segregación de los delincuentes de mayor peligrosidad, representa un gran avance, pero no resuelve el problema del hacinamiento de los penales, que se convierten en verdaderas escuelas de la delincuencia. De la misma manera, parece urgente modernizar el servicio de aduanas, para controlar el ingreso de la droga, armas, materias ilícitas o productos falsificados. La adquisición de modernos scanner, anunciada por la ministra del Interior, responde a esa urgencia. El resguardo de nuestras fronteras, tan extensas como porosas, es también imperativo. La propuesta de la creación de una nueva policía de fronteras merece ser analizada. En fin, se requiere reforzar la inteligencia financiera, el servicio de impuestos internos y todos aquellos servicios vinculados a la seguridad interior del país.

Capitulo aparte es la dimensión social de la seguridad ciudadana, que impacta con mayor fuerza a los sectores más vulnerables del país, permitiendo al crimen organizado reclutar a jóvenes e incluso niños, ofreciéndoles la posibilidad de obtener lucrativos ingresos en el corto plazo, a riesgo de sus propias vidas. El estado tiene el deber de cortar esa perversa cadena, ofreciéndoles oportunidades de progresar en la vida a través de una educación publica gratuita y de calidad, acceso al deporte y la cultura, con opciones para empleos dignos y mejor remunerados. En ese sentido, el combate a la pobreza y la desigualdad no está disociado con la agenda de seguridad ciudadana.

Y cómo se financia una agenda integral en materia de seguridad

Esa es una interrogante y desafío para el conjunto de la sociedad que no pueden eludir las elites políticas con recetas demagógicas. Es más que evidente que el país requiere invertir mayores recursos en materia de seguridad ciudadana. La gran pregunta es de donde salen esos recursos. Es un dato a la vista que los números no cuadran. Se exhibe a un país que, en términos macro, ha triplicado su ingreso per cápita en los últimos 30 años y compite por liderar la región. En evidente contraste continúa arrastrando carencias y precariedades sociales asociadas a la concentración de la riqueza y su desigual distribución, sin que se registren avances muy sustantivos antes y después de los impuestos. La derecha persevera inflexiblemente en rechazar cualquier alza de impuestos que grave a los sectores de mayores ingresos. Así, el proyecto de reforma tributaria propuesto por el ejecutivo va quedando reducido a un limitado acuerdo para reducir la evasión y elusión tributaria. Un acuerdo que, ciertamente, no permite destinar mayores recursos a una verdadera e integral agenda sobre seguridad ciudadana.

Asímismo el desafío crece para financiar una agenda exigente. Con el riesgo reiterado del círculo vicioso para conseguirlo con los límites de la reactivación económica. Ciertamente contribuye la racionalización del gasto público con prioridades específicas, pero la mayor justicia tributaria parece ineludible.  Finalmente son los ciudadanos y las ciudadanas, a través de su voto, quienes pueden definir las prioridades y elegir un camino hacia el futuro.

El sensible tema de Venezuela continúa latente

A poco menos de un mes de las elecciones, aún las autoridades venezolanas no presentan las actas de los escrutinios y todo apunta a que no lo harán. Menos para someterlas a una verificación internacional. La razón es simple. No pueden hacerlo luego de proclamarse vencedores en estos comicios. Si estas actas, en poder del CNE y del propio gobierno, desde la misma noche del escrutinio, refrendaran la autoproclamada victoria, las habrían presentado prontamente.

Parece más que evidente que el gobierno de Nicolás Maduro, desafiando a la opinión pública internacional, buscará atrincherarse en sus dichos y cifras para jurar su nuevo mandato el próximo mes de enero, negándose a cualquier fórmula de negociación, como han propuesto algunos países de la región. Incluso aquellas tan peculiares como la de repetir la elección en algunos meses más. O formar un gobierno de coalición entre el gobierno y la oposición. Todas ellas rechazadas tanto por el gobierno como la oposición.

Se han hecho todo tipo de comparaciones entre el régimen de Pinochet y el de Maduro. En su mayoría ligeras, carentes de rigurosidad, cuando no, francamente odiosas, sosteniendo que Pinochet aceptó su derrota en el plebiscito de 1988 y entregó el poder, tras un controvertido pacto de transición, en donde retuvo parte de su poder fáctico, primero como comandante en jefe del ejército y luego como senador vitalicio. Lo que aquellos no dicen es que nunca imaginó perder el plebiscito y tan sólo reconoció su derrota, ante la amenaza de una división de las FF.AA. Aparentemente Maduro cuenta con la lealtad, hasta ahora, de las FF. AA de su país. Pero como bien se sabemos, ellas son leales hasta que dejan de serlo.

Esta decisión del régimen venezolano de aferrarse en el poder a toda costa pone en una muy difícil posición a todos aquellos gobiernos, incluido chileno, que se han negado a reconocer los resultados sin un proceso de verificación, exigiendo la presentación de las actas y una auditoria internacional. Lo propio sucede con los gobiernos que han buscado mediar, intentando una solución política a este conflicto.

¿Qué postura adoptarán frente a una política de hechos consumados como la actual? ¿primará el pragmatismo, que se basa en la defensa de sus propios intereses nacionales, bajo la premisa de reconocer al gobierno que legitima o ilegítimamente ejerce el poder real, u optarán por una política de “principios” desconociendo a un gobierno ilegitimo, básicamente sostenido por el poder militar? La decisión no es fácil. Sobre todo, para los gobiernos de la región que han acogido buena parte de los inmigrantes en sus países y que requieren mantener relaciones de cooperación entre los estados.

Pero, en verdad, más allá de los problemas diplomáticos que plantea la ratificación del fraude electoral, el drama mayor lo enfrenta la oposición venezolana y esa abrumadora mayoría que optó por el cambio. En lo inmediato, sectores de la oposición y los miles de venezolanos que han salido a la calle para exigir el respeto por su decisión soberana, han sido objeto de una masiva y cruenta represión, con más de dos mil apresados reconocidos y más de veinte muertos. Edmundo González, el candidato triunfante ha debido pasar a la clandestinidad, en tanto María Corina Machado, enfrenta la clara amenaza de terminar en prisión, adjudicándoles la responsabilidad por las muertes y de propiciar un golpe de estado. En estas condiciones, el futuro para la oposición se vuelve muy incierto. No es para nada evidente que los resultados de esta elección y el fraude posterior marquen el principio del fin del régimen de Maduro, aunque profundizan la larga crisis que vive Venezuela. Más allá de las decisiones que adopten los diversos gobiernos, tanto la oposición como el pueblo venezolano, son acreedores de una sólida solidaridad internacional y una activa movilización para recuperar su democracia. Tal como ocurrió en nuestro país durante la dictadura. Sin olvidar que Venezuela fue un lugar de asilo para muchos chilenos en los tiempos del régimen civil militar liderado por Pinochet.

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