Los derechos humanos bajo amenaza

por Jaime Esponda

En los mil quinientos días de mis clases de Derecho, a fines de los años sesenta, hubo uno solo en que se trató sobre los derechos humanos. Lo recuerdo muy bien. Fue una clase de Derecho Internacional Público en que el profesor expuso sobre la Declaración Universal. Este ejemplo es sintomático de la ausencia, en la cultura chilena de entonces, de conocimiento y, aún más, de preocupación por la protección de aquellos derechos fundamentales. 

Afortunadamente, cuando sobrevino el golpe cívico-militar de 1973, ya la humanidad había reaccionado contra los crímenes de los totalitarismos del siglo XX y comenzado a construir un sistema internacional de protección de los derechos humanos cuya base es la responsabilidad internacional de los estados, por actos reprochables en que incurran los gobiernos o sus agentes. La vigencia de este sistema jurídico, aun en desarrollo, permitió que otros estados y la comunidad internacional organizada reaccionasen contra los atropellos del régimen de Pinochet, pero también otorgó mayor legitimidad a las emergentes entidades nacionales de defensa de los derechos humanos. La interacción entre estos ámbitos de acción internacional y nacional fue, a mediano plazo, uno de los factores determinantes del fin de la dictadura cívico-militar. 

Aun así, tal como ocurre hoy en otros países, la vigencia de aquella vertiente del Derecho Internacional Público no inhibió a Pinochet y su aparato represivo de perpetrar gravísimos atentados a la dignidad humana y crímenes de lesa humanidad. Al respecto, estoy convencido de que la masividad y gravedad de esas sangrientas tropelías no solo fue posible por la brutal determinación de los mandos militares sino también debido al clima de odiosidad reinante en septiembre de 1973, el cual condujo a que parte de la población aceptase y hasta desease la eliminación física de los militantes de la Unidad Popular, algo que podría sonar exagerado a los que no conocieron tales sucesos, pero no así a quienes los vivimos. 

La experiencia enseña que la mayor amenaza a la vigencia de los derechos humanos, en una democracia, surge merced a fóbicas campañas de odio que generan en sus destinatarios recelo hacia la existencia misma de esos derechos y alimentan la aceptación natural de su vulneración.También de acuerdo a la experiencia, en las dictaduras, a medida que aquella parte de la población subyugada por ese pensamiento repulsivo se va sintiendo impactada por violaciones de derechos humanos que recaen en personas cercanas, sobreviene en ella un tardío arrepentimiento. 

Ese proceso, ocurrido en Chile desde 1973 en adelante, pareciera hoy volver embrionariamente a sus comienzos. Por ello, es apropiado reflexionar sobre el actual deterioro de la cultura de derechos humanos, la misma que tanto creció bajo la dictadura. A mi juicio, el fenómeno actual se explica parcialmente por el aumento de la criminalidad violenta, pero también tiene su origen en el discurso de sectores políticos que respaldaron la dictadura cívico-militar y no han dado pruebas fehacientes de arrepentimiento. 

El aumento exponencial de los delitos violentos, que sería irresponsable desestimar, forma parte de un contexto regional caracterizado por el “incremento de la circulación de los carteles del narcotráfico y el crimen organizado en la región latinoamericana, que coincide además con el incremento de la ocurrencia de ciertos tipos de delitos asociados (…) que no se habían manifestado con tal intensidad en el pasado[1]. En nuestro país, operan al menos doce bandas criminales extranjeras dedicadas al narcotráfico, el tráfico de migrantes o la trata de personas, para cuyos fines perpetran, entre otros delitos, homicidios y secuestros extorsivos. Una característica identificada de estas bandas es su capacidad de captura y control de determinados territorios, en los cuales reclutan mediante la intimidación e incluso la “prestación de servicios” a parte de sus pobladores. Un caso paradigmático de este tipo de empoderamiento criminal ha sido el del clan de Los Gallegos”, afortunadamente desarticulado, que se apoderó del Cerro Chuño, en Arica, y sometió a sus habitantes.

Ahora bien, a raíz del aumento de la criminalidad violenta y merced al discurso populista según el cual los delincuentes carecen de derechos -es decir, no serían personas- crece en parte considerable de la población la creencia de que, para combatir eficazmente el crimen organizado, es necesario violar los derechos humanos y dar carta blanca a los agentes armados del Estado. Se suma, como segundo supuesto de ese relato político que remeda el de Trump, la identificación del fenómeno criminal con la migración[2], un mensaje simplón pero exitoso que, con cortedad intelectual, omite analizar el tipo exacto de correlación entre dos fenómenos distintos: el crimen organizado que penetra nuestras fronteras y los flujos migratorios irregulares, constituidos principalmente por personas en situación de vulnerabilidad pero que no son consideradas oficialmente idóneas para recibir asilo o el estatus de refugiado. 

Los políticos involucrados en tal discurso omiten precisar que “no es la migración la que actúa como portadora del narcotráfico y el crimen organizado (sino) el crimen organizado y el narcotráfico los que utilizan la migración para introducirse en sus territorios y mercados de destino”[3]. Es lo que ha ocurrido en nuestro país, donde los grupos criminales, junto con seducir y captar a jóvenes chilenos de poblaciones populares, lo hacen ahora con migrantes irregulares y vulnerables, para adiestrarlos como operadores suyos sobre determinados territorios, con acceso a armas de fuego. Ello explica, en parte, ese 14,4% del total de la población penal del país constituido por extranjeros, un porcentaje todavía menor que la proporción de migrantes en el país pero el doble que hace dos años[4]

Esta realidad implacable nos indica que para preservar la protección de los derechos humanos y detener la tendencia social recelosa de los mismos, tan necesario como atacar aquel discurso propio de la extrema derecha es enfrentar, como aventajado enemigo actual, al crimen organizado que favorece aquel discurso. La base doctrinaria de este desafío es el derecho humano a la seguridad, cuya contrapartida es el deber general de garantía del Estado, que está obligado a proteger a la población de todo aquello que le impida vivir libre de temores. Desde luego, preservar la seguridad elemental de las personas sin violar los derechos humanos de quienes son interceptados por los agentes del Estado, en cualquiera de los hitos de la persecución criminal, exige una equilibrada armonización de la fuerza física con sus límites jurídicos.   

Otra situación adversa a la vigencia de los derechos humanos, en cuanto genera condiciones psico sociales favorables a su vulneración ha sido, desde larga data, la violencia con connotaciones terroristas en la macrozona Sur, donde confluyen, de un modo que aún no es esclarecido con precisión, grupos indigenistas extremos con bandas dedicadas al robo de madera y el narcotráfico. El reciente asesinato de tres carabineros, que pareciera ser una reacción ante el notable descenso de la violencia homicida e incendiaria lograda bajo el actual gobierno, no ha hecho sino confirmar aquella connotación terrorista, que permite el recrecimiento de la percepción de criminalidad.

Mas, como hemos adelantado, otro peligro que se cierne sobre el respeto a los derechos humanos tiene su fuente, lamentablemente, en representantes políticos que, impasibles ante las consecuencias de su actuar, someten a permanente ataque al sistema de Justicia, cuya independencia y salvaguardia son condiciones de todo Estado de Derecho. Y lo hacen, precisamente, en relación con causas por violaciones de derechos humanos. Así, frente a procesos relacionados con el estallido social pretenden, sin ninguna base jurídica, que los tribunales solo condenen los delitos de violentos perpetrados por civiles, pero no los cometidos por agentes del Estado.

La gravedad de este discurso descuella debido a la relevancia de sus autores. En efecto, en una misma semana, los dos precandidatos presidenciales de la derecha, en aparente competencia mutua de temeridad, impudor y ficción, sin elemento alguno de prueba embistieron contra el Ministerio Público. Evelyn Matthei llegó al imprudente extremo de acusar a los fiscales de “inventar delitos” contra el General Director de Carabineros; y José Antonio Kast, con no menor desatino, intentó desacreditar a la fiscal Chong, quien cuenta con el pleno respaldo del Fiscal Nacional, acusándola de ser “una activista política”. La finalidad de estos mendaces ataques no es solo inhibir a los actores judiciales de cumplir con sus deberes sino además, inequívocamente, ganar adeptos electorales sobre la base de minar la confianza en las instituciones, sin importar las consecuencias que de ello resulten a futuro, para la persecución del crimen y la prevención de violaciones a los derechos humanos. 

Por último, también se erigen, objetivamente, como agentes de un detrimento ulterior del respeto hacia la dignidad de las personas y de una conciencia social despreciativa de los derechos humanos, quienes desde el poder legislativo proponen obscenas iniciativas de reforma procesal que retrotraen a la época de la dictadura, legitiman el abuso y merman la independencia de un poder del Estado. En tal sentido, destaca la pretensión de vulnerar el principio de proporcionalidad de la legítima defensa, en circunstancias que la actual legislación protege con suficientes eximentes de responsabilidad legal el rechazo armado a una agresión equivalente. Y, por cierto, ha causado estupor la tentativa legislativa de amnistiar a uniformados imputados, procesados o condenados por delitos comunes y de traspasar el conocimiento de tales ilícitos a tribunales integrados por sus propios camaradas de armas.

La torcida intencionalidad de estos actores políticos se manifiesta en que junto con aplaudir a los jueces ordinarios que condenaron a Héctor Llaitul a 23 años de cárcel, se oponen a que esos mismos magistrados juzguen delitos cometidos por carabineros o militares. A estos propósitos se suman algunos gremios politizados, por ejemplo, los camioneros del Norte, con petitorios descabellados como el cierre de las fronteras, la implantación de estados de excepción constitucional y la derogación de la Ley de Migración. 

Ante esta ofensiva contra las instituciones y principios fundamentales del Derecho, cuyo éxito significaría dejar el campo llano a la comisión de violaciones de derechos humanos y su impunidad, lo que cabe es, como lo ha señalado Marcelo Contreras en la edición anterior de este medio, actuar con la cabeza fría. Ello implica, en primer lugar, eliminar los factores objetivos que sirven de pretexto a postulados bárbaros y abonan la contra-cultura humanista en un sector de la población chilena, el principal de los cuales es el crimen organizado. Junto con combatir en el terreno de las ideas y en el Congreso el extremo discurso populista, es imperioso acelerar las medidas legislativas, procedimientos, dotación de recursos, inteligencia y acciones dirigidas a la desarticulación de las bandas criminales. 


[1] Rodríguez, Manuel Luis. Fundación Latinoamericana de Política y Prospectiva, Delincuencia y migración: premisas para una tesis Magallanes, 4 mayo 202

[2] Según la última encuesta CEP, un 69% de los chilenos está de acuerdo con que los inmigrantes elevan los índices de criminalidad.             

[3] Rodríguez, Manuel Luis. Op.cit.

[4] Gendarmería de Chile. Caracterización de Personas Privadas de Libertadhttps://www.gendarmeria.gob.cl/car_personas_pp.html Visto el 13.05,2024

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