Memoria, testimonio, reflexión: un texto imprescindible

por Antonio Ostornol

Leí alguna vez, hace no mucho, un artículo académico de cierto profesor universitario que comenzaba afirmando que en Chile la literatura no se había hecho cargo de la memoria histórica, y en especial, de lo acontecido durante la dictadura, contribuyendo a crear un manto de impunidad.   Me pareció una afirmación injusta, sobre todo porque la literatura chilena, desde el inicio de la dictadura, ha estado atenta y presente a denunciar las violaciones a los derechos humanos. Desde el temprano testimonio Tejas verdes, de Hernán Valdés, hasta Formas de volver a casa, de Zambra, nuestros escritores y escritoras han venido construyendo un relato valiente, reflexivo y vigoroso de lo que fueron esos años. Hay una literatura chilena vasta y, felizmente, diversa sobre nuestra propia memoria. A este continuo se ha sumado ahora un libro singular, lúcido y estremecedor: La búsqueda (Planeta, 2022) del abogado Cristóbal Jimeno Chadwick y la periodista Daniela Mohor Wöhlke. Solo por su capacidad de vincular en una historia el dolor privado y privativo de una familia, la gran tragedia nacional y situarla en su contexto histórico, hace mérito por transformarse en una página memorable de nuestra literatura.

La historia remite al llamado “Caso La Moneda”. Para los que no lo tienen registrado, se trata de la detención, tortura y asesinato de un grupo de asesores del Presidente Allende, que se encontraban con él en la Moneda el 11 de septiembre. De allí los militares lo llevaron al regimiento Tacna, donde fueron interrogados y torturados; luego fueron trasladados a Peldehue, zona de entrenamiento militar en el norte de Santiago. Allí fueron ejecutados y enterrados clandestinamente. Finalmente, ante la sospecha de que la fosa común podía ser descubierta, los cadáveres fueron exhumados y enterrados en otro lugar. Casi cincuenta años después, la justicia por fin logró encontrar el entierro, identificar algunos de los restos y llegar a condenar a algunos de militares y civiles involucrados. Todo esto se puede verificar en la investigación judicial que, sorteando dificultades externas (todo lo que hizo la dictadura para ocultar el crimen y borrar las huellas) y las propias de jueces cómplices por convicción o por pusilanimidad que en su momento no investigaron, avalaron las mentiras o ayudaron a esconder la verdad.

Pero como en todos los procesos históricos, las cosas no son necesariamente blanco o negro, en esta hubo hombres y mujeres que, en grados y tiempos diferentes, se dieron a la tarea de descubrir la verdad. Una de ellas fue una jueza de la República.

Pero como en todos los procesos históricos, las cosas no son necesariamente blanco o negro, en esta hubo hombres y mujeres que, en grados y tiempos diferentes, se dieron a la tarea de descubrir la verdad. Una de ellas fue una jueza de la República.

Se trata de Amanda Valdovinos, quien, en su calidad de ministra en visita, no permitió que se sobreseyera el caso y, contra todo tipo de barreras y presiones, logro conducir con éxito la investigación: encontró el entierro clandestino, identificó a algunas de las víctimas y señaló a los culpables. Ella fue la heroína pública de esta historia. Pero hubo también otros héroes. Los abogados de la Vicaría de la Solidaridad que no abandonaron el caso. Las agrupaciones de derechos humanos que lo respaldaron y que desde el primer momento lucharon por impedir el olvido. Instituciones internacionales que lo tuvieron siempre en su agenda. También fueron parte de este proceso las iniciativas llevadas adelante por los gobiernos de Aylwin y Lagos conducentes a establecer la verdad histórica (respectivas comisiones Rettig y Valech). La memoria no es atributo solo de unos pocos o de ciertas sensibilidades políticas o ideológicas. Restablecer la memoria que la dictadura quiso olvidar ha sido (y, en rigor, todavía es) una tarea de la comunidad toda. En un proceso como el vivido por Chile durante los últimos cincuenta años, todas las memorias individuales pueden aportar a la construcción de una común.

A esa lista de esfuerzos se suma este libro. Y alguien podría estar suponiendo que ya no hay nada más que decir sobre un tema archiescrito (a pesar de lo que afirma el académico aludido). Por ahí podría pensarse que seguir escarbando en estas historias solo nos conduce a amargarnos la vida. Pero en esta reflexión hay sutilezas que vale la pena rescatar. Una de esas es que la memoria personal de los familiares y amigos de las víctimas necesita ser reconocida, enunciada y aceptada formalmente por la comunidad. Esto incluye el ritual del entierro, pero el real, no como el abyecto y clandestino que impuso la dictadura y sus sostenedores. Ya Antígona, como escribimos hace unos días, reclamaba el derecho a tener un funeral. Los autores de este libro lo expresan con verdadera belleza: “La materialidad de los huesos de estas personas [se refiere a las víctimas del caso La Moneda] rompía, al menos para mí, con años de una sensación de irrealidad. Yo era un niño de dos años el 11 de septiembre de 1973, y a lo largo del tiempo mi padre [una de las víctimas] se había transformado en una idea, una abstracción, un ideal. Alguien que no tenía materialidad.”  De este ámbito de la experiencia humana se trata La búsqueda.

Cristóbal Jimeno es hijo de Claudio Jimeno, asesor de Allende. Él fue una de las víctimas. Décadas después, este hijo, junto a su mujer Daniela Mohor, se lanzan a la tarea de recuperar la historia del padre. Desde el momento en que perseguir este caso parecía la búsqueda de agua en el desierto hasta hacerse parte de los esfuerzos judiciales por evidenciar la verdad y hacer justicia, ellos van registrando, relacionando cada información, van mirándose a sí mismos, especialmente el hijo, quien a través de la escritura, va recuperando al padre que no conoció, cuya historia, en particular la de la muerte, fue negada y ocultada durante décadas por el estado formal y luego, por el pacto de silencio de los culpables.

Es muy hermosa la reflexión de Cristóbal al inicio del libro cuando, a partir del verso de una canción de Rubén Blades (“Desaparecidos”) se pregunta en el estribillo “¿Cómo se le habla al desaparecido?”. Ahí nos cuenta que, ya grande, comienza una conversación imaginaria con su padre. “En los último años”, nos dice, “estos diálogos se han ido haciendo cada vez más duros. A veces yo soy el que asume el rol de padre él el de hijo. Después de todo, tengo más de cincuenta años y Claudio murió a los treinta y tres; podría ser mi hijo ahora”.  El narrador tiene conciencia de lo irreversible de la historia y que contarla, aunque duela, lo hace responsable de la misma. El proceso de la memoria se ha vuelto, de esta forma, un modo de auto construcción de la adultez. Por eso, junto con la certeza de lo necesario que es recuperar la verdad y, por así decirlo, “oficializarla”, sabe que, al regresar al momento de la muerte de su padre, está obligado a juzgar ese tiempo y esas acciones con la lucidez del tiempo transcurrido. Por eso es capaz de desafiarlo: “Las purgas y el totalitarismo de Josef Stalin ya habían sido muy bien retratadas por distintos autores décadas antes de la UP […] ¿Cómo es posible entonces que alguien como tú, que se considera intelectualmente riguroso, haya desechado información relevante bajo el argumento de que es solo propaganda capitalista?”. Desde la memoria individual, el autor va construyendo un reproche íntimo. Siente que su padre lo abandonó en pos de una idea que, a la luz de la historia posterior (la grande, la mundial) pareciera no tener sentido. Pero como todo el libro, la reflexión es abierta, no preconcebida, elaborada desde la vida y la revisión de toda una historia: “Claudio no es responsable de su muerte. Lo son sus asesinos. No, no es responsable de su muerte, que nunca debió ocurrir. Él solo es responsable de su decisión de ir a La Moneda y de poner su vida en riesgo”. Esta decisión dejará costos traumáticos a la familia. Pero también una lección: “ser fiel a los principios y valores que libremente eliges para guiar tu conducta es la forma de darle sentido a tu existencia”.

Este libro –mezcla de testimonio, ensayo, crónica periodística-, construido con conciencia narrativa, nos permite acercarnos con más libertad a un tema que atraviesa sentimientos y pareciera reactivar los dolores. Escrito con una prosa que casi prescinde de los adjetivos, se conecta directamente a los hechos. No los adorna, ni los intensifica, ni los hace terroríficos. No lo necesita porque está narrando el terror. Como lo dice en alguna de sus notables reflexiones, “El desaparecido se vuelve irreal, lo hacen desaparecer no para que muera, sino que para que nunca haya existido. Es la eliminación total, final, definitiva, que busca impedir la trascendencia. Es una forma de evitar los lazos, de romperlos, de teñir cualquier recuerdo de una amargura eterna El desaparecido no es solo un muerto. Es un muerto que no se va”. No dejen de leerlo: es un imprescindible.

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1 comment

patricia Hidalgo mayo 1, 2023 - 2:02 am

Excelente, lo leeré, gracias

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