La sucursal bancaria de mi barrio tiene tres escritorios y una funcionaria. Dos escritorios están generalmente vacíos. Ahorran personal, como en las cajas de los supermercados.
Hay un guardia no indiferente en absoluto. Funciona como empleado y tiene pistola. Su mirada incita a que los clientes pensemos que todos somos culpables de algo.
Yo huiría, pero fui a pedir un préstamo. El guardia me miró implacablemente, lo contrataron por su mirada penetrante.
Yo dije “Buenos Días”, él contestó “Dígame”.
Yo repetí “Buenos Días”.
“Dígame”, insistió.
“El siguiente”, dijo la funcionaria. Ilusionado avancé con los papeles listos. Pasarle el legajo fue un despojo, duele reunir antecedentes tan personales y soltarlos repentinamente.
Es como entregar un hijo.
“Vuelva el lunes, los documentos van a la Central”, dijo la funcionaria.
Peor, el hijo se va lejos.
El lunes el guardia seguía implacable. No descansa buscando deshonestidades. Cuando la funcionaria dijo “firme aquí”, supe que aprobaron el préstamo.
Se torna mecánico pagar cuotas, como madrugar apurado todas las mañanas. Nunca el cajero me dijo “usted por acá, de nuevo”, aunque sonara irónico. Pagué el préstamo, pero cuando paso frente al Banco, me siento deudor todavía.
Algún tiempo después quise documentar otros pagos y no pude… por DICOM. Le debía… sesenta y seis pesos al mismo Banco, convertidos en $3.163, por intereses y gastos de cobranza.
Regresé. Vigilado por el ojo fulminante del guardia, redacté mi reclamo.
“El lunes”, dijo la funcionaria. El lunes regresé, el reclamo estaba ahí, intacto.
Fui a la Central. Son impersonales las oficinas centrales.
Primera reunión: Excusas y “esto se aclara hoy”. Pero seguí en DICOM. Segunda reunión: más excusas sin resultados.
Fui al SERNAC. Hoy tengo enmarcado el dictamen que multó al Banco.
¿Por qué seis pesos de deuda?
Es que el Banco se encariña con sus clientes, es una fórmula para no perderlos.
Como a un hijo.