Los dilemas de las coaliciones.

por Gonzalo Martner

Frente a la elección por voto obligatorio de los integrantes del Consejo Constitucional el 7 de mayo próximo, tiene razón el gobierno al afirmar su preferencia por una sola lista de los partidos que lo apoyan, y que incluso esa lista incorpore a la DC. Mientras, las coaliciones de gobierno deben adoptar definiciones que serán cruciales para su futuro.

La lista única tiene el fundamento político de ofrecer un arco amplio de unidad y también el fundamento electoral de elegir el máximo de consejeros constitucionales, dado que la cifra repartidora favorece a las listas más votadas. Pero el PPD ha decidido que ser parte de esa lista unitaria le implicaría costos (“la lista del indulto”). Esto ocurre a pesar que la jefa política del gabinete es desde septiembre de 2022 la ministra del Interior Carolina Tohá, figura de ese partido. El PPD ha decidido privilegiar una alianza ideológica con fuerzas de centro como la DC, que no forma parte del gobierno, y los radicales y liberales. Su diseño es diferenciarse del bloque Apruebo Dignidad.

A los que les gusta mirar por dónde sigue rondando el añoso fantasma del comunismo, cabe señalarles que Apruebo Dignidad no es una coalición alineada con el PC, como al parecer pretenden diagnosticar la DC y el PPD. El PC ha sido, más bien, el que está alineado con las políticas de gobierno, las buenas y las no tan buenas. No obstante, le haría bien a ese partido encaminar su postura internacional hacia el no alineamiento activo y consolidar la defensa común de la alianza de gobierno de las democracias y los derechos humanos en todas partes. Esto no impide mantener el rechazo que merece la política norteamericana de intervención y de bloqueos. Pero la democracia y los derechos humanos son instituciones y valores que son acervos de los humanismos del mundo y, por tanto, de la izquierda chilena. Considerar esto sería muy útil para una nueva síntesis que fundamente una alternativa progresista de gobierno de largo plazo en Chile, inserta en las luchas sociales, culturales, territoriales y ecológicas de amplio espectro que se libran en el país y con un proyecto democrático autónomo y de orientación latinoamericanista. Lo contrario haría muy difícil esa síntesis.

Mientras, de persistir la definición del PPD, el Partido Socialista tiene también que tomar una decisión clave. La lógica indica que debiera ser parte de una lista de partidos de gobierno, considerando su participación relevante en la actual administración que incluye un rol decisivo tanto en la coordinación política, las relaciones exteriores y la defensa como en la gestión de la economía. Y dejar de lado la alta beligerancia contra el Frente Amplio de algunos de sus senadores, probablemente motivada por una especie de diagnóstico de desplazamiento generacional en los territorios y administraciones que algunos en esa agrupación mantienen como su identidad básica y que provoca la irritación del resto por su inconsistencia.

Que el PS se sume a la lista de centro que promueve el PPD será invocado por los que defienden un supuesto «eje histórico DC-PS«. Esto tiene dos problemas. Primero, la DC no quiere formar parte del gobierno y rechaza toda alianza con la coalición del presidente Boric, mientras el PS se ha comprometido con ella y a darle sustento al presidente. Si se debilita al gobierno y su alianza, no es posible avanzar en transformaciones y cerrarle el paso a la ultraderecha en 2025. Segundo, el «eje histórico» de la DC con el PS no es tal. Desde luego no existió entre 1989 y 2008, pues después del apoyo desde la DC al PC a Patricio Aylwin en 1989, el PS siempre compitió con la DC en materia presidencial, en primarias o en primera vuelta, y lo hizo desde 1989 en materia parlamentaria y desde 1992 en materia de sub-pactos de concejales. El PS nunca dejó de ser alternativa a la DC en las elecciones presidenciales, de concejales y de parlamentarios, aunque se sumara fuerzas contra la derecha. Solo no compitió con la DC en las elecciones de alcalde por la ausencia de segunda vuelta. Eso es lo que explica que Ricardo Lagos y Michelle Bachelet llegaran a ser presidentes de Chile, pues tenían detrás una fuerza política de apoyo que luchó por hacer avanzar sus ideas en la sociedad. Lo que hubo, en cambio, fue una coalición de gobierno para una etapa entre fuerzas distintas. Esta lógica de «vías paralelas en competencia regulada» se mantuvo durante veinte años. De paso, este esquema preservó mayorías amplias y una coalición con capacidad de gobernar, pero sin que el PS renunciara a construir una fuerza transformadora capaz de correr progresivamente las fronteras de lo que se entiende como posible.

Ninguna de esas cosas fueron fáciles de hacer y requirieron de mucho trabajo y persistencia estratégica, pues la acción política es siempre lucha por determinados objetivos. Pero nada dura eternamente y esa fórmula de gobernabilidad con competencia regulada fue interrumpida por la política disruptiva del grupo de poder que condujo el PS desde 2005. Por razones de cálculo electoral menor y falta de convicción estratégica, las conducciones socialistas privilegiaron a partir de la elección municipal de 2008 alianzas electorales con la DC, las que hasta esa fecha se habían circunscrito estrictamente al PPD y el Partido Radical en el marco de la idea de un «bloque progresista». Además, se terminó por poner al primer gobierno de Michelle Bachelet en minoría, cuando por primera vez la coalición de gobierno disponía de mayoría simple en el parlamento. Esto ocurrió por el apoyo a rupturas en el PPD, en la DC y el propio PS, con una gestión autoritaria del emergente fenómeno de los «díscolos» de distinto signo. En vez de asumir que se expresaba la fatiga de la coalición de centroizquierda frente a la evolución de la sociedad, el liderazgo burocrático del PS fue restringiendo su convocatoria política y hacia el mundo popular y de los jóvenes, lo que facilitó la primera victoria de la derecha después de veinte años en 2010.

Pero, a la postre, fue la propia DC, o su sector conservador predominante, la que terminó por boicotear la coalición de centro e izquierda por dentro –en alianza con el neoliberalismo PPD y de otros sectores- durante el gobierno de Bachelet II, que había ampliado su alianza hacia el PC y permitido desplazar a la derecha del gobierno. La imposibilidad de una mayor coherencia política para cumplir con las promesas de cambio culminó con el descrédito de la DC y de la izquierda tradicional y el retorno de la derecha a La Moneda por segunda vez en 2018.

En una mirada retrospectiva, una cosa fue la necesidad de juntar fuerzas para salir de la dictadura y luego dar un sustento amplio a gobiernos de figuras progresistas en las nuevas circunstancias de Chile del siglo XXI, y otra muy distinta fue dejar de construir una fuerza propia programáticamente autónoma. Se terminó renunciando al proyecto histórico del socialismo chileno en aras de administrar beneficios clientelares en los órganos del Estado. Dejó de ser central la lucha por terminar con el veto oligárquico en las instituciones (“fumar opio”) y con las desigualdades sociales inaceptables. El acomodo a las situaciones de poder llevó al PS -y mucho antes a buena parte del PDC, el PPD y el PR-  a dejar de lado la prioridad de luchar con persistencia por una democracia soberana y por más justicia social, acompañada ahora por la defensa de la sustentabilidad ambiental.

Este proyecto transformador no es compatible con la connivencia con el capitalismo oligárquico vigente, aunque sí requiere de mercados regulados en economías mixtas, es decir de un «Estado democrático y social de derecho«. Al virar al centro y al acomodo con el Estado mínimo neoliberal, simbolizado por el apoyo a un ministro de Hacienda opuesto a reformas tributarias y laborales como Andrés Velasco, el PS abrió el camino a la emergencia de una nueva fuerza política a su izquierda. Esta nació de las luchas de 2006 y 2011 por una educación inclusiva, una de las grandes demandas de la sociedad. La nueva fuerza generacional terminó meritoriamente por gobernar, al constituirse en una mejor alternativa frente a la derecha que la izquierda tradicional o un centro sin norte.

Hoy el PS tiene la oportunidad de dejar de lado sus pasadas derivas y ser parte de una coalición de izquierda amplia y plural en construcción. Esto supone pagar costos -como la derrota del proyecto constitucional de 2022- dada una conducción política que no posee aún una experiencia suficiente y poco sentido estratégico, lo que la lleva a ensayar divertimentos con poco sentido y cometer múltiples errores. Pero de la consolidación de esa nueva coalición depende nada menos que el avance en las transformaciones democráticas e igualitarias que siguen siendo indispensables en el país. Y también evitar un futuro dominado por la ultraderecha.

Si no hay una lista única de gobierno al Consejo Constitucional, debe haber al menos una lista de los partidos dispuestos a contribuir a que el relanzado proceso constituyente consagre que la soberanía reside en el pueblo en base al principio de mayoría y no en enclaves no representativos, que su límite es el respeto a los derechos humanos y demás derechos fundamentales, incluyendo el de las minorías a procurar transformarse en mayoría en elecciones periódicas, que el de Chile es un «Estado unitario descentralizado» que reconoce las autonomías territoriales y la de los pueblos originarios en su seno, y que es un «Estado democrático y social de derecho».

La voluntad política así expresada debe también extenderse a mejorar la tarea gubernamental. Es posible que la derecha en el parlamento actual bloquee todas las reformas, en especial la del sistema previsional y la reforma tributaria. Pero la gestión de gobierno no pasa toda por el parlamento, por lo que en ese escenario será crucial centrarse en una mejor gestión de los servicios públicos, aumentando su profesionalización y haciendo retroceder el clientelismo. En ese evento se debería trabajar, con los instrumentos disponibles, por el fortalecimiento de la salud y la educación públicas y el incremento de la pensión garantizada (si la derecha vota en contra del fondo de capitalización colectiva, debiera rechazarse un aumento de la cotización que termine en unas AFP reforzadas). Y encaminar el mejoramiento de la productividad económica en una perspectiva de sostenibilidad –como ya se está haciendo con el rechazo a Dominga– y de diversificación y creación de empleo decente. Esto no obsta a que se siga trabajando, con el apoyo de la sociedad civil, para presentar una y otra vez legislaciones que hagan tributar más a las grandes compañías mineras y a las grandes fortunas, que incrementen la capacidad de negociación de las remuneraciones de los asalariados y que permitan el paso de la semana laboral de 45 a 40 horas.  

El bloqueo parlamentario de la derecha debiera estimular, además, una fuerte alianza con las administraciones territoriales y avanzar en un plan de tres años de aumento de la calidad de vida en las ciudades y espacios rurales en ámbitos como la seguridad, el transporte público, la vivienda social, el equipamiento urbano y el control de las contaminaciones, redireccionando el gasto público. Esto debe incluir, además, planes de creación de empleo donde sea necesario, dada la recesión provocada erróneamente por el Banco Central y una política fiscal ultra restrictiva en 2022.

Así, mantener en alto la lucha por el cambio constitucional y por transformaciones estructurales, junto a realizar un trabajo gubernamental eficaz y que produzca resultados visibles en el contexto existente, sea quizá el camino a seguir por las fuerzas que apoyan al actual gobierno.

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