María Teresa León. Memoria de la melancolía: Una existencia rota.

por Cristina Wormull Chiorrini

“Una patria, Señor, una patria pequeña, como un patio o como una grieta en un muro muy sólido. Una patria para reemplazar a la que me arrancaron del alma de un solo tirón”. M. Teresa León

La historia está repleta de historias de grandes, tremendas mujeres que tomaron la opción de vivir en un segundo plano para no opacar el natural derecho de sus parejas a tomar el protagonismo y ser reconocidos por sus trabajos.  Una de ellas, quien nos convoca hoy es María Teresa León, una grande que muchos desconocen por su gran aporte a las letras, al quehacer de las artes y su activismo durante y en forma posterior a la guerra civil española, aunque reconocen, sin duda, su relación sentimental con el poeta Rafael Alberti.

María Teresa León nació en Logroño en el año 1903 y desde su infancia estuvo rodeada de intelectuales, entre los que destacaba Jimena, la hija de la hermana de su madre:  María Goyri, la segunda mujer que se doctoró en la facultad de Filosofía y Letras en la universidad española y pionera en la defensa de los derechos de la mujer y Ramón Menéndez Pidal, ampliamente reconocido.  La influencia del matrimonio y su hija Jimena sobre la joven María Teresa fue capital: “Jimena era la síntesis de lo que un ser humano puede conseguir de su envoltura carnal. Algo mayor que yo, saliendo sola, yendo sin acompañante al colegio, que no se llamaba colegio, sino Institución Libre, colegio laico, sin monjas reticentes que dan la señal de levantarse o sentarse todas al unísono, con dos trocitos de madera golpeados”, recuerda María Teresa en Memoria de la melancolía, su autobiografía escrita a fines de los sesenta.

Desde joven se acostumbró a vivir en diferentes ciudades sin presentir que el desarraigo iba a ser su carga principal en la adultez. Debido a la profesión de su padre (era militar) vivieron en Madrid, en Barcelona y en Burgos, entre otros lugares.  Y en su adolescencia fue expulsada del Colegio del Sagrado Corazón “porque se empeñaba en hacer el bachillerato, porque lloraba a destiempo, porque leía libros prohibidos…».

Poeta, dramaturga, ensayista, intelectual y activista de la Generación del 27, en plena adolescencia comenzó a publicar artículos y cuentos bajo el seudónimo de Isabel Inghirami, la heroína de Gabriele D´Annunzio y se casó muy joven (en 1920, a los 17 años) con Gonzalo de Sebastián Alfaro y tuvo dos hijos, Gonzalo y Enrique. Pero el matrimonio no fue feliz y rompió de forma complicada.  A poco andar conoció a Rafael Alberti en casa de unos amigos comunes, con quien se casó en 1932 y compartió el resto de su vida. Alberti evocaría así el encuentro con María Teresa: “Surgió ante mí, rubia, hermosa, sólida y levantada, como la ola que una mar imprevista me arrojara de un golpe contra el pecho”.

Poco antes de conocer a Alberti, en 1928, había viajado a Argentina donde publicó sus primeras obras: “Cuentos para soñar” y “La bella del mal amor”.

Tras el casamiento, en 1932, la Junta de Ampliación de Estudios la becó para conocer el teatro europeo y recorrió Alemania, la Unión Soviética, Dinamarca, Noruega, Bélgica y Holanda. En Ámsterdam asistió al primer congreso mundial de la paz, y ya de regreso en Madrid fundó junto a Alberti y otros intelectuales la revista quincenal, Octubre, en la que publicó una de sus primeras obras de teatro comprometido, “Huelga en el puerto”.

La Guerra Civil los sorprendió en Ibiza, de donde lograron huir a Madrid. Como secretaria de la Alianza de Escritores Antifascistas fundó la revista El Mono Azul y publicó dos novelas:  “Contra viento y marea” y “Juego limpio” en las que funde en la trama sus propias experiencias. La República la nombró subdirectora del Consejo Central del Teatro y se puso al frente del trasladado a Valencia de las obras del Museo del Prado y del Monasterio del Escorial. Sus actividades durante el conflicto fueron muchas y variadas y entre ellas destaca, como responsable teatral la creación de Las Guerrillas del Teatro en el Ejército del Centro, la escritura de teatro de urgencia y la codirección del estreno absoluto de Los Títeres de cachiporra de García Lorca, una pieza concebida en 1921 pero trabajada a lo largo de años.

Cuando los republicanos perdieron la guerra, se inició su periplo de exiliados por el mundo. Su angustia por haber sido expulsada de su país, de no poder pisar su tierra, la acompañó a todos sus destinos: a Francia, Argentina e Italia. Junto a Alberti trabajaron como traductores, escribieron (ella, siete novelas, ocho libros de cuentos, dos guiones cinematográficos, poemas y hasta un libro dirigido a las amas de casa argentinas titulado Nuestro hogar de cada día, en 1957), fueron periodistas y organizaron encuentros políticos y literarios. Ella cargó siempre con obligaciones que mantuvieron llena la nevera y pagadas las facturas. Asumió ese papel de trabajadora, de mujer que mantiene la casa, quizás como hizo con su posición de secundaria al lado de su marido. Su hija Aitana nació en Argentina donde vivieron más de 20 años, antes de mudarse a Roma, donde residieron durante otros catorce años. Sus casas siempre tuvieron las puertas abiertas a los españoles que pasaban a conocerlos, muchos intelectuales, amigos y otros por pura admiración.

En sus memorias hay un goteo constante de nombres cruciales de la historia de la cultura española. Desde León Felipe hasta Emilia Pardo Bazán, pasando por Buñuel, Pablo Neruda, Alejandro Casona, Federico García Lorca, Miguel de Unamuno, Ignacio Sánchez Mejías o Pedro Salinas. María Teresa los menciona coloquialmente, como parte de su devenir diario y también nos cuenta como al visitar Moscú las autoridades conocían que Rafael era un poeta español querido por su pueblo, algo así como un Maiakovski. “Yo, una mujer». Su condición de secundaria al lado de Alberti, pese a ser autora de una vasta obra y una activista reconocida, la tenía asumida: «Ahora soy yo la cola del cometa. Él va delante. Rafael no ha perdido nunca su luz».

El reconocimiento de su obra literaria, medio olvidada a causa del exilio, se ha incrementado notablemente y se han empezado a reeditar sus obras. Su autobiografía, Memoria de la melancolía, es una hermosa reflexión sobre una existencia rota por una diáspora de 38 años: “No tengo juicio claro sobre Buenos Aires. ¿Cómo tenerlo si no es ahogada por una ternura inmensa? Veintitrés años vividos en una ciudad marcan”. León recoge innumerables anécdotas del exilio en Memoria de la melancolía, escrito a finales de los años 60 sabiendo que su mente empezaba a fallarle producto de un Alzheimer genético en su familia. «Sufro por olvidar y cuando se me despeja el cielo o me abren la ventana, siento que me empujan hacia adelante, hacia la pena, hacia la muerte. Entonces prefiero ir hacia lo que fue y hablo, hablo con el poco sentido del recuerdo, con las fallas, las caídas, los tropiezos inevitables del espejo de la memoria».

Ya en Roma, a María Teresa le pesaba cada vez más el exilio y le inquietaba no reconocer aquella España que había dejado para huir de una dictadura y a la que quizás algún día le sería permitido volver. Y así fue, porque cuando logró regresar en 1977 junto a su marido, ya estaba muy afectada por el Alzheimer y se había borrado su memoria. Murió en 1988 en una residencia de Madrid, ciudad en la que está enterrada. Su epitafio es un verso de Rafael Alberti: «Esta mañana, amor, tenemos veinte años».

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