Las dos Jacintas.

por Odette Magnet

Tenía veinte años, el alma herida, no podía dormir, ni comer ni llorar. Casi no hablaba. Le dolía la luz del sol de la mañana, la música, la risa. La vida.

Mi madre conoció a Jacinta de la Torre por accidente en un viaje en tren que compartieron de París a Barcelona, hace años. Cuando era joven, sin equipaje pesado, sin hijos, sin pareja, sin trabajo. Llena de sueños, de hambre de mundo, quería llenarse de cuentos, de historias, paisajes, palabras, silencios. Quería comprender el origen de las cosas, valorar la certeza tanto como la duda. En fin, eso es lo poco que me ha dicho mi padre de ella.

Era la década del 70, tiempos de turbulencias económicas y políticas, una nueva barajada a concho del naipe. En Chile, la dictadura instalada firme; reinaba el terror en una mitad del país y el placer, en la otra. Algunos amasaban rabia, otros, plata. Constanza Alvear estudiaba sociología en la Universidad Católica, tercer año, lo único que tenía en común con sus compañeros, con algunos de ellos, era el miedo. Un día, cree recordar que era un lunes, recibieron la visita de tres tipos de la DINA que entraron con sus lentes oscuros y chaquetas negras de cuero en la mitad de la clase de estadísticas, nueve de la mañana. Sin abrir la boca pescaron al José Antonio y al Carlos que estaban sentados en la última fila tomando apuntes. Los cabros fueron arrastrados por el cuello de sus camisas como dos títeres patéticos. Duró menos de un minuto. El profe se quedó con la frase en el aire.

Nadie abrió la boca. Mucho más tarde supe que ambos habían engrosado la lista de los detenidos-desaparecidos.

Entonces Constanza entendió que era hora de emprender el vuelo. Sin intenciones de regresar. Una mochila a la espalda, unas cuantas pesetas, algunos francos, cien dólares. No asistió más a clases. Tenía veinte años, el alma herida, no podía dormir, ni comer ni llorar. Casi no hablaba. Le dolía el sol de la mañana, la música, la risa. La vida. Guardaba algunos fragmentos en su mente de esa época, como retazos de un vestido viejo. Una foto recortada. Imágenes borrosas de la familia hecha trizas. La dictadura había venido a quedarse y ella había decidido partir. No tenía alma de heroína ni de víctima. M´hijita, le dijo su madre, váyase si quiere, despeje la cabeza, pero vuelva. Acá están sus raíces, su familia, que es lo más importante.

De eso hace mucho. A Jacinta no le gusta hablar de ese tiempo, si ni siquiera había nacido. Han pasado tantos años, Barcelona siempre fue su hogar, allí está su vida, su padre, sus amigos. Chile es una postal añeja, color sepia, ella no está en la foto. Su madre en el living de su casa con sus padres, sentados los tres en un sofá roñoso, ella en el medio. Un jarrón de flores plásticas sobre una mesa de centro, fea, barata.

Jacinta, la del tren, era una chica catalana de cintura angosta y dientes blancos, tan blancos que parecían postizos. Sin una sola curva, con tatuajes oscuros en los hombros, brazos. Los ojos delineados, con una gruesa tinta negra, le recordaban a Constanza a un mapache. Después se enteró que tenía dieciocho años, recién egresada de la secundaria, rumbo a casa, después de unas largas vacaciones en Niza. De familia adinerada, padre empresario. Seguía unos cursos de fotografía en un afamado y caro instituto en Barcelona. Deseaba dejar constancia, decía ella, de la miseria humana, adentrarse en los mundos subterráneos, sórdidos, para retratar el abandono impuesto a los pobres, los olvidados, los que nada tenían que perder y solo apuraban la muerte para poner fin a tanto tormento.

Pero todo eso lo supo cuando ya se encontraba a mitad de camino a Barcelona. Jacinta se había sentado a su lado en el vagón de tercera clase. Le sonrió de reojo. Alisó su falda plisada, de algodón azul y blanco, y abrió su libro de tapa dura cuyo título no alcanzó a leer. Tenía una argolla perforada en la nariz y un tatuaje rojo y negro en el cuello. Al parecer un escorpión, pero no podría asegurarlo. Era octubre y comenzaba a llover, una llovizna fina, de esas que uno celebra tras un verano seco y caluroso.

-Qué tal-le dijo-sin ningún asomo de pregunta-. La muchacha sacó una botella de agua de su bolso verde, pero no la abrió. Comenzó a leer su libro, con el ceño fruncido. Al cabo de unos diez minutos, levantó la vista y dijo:

– ¿De dónde sois? Esta vez había un marcado tono de pregunta.

-De Chile-contestó Constanza. De Santiago.

-Ah, Pinochet. Espero que no tengáis que soportarlo 40 años como nosotros a Franco.

-Por mí que lo maten de una vez-le aseguró Constanza. La salida política es una ilusión, la recuperación de la democracia será posible sólo por la vía armada.

Jacinta cerró el libro y lo guardó en su bolso. Luego se enderezó en el asiento y comenzó a hablar de su familia, de su vida, de los mejores platos catalanes, la fotografía en blanco y negro. Le contó que no se llevaba muy bien con sus padres pero que su madre nunca la había llamado princesa ni la había vestido con faldas de tul o encajes ni ninguna de esas cursilerías. Más bien le advirtió que si no quería casarse que no lo hiciera, pero que ojalá conociera el amor con quien fuera, sin importar el sexo. Alerta a las lecciones de su madre, descubrió que era lesbiana en la pubertad cuando una prima le había enseñado a besar con lengua y los ojos cerrados. Se le había erizado la piel y allá abajo sintió que estaba húmeda. Cuando se lo comentó a la prima, ella le dijo que eso se llamaba deseo, que era normal.

Entonces comenzó a explorar, con entera libertad hasta que se enamoró perdidamente de una compañera de la secundaria. Hace poco vivían juntas en el barrio de Gracia, pensaban casarse pronto y, algún día, adoptar a una niña pequeña.

La vida de Constanza era todo lo opuesto a la de Jacinta. Sin nada de glamour, una madre dueña de casa y un padre empleado de banco que llegaba a la casa a las ocho de la noche reventado. Ella, hija única de una familia de clase media chilena, endeudada hasta las orejas para poder costear sus estudios universitarios, luchando a diario para que la rutina no le comiera los sueños. Aspiraba a una vida libre, plena, sin miedo ni violencia. Se demoró un año en juntar dinero para el pasaje (trabajaba los fines de semana como promotora en un supermercado). Barcelona fue el destino elegido, una ciudad creativa, vibrante, colmada de oportunidades para los que estaban dispuestos a jugárselas. Se quedaría en casa de unos amigos exiliados de sus padres, al menos los tres meses que le permitía la visa de turista.

A partir de ese viaje en tren, ambas jóvenes se volvieron inseparables. Al mes, Jacinta le conseguía un trabajo en la galería de arte de unos conocidos. Casi cada tarde se reunían en un bar cercano al instituto de fotografía. El recinto era enorme, siempre lleno y con una música, estridente. Constanza tomaba su primer sorbo de cerveza cuando un tipo se le acercó por el costado y le dijo qué tal, soy Rodrigo, Rodrigo Castells, escritor, poeta, amigo de Jacinta. Una hora después ambas amigas dejaban el local y él se quedaba en la barra con su número de teléfono anotado en la muñeca. Tres días más tarde la pasaría a buscar a la galería y compartieron una noche de tapas. Con una ansiedad poco disimulada, ella le habló de su infancia en Peñalolén, su madre dueña de casa, su padre agotado y gris, su hambre de mundo, sus compañeros desaparecidos, el mar furioso de Chile, la poesía de Neruda, La Moneda en llamas.

No tenía sentido esperar, coincidieron ambos, y se casaron a fines de ese año. Una ceremonia civil sencilla y breve en la casa de unos amigos catalanes con unos pisco sours y una suculenta paella. De la familia de Constanza no había nadie. Ni siquiera le contó a su madre. Jacinta fue su testigo de matrimonio. El primer año fue glorioso. Y, después, todo cambió. Justo en el momento en que ambos caían en la cuenta de que habían cometido una gran equivocación, Constanza quedaba embarazada de Jacinta. Nació del error, decía su madre. Rodrigo comenzó a creer en los milagros cuando su hija nació. En los errores creía desde mucho antes. La pequeña Jacinta se colgaría del pezón de su madre con la misma fuerza con que ella había salido en búsqueda de una nueva patria.        

Hasta que, al cuarto año, sucedió lo inevitable: empezó a sentir el cosquilleo en el cuerpo, ese impulso incontenible de averiguar qué había al otro lado de la pandereta. Ya había aprendido a reconocer el síntoma. La curiosidad insaciable. Empezó a reconsiderar, a reformular, a mirar a su país y su historia reciente de manera distinta -dicen que la patria se aprecia mejor desde lejos. Siguió con disciplina las noticias de lo que sucedía en Chile, retomó contactos con algunos de sus compañeros de la universidad. La represión es cada vez peor, le aseguraban. No tiene para cuando caer el dictador, coreaban. Participó en algunas manifestaciones en contra de la dictadura, salió a la calle. Dibujó carteles, encendió velas, participó en peñas para recaudar fondos para las ollas comunes en las poblaciones de Santiago. Marchó, gritó, levantó el puño y tocó cacerolas, como lo habían hecho las mujeres de los barrios acomodados durante la Unidad Popular. Con algunos amigos latinoamericanos, de la resistencia, sobrevivientes del infierno, se llamaban ellos. Sintió en los huesos que era hora de volver, que había que aportar en lo que fuese a la causa. La culpa le caía gota a gota, horadándole el alma.

Le debía la verdad a Rodrigo. Tras largas discusiones, negociaciones y mucho llanto, acordaron que la niña se quedaría con su padre, un tiempo al menos, para probar cómo le resultaba el regreso. Exponerla a los peligros de la dictadura y su horror era demencial. Si estaba decidida a entrar a la clandestinidad y tomar las armas, no había allí espacio para Jacinta. El llamado de la patria era imposible de ahogar. Llegado el día, la niña se aferró a su madre y lloró desconsoladamente en el aeropuerto, vaciando sus ojos grises hasta que se volvieron rojos. Constanza la encerró en un abrazo largo y le susurró al oído que volvería a verla muchas veces, que la amaba más que a nadie en el mundo, que esperaba que algún día entendiera su decisión. Jacinta le regaló su peluche favorito y se secó las lágrimas con el dorso de su mano derecha.

No se volverían a encontrar. Seis meses más tarde Constanza Alvear caía abatida, junto a otros dos compañeros, en un falso enfrentamiento en una calle de Las Condes, en Santiago. Según el material fotográfico disponible, el cuerpo de la joven se encontró tendido, a ocho cuadras de una casa de seguridad. Solo vestía calzones. Se constató, posteriormente, que las lesiones de quemaduras y los orificios de entrada de balas fueron hechos cuando ella estaba sin ropa. Tenía treinta impactos.

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