La evolución de las sociedades no está solo marcada por las ideas de quienes procuran influir en ellas, sino también por la dinámica de fuerza y dominio relativo de unos y otros intereses existentes a lo largo del tiempo. Cuando en Chile se discute sobre la huella del neoliberalismo, por ejemplo, se razona como si no existieran los conflictos políticos y de poder y tampoco la huella de una dictadura de 17 años en la profunda re-oligarquización del país. Se privilegia un enfoque que otorga una suerte de omnipotencia a las ideas y juzga como traiciones las conductas de sus portadores cuando no se concretan a cabalidad en el choque con aquellos intereses que logran imponerse en unas u otras etapas de la dinámica política. El hecho es que se ganan algunas batallas políticas y se pierden otras. Pero no por eso las ideas dejan de importar, pues son las que permiten mantener el rumbo.
Como afirmó en 1936 el británico John Maynard Keynes, “los hombres prácticos, que creen que están exentos de cualquier influencia intelectual, son usualmente esclavos de algún difunto economista”. O, más generalmente, de algún difunto pensador.
En los años 1990 hubo quienes sostuvieron que se produciría el fin de la historia con la identificación de la democracia con la economía de mercado a lo Francis Fukuyama, en detrimento de la idea de sociedades en permanente transformación. Algunos quisieron asociar en Chile esta tesis equivocadamente a la renovación del socialismo para buscar acomodos y reemplazar aquella de la democracia social y económica y de centralidad del trabajo y la cultura en la organización de la sociedad. Ahora hay quienes reivindican, en un mismo orden de ideas, la meritocracia y la movilidad como valores sociales que debieran prevalecer, siempre en nombre del acelerado cambio tecnológico y cultural, como si no fueran constantes de la historia.
Sigue siendo relevante la identificación de los criterios de justicia que puedan hacer posible una convivencia equitativa como alternativa al sálvese quien pueda, en nombre de la libertad y de la justificación de sociedades desiguales propia del neoliberalismo, imperante en amplios segmentos de la sociedad. Cabe partir por Ronald Dworkin, para quien la igualdad es la base de la soberanía democrática, en tanto alternativa a las violencias propias de la ley del más fuerte, aquella que permite el dominio ilegítimo de unas categorías sociales (frecuentemente minoritarias) sobre otras (frecuentemente mayoritarias). La noción de igualdad, a su vez, debe dar cuenta una y otra vez de las interrogantes acerca ¿de qué? y ¿para quién? Al hacerlo en la esfera pública, se estructura, según subraya Norberto Bobbio, el campo político. Este autor postula que lo que distingue a la derecha de la izquierda es que, para la primera, la desigualdad sería natural y consecuencia de diferencias de talento y de mérito, mientras, para la segunda, en lo principal la desigualdad es socialmente construida y, por tanto, socialmente modificable, lo que incluye la defensa de la igualdad de la libertad.
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Los primeros socialistas elaboraron en el siglo XIX criterios de justicia distributiva con una visión centrada en el cambio de propiedad de los medios de producción. Marx sostuvo en El Capital (1867) que «la producción capitalista no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción más que minando al mismo tiempo las fuentes de las que mana toda riqueza: la tierra y el trabajador«. En su Crítica al Programa de Gotha (1875), definió el horizonte socialista del siguiente modo: “En la medida en que el trabajo se desarrolla socialmente, convirtiéndose así en fuente de riqueza y de cultura, se desarrollan también la pobreza y el desamparo del que trabaja, y la riqueza y la cultura del que no lo hace». Superar esta drástica división de la sociedad en clases debía conducir en una primera fase a un sistema en que «el productor individual obtiene de la sociedad -después de hechas las obligadas deducciones- exactamente lo que ha dado…su cuota individual de trabajo…Ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero, en lo que se refiere a la distribución de estos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo otra forma distinta». Este criterio distributivo del «a cada cual según su trabajo», medido en horas y hechas las deducciones para hacer crecer la base productiva y distribuir recursos a los que no están en condiciones de trabajar, es para Marx necesario en una primera etapa pero problemático: «reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las desiguales aptitudes individuales, y, por consiguiente, la desigual capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho de la desigualdad… Prosigamos: un obrero está casado y otro no; uno tiene más hijos que otro, etc., etc. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, uno obtiene de hecho más que otro, uno es más rico que otro, etc. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual».
Este tipo de lógica es la que dio curso en la historia de fines del siglo XIX y en el siglo XX a los derechos sociales y a las redistribuciones según necesidades. Para Marx, esto solo podía culminar como criterio distributivo «cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva», en el que «sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades!«.
Los procesos de transición de una situación a otra, de un derecho a otro, debían ser dejados al curso de la historia y no a diseños calificados de utópicos, sin llegar a definir la relación entre las necesidades socialmente cubiertas (¿cuáles?) ni precisarse cómo se logra el aporte de cada cuál según sus capacidades, ni tampoco la obtención de los «manantiales de riqueza» que le darían sustento (¿cómo?).
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La historia siguió efectivamente su curso y dio lugar a luchas sociales que modificaron el capitalismo salvaje en el siglo XIX, con los primeros compromisos de seguridad social en la Alemania de Bismarck hacia 1880, e hicieron emerger en el siglo XX diversos tipos de Estados de bienestar basados en economías mixtas. Y también a revoluciones y a los llamados «socialismos reales», principalmente a partir de 1917 en Rusia y de 1949 en China, fruto de la descomposición de naciones en guerra en periferias inicialmente pobres, sin tradiciones democráticas ni mayor base industrial. Estas revoluciones fueron rápidamente acosadas militar y económicamente y debieron privilegiar para sobrevivir la industrialización forzada y los esfuerzos de guerra. El consumo presente fue subordinado a esos fines, con las consiguientes obligaciones de trabajo y mantención de precarias condiciones de vida mediante la provisión racionada de bienes básicos, salvo la parcial excepción de las elites gobernantes. Los sistemas de asignación burocrática de los recursos terminaron por colapsar y perder legitimidad, al no observarse cambios en la condición asalariada ni el logro de mejores niveles de vida comparativos.
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Bajo el impulso de Friedrich Hayek, Milton Friedman y Robert Nozick, el neoliberalismo dio nueva vida al utilitarismo y al liberalismo económico clásicos y a las corrientes marginalistas, cuya visión descarta la idea de justicia social en beneficio de sociedades de mercado basadas en la persecución del interés individual, lo que expandiría mejor el bienestar general y tendería al equilibrio general. Esta corriente no tuvo problemas en asociarse a regímenes autoritarios, como fue el caso de los dos primeros al venir a Chile a defender la dictadura de Pinochet y a los Chicago Boys. Hoy inspira a los radicales Bolsonaro, Milei o Trump y a diversas expresiones cuya estrategia es la minimización de los Estados de bienestar, y del Estado en general (reducido a una especie de «vigilante nocturno»), y poner fin a las políticas de reducción de las desigualdades, que considera moralmente infundadas. Según Nozick, cualquier impuesto obligatorio utilizado para financiar servicios o beneficios distintos de los que constituyen el Estado mínimo es injusto, porque ese impuesto equivale a una especie de “trabajo forzado” para el Estado por parte de quienes deben pagar el impuesto, incompatible con los derechos naturales liberales, empezando por el de propiedad. Salvo, y ahí sigue estando parte fundamental del tema distributivo, corregir «las injusticias pasadas» y que las pertenencias adquiridas de modo violento, clandestino o fraudulento vuelvan a sus verdaderos dueños. Esta limitación da por válida como «derecho natural» la distribución del ingreso según la productividad marginal en situaciones de mercado, teorizada de modo más que discutible por la economía neoclásica.
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John Rawls introdujo renovados debates en defensa de la idea de justicia (qué cosa corresponde a quién) con la publicación, desde una perspectiva liberal-igualitaria, de «Justice as Fairness» en 1955 y luego de “A Theory of Justice” en 1971 y otros textos posteriores. Para este autor, las exigencias de una sociedad justa parten con la identificación de bienes primarios de carácter social (los bienes de carácter natural son en su concepto la salud y los talentos, no susceptibles de igualación equitativa) que reparte en tres categorías: las libertades fundamentales, el acceso a las diversas posiciones sociales y las “bases sociales del respeto de sí mismo”. Una sociedad justa sería aquella cuyas instituciones reparten los bienes primarios sociales de manera equitativa entre sus miembros, tomando en cuenta que estos difieren en términos de bienes primarios naturales. Esta distribución equitativa debe, según Rawls, hacerse bajo tres principios: el de igual libertad (toda persona tiene un derecho igual al conjunto más extendido de libertades fundamentales iguales que sea compatible con un conjunto similar de libertades para todos), el de diferencia (que afirma que las eventuales desigualdades sociales y económicas que emergen en el marco de las instituciones que garantizan la igual libertad se justifican sólo si permiten mejorar la situación de los miembros menos aventajados de la sociedad) y el de igualdad equitativa de las oportunidades (vinculadas a funciones y posiciones a las cuales todos tienen el mismo acceso, a talentos dados). Si los talentos innatos de dos personas son los mismos, las instituciones deben asegurar a uno y otro las mismas posibilidades de acceso a las posiciones sociales que escojan. Rawls razona a partir del individualismo metodológico, incluyendo la hipótesis del «velo de la ignorancia», es decir una situación en la que nadie sabe en qué posición social le tocará vivir y tiene, por tanto, motivos para que su distribución sea equitativa, en vez de postular una redistribución por acción colectiva dadas las estructuras sociales vigentes. Pero es una buena base para identificar las desigualdades injustas y sus correcciones, pues de estos principios puede deducirse en términos prácticos la necesidad para una sociedad justa de la limitación de las desigualdades de riqueza e ingresos, de la prohibición del nepotismo y de las discriminaciones arbitrarias y el acceso universal a la enseñanza.
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Ronald Dworkin, por su parte, insistió (en Sovereign Virtue: The Theory and Practice of Equality, 2000) en que un gobierno legítimo tiene que tratar a todos los ciudadanos con igual respeto y consideración. Y puesto que en la distribución económica que consigue una sociedad existe una influencia de su sistema legal y político, ese requisito impone a la distribución condiciones igualitarias. Dworkin se apoya en dos principios fundamentales: la necesidad objetiva de que prospere la vida de todo ser humano, sea cual fuere su condición, y la responsabilidad que debe tener toda persona de definir su propia vida y conseguir que prospere, como base de su tesis de que la verdadera igualdad es la igualdad en el valor de los recursos que cada persona tiene a su disposición, y no de los éxitos que logra. La igualdad, la libertad y la responsabilidad individual no están para Dworkin en conflicto sino que fluyen y refluyen las unas de las otras. Defiende entonces un criterio de justicia distributiva basado en la igualdad de recursos.
Para Amartya Sen (en On Economic Inequality, 1997, y en The Idea of Justice, 2009), el enfoque de la justicia que se focaliza en el mérito derivado de la productividad marginal o en los bienes primarios sociales no considera suficientemente la capacidad muy desigual de transformar esos bienes y recursos en funcionamientos, para lo que propone actuar sobre el conjunto de capacidades que hacen posibles dichos funcionamientos. Sen sostiene que la justicia requiere al menos que todos dispongan de un cierto número de capacidades fundamentales, según modalidades y medios que pueden variar considerablemente de un contexto sociocultural a otro, y que incluye la capacidad de participar en la vida colectiva, fundando un enfoque basado en atacar la pobreza –entendida como ausencia de capacidades más que de ingresos– no sólo absoluta sino también relativa.
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Jon Elster (en «El estudio empírico de la justicia”, 1997) procuró enunciar una redistribución justa como una concepción de sentido común del bienestar, que se traduce en cuatro proposiciones para el funcionamiento social, cada una de las cuales modifica la anterior: 1) maximizar el bienestar total; 2)apartarse de esa meta si es necesario para asegurarse que todos alcancen un nivel mínimo de bienestar; 3) apartarse de la exigencia de un mínimo de bienestar en el caso de las personas que están por debajo de él debido a sus propias elecciones, pues la sociedad no tiene la obligación de compensar a las personas por males evitables que recaen sobre ellas como resultado predecible de su comportamiento libremente elegido, y 4) apartarse del principio de no apoyar a estas personas si su fracaso para hacer planes para el futuro y reaccionar a los incentivos se debe a una pobreza y privación graves. En el enfoque de Elster, se debe tomar especialmente en cuenta las diferencias entre individuos cuando proceden de las capacidades naturales o de discapacidades, es decir de factores no controlables. Y a la vez no buscar compensar las disparidades de esfuerzo, que emanan a su vez de diferencias de gustos y preferencias, pero sí considerar sus condicionamientos sociales.
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La noción de igualdad compleja de Michael Walzer (en Spheres of Justice: A Defense of Pluralism and Equality, 1983) había contrastado de modo pertinente con el esfuerzo tradicional de la filosofía política de buscar axiomas o principios fundamentales de justicia sin distinguir sus ámbitos de aplicación. Este autor defiende una concepción de igualdad que preserve la separación de las diversas esferas de la vida social y la inconvertibilidad de las categorías de bienes constitutivas de cada una de ellas. El criterio de igualdad de trato (como la igualdad ante la ley y el voto) o de resultados (como en las atenciones de salud y las condiciones básicas de vida socialmente definidas) es pertinente en sus dominios específicos, como lo es el de igualdad de oportunidades en otros dominios (como en la educación y la vida de las empresas).
Otros autores han insistido en que una agenda de igualdad real de oportunidades debe incluir no solo la corrección de las barreras que impiden la igualdad formal de oportunidades y de acceso a distintos empleos y posiciones sociales, sino transformar las condiciones estructurales de desigualdad de acceso a esas diferentes posiciones sociales. Esto requiere impedir la dominación de poderes privados asimétricos sobre el resto de la sociedad (Republicanism, Philip Pettit, 1997) y toda forma de discriminación arbitraria. Y también impedir el despotismo de burocracias no controladas democráticamente por los ciudadanos, las que terminan por apropiarse de la acción estatal en su beneficio. Es la idea de libertad como no dominación.
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La igualdad de oportunidades y sus requisitos pueden no ser una condición suficiente de justicia distributiva y deben completarse con la lógica de la reciprocidad comunitaria, de acuerdo a Gerald Cohen (Why Not Socialism?, 2011), definida como el principio “según el cual yo le sirvo a usted no debido a lo que pueda obtener a cambio por hacerlo, sino porque usted necesita o requiere de mis servicios, y usted me sirve a mí por la misma razón”. La «igualdad socialista de oportunidades» apunta a reducir la desigualdad solo a las que se originan en elecciones personales, como trabajar más o menos. La justicia exige al menos esto. Pero, según Cohen, se debería promover un sentido de comunidad y la construcción de instituciones económicas más allá del interés personal inmediato. En el caso del mercado, la reciprocidad del intercambio -pago por algo que necesito o deseo a un precio que resulta suficientemente conveniente para el oferente- es puramente instrumental, motivada por la codicia y eventualmente el miedo, y en el mejor de los casos limita los mejores motivos a la familia inmediata y a los amigos. En el caso de la comunidad, la reciprocidad se logra a través de la generosidad mutua y celebra virtudes y no vicios, lo que supone que a las personas les importen los demás, que siempre que sea necesario y posible cuiden de ellos y que, además, se preocupen de que a los unos les importen los otros. Cohen ofrece una definición que invoca a Einstein con aprobación: el socialismo es el intento de la humanidad de ‘superar y avanzar más allá de la fase depredadora del desarrollo humano’, pero reconoce que convertirlo en el corazón de la economía es difícil. No obstante, observa que la solidaridad y la reciprocidad caracterizan muchos aspectos de la vida social y no se limitan a la toma de decisiones familiares, pues abarcan áreas como partes de la atención de salud, la enseñanza y las actividades asistenciales, mientras en los desastres naturales y las emergencias a menudo se desechan las relaciones mercantiles y se procura dar respuesta directa a las necesidades.
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Después de su difundido texto de 2009 (Justice: ¿What’s the Right Thing to Do?), que recorre estos temas, Michael Sandel ha llamado la atención sobre el mal uso del concepto de meritocracia (en The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good?, 2020). Que las posiciones sociales e institucionales se obtengan individualmente por el mérito de cada cual, con resultados desiguales que en principio se originan en esfuerzos diferentes, hace de la meritocracia, en palabras de Sandel, «un ideal atractivo, especialmente si la alternativa es el privilegio heredado, patronazgo, nepotismo y corrupción. Asignar importantes roles sociales a aquellos que están calificados es algo bueno. Si requiero cirugía, necesito un médico muy bien calificado para que me opere. Entonces, el mérito en sí es algo bueno, y es una alternativa deseable frente a otras«. Salvo que, argumenta Sandel, al haber desigualdades iniciales, la selección por mérito suele terminar reproduciendo esas desigualdades en los resultados y rendimientos, haciendo imposible la igualdad efectiva de oportunidades. Sandel asume que «el primer problema de la meritocracia es que las oportunidades en realidad no son iguales. El segundo problema …(es) que quienes tienen éxito crean que éste se debe a sus propios méritos y que, por tanto, merecen todas las recompensas que las sociedades de mercado otorgan a los ganadores…La meritocracia crea arrogancia entre los ganadores y humillación hacia los que se han quedado atrás». Y agrega: «muchos trabajadores sienten que las élites los desprecian, que no los respetan, no respetan el tipo de trabajo que hacen. Y eso creó una ira y un resentimiento cada vez más profundos entre los trabajadores. Los partidos populistas autoritarios apelan a los agravios de esas personas que sienten que este sistema los desprecia, un resentimiento que las actitudes meritocráticas hacia el éxito han alimentado«.
La igualdad efectiva de oportunidades no puede reducirse a la igualdad formal ante la ley y a exámenes estandarizados en que el acceso a las posiciones sociales depende, como alternativa a los privilegios de origen social o racial, de la obtención de más puntos que otros en tal o cual métrica. Esto ha creado la paradoja de la masificación educativa, considerada una clave de la igualdad de oportunidades: la jerarquización de títulos académicos abre abismos entre los ganadores y perdedores del sistema escolar y de la educación superior. Los ganadores, convencidos que su éxito se debe únicamente a su mérito, defienden «los valores universales de la razón y la competencia experta» que les benefician. Los perdedores de la carrera escolar y universitaria se sienten ignorados y despreciados. La pertenencia de clase, que podía traducirse en luchas colectivas, se transforma en parte en una brecha que empeora la posición relativa de los menos favorecidos, basada en la diferenciación y devaluación de los títulos escolares y académicos. Esto se vive, antes que como una eventual consecuencia de la desigualdad en la estructura social, como una experiencia personal de fracaso que alimenta el resentimiento y la rabia contra las élites más formadas y con mayores competencias, especialmente si son percibidas como solo interesadas en mantener su status individual. El mérito es un atributo con componentes múltiples que, de no considerarse con suficiente complejidad cuantitativa y cualitativa, puede terminar discriminando por factores sociales o de origen, o por sus preferencias individuales, a personas suficientemente capacitadas para iniciar trayectorias u ocupar lugares de su preferencia en la sociedad.
¿La recomendación de Sandel? «Los partidos socialdemócratas deben reenfocar y redefinir sus políticas, su misión y propósito si quieren enfrentar las políticas de resentimiento a la que apelan las figuras populistas de derecha. Y sugiero que lo hagan de dos maneras. Una es pasar de lo que llamo la “retórica del ascenso” hacia un proyecto enfocado en la dignidad del trabajo… (y) reconocer que el trabajo no es solo un modo de ganarse la vida, sino también una manera de contribuir al bien común, y obtener reconocimiento, respeto, estima social, por haber hecho ese trabajo. Esto sugiere que la políticas del Estado de bienestar y de redistribución, importantes como son, no son suficientes. Porque la gente no solo se preocupa de la justicia distributiva, sino también de la justicia contributiva, es decir, que su trabajo sea reconocido, valorado y respetado… (lo) que provee a las personas un sentido de dignidad y orgullo, como miembros, ciudadanos de una comunidad política. Y otro aspecto en que pienso que la socialdemocracia debe cambiar su foco es darle voz a las personas…Hay que sacar a las personas de sus enclaves privatizados, que nos separan y que nos aíslan a los unos de los otros”.
Se puede entender que este desafío va más allá de una posición en particular y como la necesidad de recomponer la esfera pública y la cooperación social. Esta se ha visto disminuida en beneficio de la privatización de la vida y de las expectativas, por condicionantes estructurales que, más que antes, dispersan y estratifican las posiciones sociales y permiten el avance cultural del individualismo negativo. A ello se agrega el encasillamiento y polarización de la comunicación estimulada por las redes sociales digitales tales como existen hoy. La existencia de una esfera pública dinámica es el requisito básico para una mediación constructiva entre el Estado y la sociedad y para permitir el control democrático de las actividades estatales, siguiendo a Jürgen Habermas.
En las nuevas condiciones del siglo XXI, y su vorágine de cambios tecnológicos, sociales y culturales, las voces conservadoras y sus conceptos no tienen por qué ser la referencia de los debates públicos, aunque dominen los medios de comunicación. Debieran serlo los valores sociales que sean considerados democráticamente dignos de ser conquistados y defendidos como avances de civilización.