Narcisismo algorítmico o la enfermedad terminal de la comunicación estratégica y política en tiempos digitales

por Luis Breull

(Segunda parte)

Como parte conclusiva de este análisis se presentará el potencial impacto en las democracias contemporáneas -vaciadas en forma creciente de capital social y de construcción de comunidad, en pro de nuevas dimensiones de encierro y desconfianza creciente, de rabia y miedo- ligado al yo gestionado por algoritmos. Consecuentemente, la reconfiguración de liderazgos político/institucionales y corporativos con compulsividad frente al deseo de ser vistos, como deriva de perfiles de influencers digitales, donde la búsqueda del clic y el reposteo desplaza el debate democrático y lo contamina cual cámara de eco para viralizarse por whatsapp y otras redes.

Métricas sin correlación y casos empíricos de ineficacia comunicacional con KPIexitosos

En la era digital, las métricas cuantitativas como los KPI (Key Performance Indicators) se han convertido en herramientas esenciales para evaluar el éxito de campañas y estrategias comunicacionales. Sin embargo, existe evidencia académica empírica que evidencia que un alto rendimiento en estos indicadores no siempre se traduce en un impacto real o significativo en la audiencia o en el cambio social esperado. A continuación, se presentan algunos casos emblemáticos que ilustran esta desconexión.

*Campaña «Live For Now» de Pepsi (2017): La campaña publicitaria de Pepsi, protagonizada por Kendall Jenner, modelo e influencer, buscaba transmitir un mensaje de unidad y paz. El anuncio -que obtuvo más de 8 millones de visualizaciones en YouTube y amplia cobertura mediática- la mostraba entregando una lata de gaseosa a un oficial de policía en medio de una protesta, insinuando que este gesto podía resolver tensiones sociales. A pesar de los 8 millones de vistas del vídeo y una amplia cobertura mediática, la campaña generó un rechazo masivo que asoció su marca a trivializar las protestas sociales de movimientos como Black Lives Matter, siendo ampliamente criticada. La reacción negativa fue tan intensa que Pepsi retiró el anuncio y emitió una disculpa pública.

*Campaña «This is Wholesome» de Honey Maid (2014): Honey Maid lanzó una campaña que celebraba la diversidad familiar, incluyendo parejas del mismo sexo y de diferentes etnias. Aunque la campaña recibió más de 4 millones de vistas en sus primeros días y fue elogiada por su inclusión social, también enfrentó críticas de sectores conservadores. A pesar del alto engagement inicial, estudios posteriores detectaron que no hubo una mejora significativa en la percepción de la marca a largo plazo ni de instalación positiva del mensaje.

*Times Higher Education World Ranking (THE) de universidades y uso de Twitter (2018–2022): Diversas universidades del primer mundo han invertido en estrategias para aumentar su presencia en redes sociales, logrando altos niveles de engagement en plataformas como “X” (ex Twitter). Sin embargo, luego se demostró que este alto rendimiento en redes no se correlacionó con mejoras en la calidad educativa, producción científica o retención estudiantil.

*Campaña #BringBackOurGirls (Nigeria, 2014): Tras el secuestro de 276 niñas en Nigeria por el grupo Boko Haram, la campaña #BringBackOurGirls se viralizó globalmente, obteniendo amplio y dinámico apoyo de líderes internacionales y celebridades horrorizados con el hecho, denunciándolo y llamando a una pronta solución. A pesar de la enorme visibilidad y adhesión en redes sociales, hasta el día de hoy un tercio de las niñas no fueron rescatadas, y la atención internacional disminuyó rápidamente hasta desaparecer casi por completo el caso, tanto de la agenda mediática como de las redes sociales (link). 

*Informes de impacto ambiental ESG superficiales de corporaciones energéticas: Existen casos de corporaciones energéticas que publicaron y publicitaron informes sobre sus prácticas ambientales, sociales y de gobernanza (ESG) para mejorar su imagen pública que obtuvieron millones de interacciones. No obstante, estudios posteriores -como el de la consultora McKinsey– objetivaron que estos informes a menudo fueron superficiales (solo para lavado de imagen verde) y no se reflejaron en cambios estructurales consistentes en las políticas ambientales de las empresas patrocinantes.

*Campaña #FridaysForFuture en TikTok(2020–2022): El movimiento climático Fridays for Future ha utilizado TikTok para difundir su mensaje, logrando millones de visualizaciones y una amplia participación juvenil. Sin embargo, investigaciones indican que, a pesar de la alta visibilidad, estas campañas no han logrado traducirse en cambios legislativos concretos o en una movilización política sostenida. 

Estos casos evidencian el descalce cuantitativo del clic, el vistazo, la métrica pura versus el logro, el impacto cualitativo y el significado de los mensajes. Es decir, la necesidad de reevaluar la dependencia exclusiva de métricas del tipo KPI para medir el éxito de las estrategias comunicacionales. Es fundamental considerar también las conversaciones que se gatillan en otros espacios sociales fuera de las redes como impacto cualitativo y real en la audiencia y en grupos objetivos de interés.

Figuras intelectuales como sujetos de performatividad algorítmica: ¿Bukowski en el diván?

En la era digital, la figura del intelectual productor de pensamiento complejo está siendo reemplazada por posmodernas figuras performativas. Ya no se espera que desarrollen profundidad ni argumentación de alta consistencia racional, sino que tengan resonancia emocional y viralización. El algoritmo exige constancia; no densidad. 

Hoy, el intelectual deviene marca personal: contenido empaquetado, optimizado para ser citado, recortado, memeificado y/o consagrado como conferencista de prédicas emocionales, de exaltación rápida por adhesión o rechazo.

El superventas israelí Yuval Noah Harari, el psicólogo y conferencista crítico cultural canadiense Jordan Peterson y el intelectual postmarxista y psicoanalista esloveno Slavoj Žižek ejemplifican este cambio independiente del foco ideológico que tomen para iluminarse. 

Aquí se produce una teatralidad algorítmica narcisa -incrementada con la ayuda de fanaticadas online- en la que Harari ofrece sus agudas síntesis históricas y actuales editadas en tipo best sellers a audiencias corporativas globales, adaptando su lenguaje a foros como Davos y TED. Peterson encarna por excelencia un producto algorítmico dramatizado: habla directo, acumula millones de visualizaciones y maximiza la polarización emocional con frases aforísticas y discursos diseñados para viralizarse, como lo demuestra su célebre defensa de la «libertad de expresión» frente a legislaciones inclusivas, ampliamente difundida en YouTube y podcasts. Žižek, independiente de su indudable y certera agudeza/originalidad, repite estructuras discursivas eficaces para el circuito digital que combinan teoría lacaniana, chistes vulgares y referencias pop, efectivas para clips virales, cual si fuera psicoterapeuta de Charles Bukowski. La marca o branding del intelectual viralizable reemplaza al otrora pensamiento crítico de recatados intelectuales del siglo XX en las grandes universidades de Europa y Estados Unidos.

La racionalidad algorítmica coloniza así el campo académico e intelectual depositándolo en el territorio de la industria/mercado digital, mientras las universidades premian a quienes logran presencia pública y artículos indexados para rankear, más que producción académica significativa y trascendente: un viral vale más que una tesis, el saber se convierte en contenido simplificador y el contenido, espectáculo y KPI’s. 

A ellos se suman intelectuales como el matemático libanés Nassim Taleb, cuyas críticas a la fragilidad institucional circulan más como sloganstuiteros que como teoría política; el escritor suizo Alain de Botton, cuya filosofía visual y emocional ha sido dirigida y empaquetada para el consumo estético de bienestar individual contemporáneo; y el periodista político israelí Yuval Levin, que opera como intelectual público con una retórica simplificada para medios conservadores estadounidenses. 

Como la era digital ha instalado este nuevo paradigma de narcisismo en métricas de redes, la lista se sigue nutriendo con casos como  la psicóloga belga -volcada a las parejas y el erotismo- Esther Perel, cuyas ideas sobre relaciones amorosas funcionan como coaching emocional; a Malcolm Gladwell, maestro de la simplificación atractiva con libros vendidos como manifiestos virales; y al historiador holandés Rutger Bregman, cuya defensa de la renta básica circula más por sus 3 minutos de confrontación en Davos que por sus argumentos teóricos que tensionan y critican el egoísmo como principio básico relacional frente al altruismo. 

Estados Unidos es fuerte en la oferta globalizada de este tipo de intelectualidad de algoritmos, conferencias, buenismo cotidiano y otros desafíos de la vida individual de personas tensionadas por sus soledades. Tales son los casos del profesor y conferencista de liderazgo Jonathan Haidt, cuyas tesis sobre la psicología moral se convierten en TED talks virales; la escritora de autoayuda Brené Brown, con conferencias sobre vulnerabilidad diseñadas para la viralidad emocional y el economista y coaching de inversiones Eric Weinstein y su marca «intelectual dark web«.

En todos ellos, el pensamiento cede al rendimiento viral, a la circulación digital, al impacto breve y la recordación rápida de argumentos en 300 caracteres. 

A este catálogo también se puede sumar un ejemplo de exitoso consultor y gurú político contemporáneo: Steve Bannon, figura clave para entender no sólo la performatividad intelectual, sino su instrumentalización política al servicio de la manipulación masiva mediante cámaras de eco, miedo y disolución de vínculos de confianza que asienten la convivencia social. Bannon no busca solo visibilidad: actúa como arquitecto algorítmico y construye metarrelatos digitales disruptivos para instalar un tipo de nueva hegemonía ideológica. 

Como estratega de la campaña de Donald Trump en 2016 y promotor de la guerra cultural desde plataformas como Breitbart.com, Bannon representa una forma de narcisismo algorítmico estratégico: crea caos para dominar el flujo de atención. Defiende el ‘flood the zone with shit’ -o emporcar el debate público con fecas argumentales- como método de control simbólico. 

A diferencia de los demás, no actúa desde el prestigio académico, sino desde la eficacia memética, como certera expresión mínima de lenguaje que hace sentido cultural mediante la recirculación de frases cortas, chistes, fakes y cualquier elemento que ayude en la batalla retórica y política. 

En un plano filosófico, este tipo de figuras reactiva, en clave digital, los clásicos principios maquiavélicos: la construcción de poder no a partir del consenso, sino de la administración del miedo, la emoción y la espectacularidad. Como ya anticipaba el teórico italiano renacentista en El Príncipe, quien domina la percepción, domina la acción. Hoy, esa percepción se juega en el algoritmo, no en la plaza pública. Bannon, en ese sentido, se erige como un maquiavélico de la viralidad: la marca reemplaza al método; la frase compartible sustituye al proceso crítico.

Teatro métrico: universidades, think tanks y fundaciones como startups de visibilidad

Hoy asistimos a una forma ampliada de la concepción tradicional de la egolatría digital como pulsión personal para llevarla a las instituciones y corporaciones. La lógica del narcisismo algorítmico ha transformado el modo en que organizaciones de producción simbólica —como universidades, fundaciones y centros de pensamiento— configuran su acción institucional. Estas entidades, históricamente asociadas a la producción de conocimiento y a la incidencia estructural, han comenzado a operar como startups de visibilidad: entidades que organizan sus decisiones, sus recursos humanos y su comunicación en torno a la proyección métrica de su existencia, tratando de hegemonizar el tablero de conceptos de moda viral.

En estudios sobre prioridades en la educación superior en las últimas dos décadas, se ha evidenciado que parte de las universidades europeas fueron adoptando sistemáticamente criterios de rendimiento basados en “output visible” más que en calidad educativa o impacto social. Lo que prima es el ranking, no la comunidad educativa; la indexación de artículos en QS o THE, no la formación crítica.

A juicio de la investigadora irlandesa Ellen Hazelkornlos charts académicos internacionales han condicionado severamente las prioridades de universidades, particularmente en América Latina y Asia, favoreciendo la inversión en visibilidad internacional por sobre la docencia, la investigación aplicada relevante o la participación social con incidencia en las políticas públicas.

En este contexto, fundaciones y centros de pensamiento (think tanks) replican esta lógica. La publicación de policy briefs breves, acompañados de infografías virales y menciones en medios, adquiere mayor peso institucional que la producción de análisis rigurosos o investigaciones de largo aliento destinadas a entender las sociedades contemporáneas bajo ejes universalizantes o nuevos criterios de profundidad ideológica. La organización no se mueve por utopías o cosmovisiones; tampoco transforma: solo simula impacto a través de visibilidad programada.

La comunicación estratégica como espectáculo especular

La institucionalidad comunicacional en el entorno digital ha adoptado formas altamente performativas. Las campañas ya no buscan solo informar, sino encarnar emociones que permitan viralizar valores prefigurados, frecuentemente sin correlato en políticas o decisiones estructurales.

Ejemplo emblemático fue la campaña ambiental de sostenibilidad ESG de la empresa petrolera británica BP (“Beyond Petroleum”) lanzada a inicios de los 2000, que logró una reconfiguración global de su marca mientras mantenía su modelo extractivista intacto. Posteriormente, otra investigación documentó cómo las estrategias de “sostenibilidad comunicacional” correspondieron a operaciones simbólicas desancladas de prácticas reales: “greenwashingemocional” (lavado de imagen medioambiental). Un melodrama discursivo que termina con declaraciones oficiales el año 2024, en que la corporación anuncia que mantendrá la explotación de combustibles fósiles. 

Indicadores sin sustancia: QS, Web of Science, ESG

La proliferación de indicadores como Web of Science (WoS), el ranking QS, o los estándares ESG ha generado una economía simbólica paralela a la realidad, destinada a páginas sociales, publirreportajes y eventos corporativos más que a impacto social transformador objetivo. Las universidades diseñan estrategias de publicación orientadas a WoS sin relación con sus necesidades curriculares. Las empresas redactan reportes ESG que comúnmente encierran profundas contradicciones éticas o ambientales.

Los indicadores se han independizado del objeto que debían medir. Ya no miden la realidad, sino que su destino es reemplazarla.

El Estado algorítmico, crisis de legitimidad y político avatar

Uno de los impactos más nocivos del narcisismo algorítmico remite a su infiltración en la estructura del Estado. Las instituciones públicas, que deberían operar con criterios de largo plazo y responsabilidad colectiva, son reconfiguradas por exigencias de comunicación constante, emocional y viral. Los gobiernos adaptan su lógica de operación a las plataformas digitales no para informar, sino para sostener una narrativa de gobernabilidad emocional. El tweetreemplaza al decreto, a la diplomacia y la política. El comunicado viral al boletín técnico.

El soberano se ha vuelto digital y la democracia un campo espectral. Al revisar algunos países y gobiernos viralizados, se da la paradoja que todos ellos parecen no gobernar instituciones, sino administrar relatos. No representan colectivos racionales, sino rasgos de liderazgo personal asociado directamente a la exaltación de emociones mediante discursos justificatorios para la fanatizada incondicional. La democracia representativa corre el riesgo de convertirse en democracia espectral: subsisten las formas, pero el contenido ha sido absorbido por la lógica del avatar viral.

Dejando de lado cualquier lealtad ideológica o de bando, en Chile el Estado ha perdido densidad funcional. Las coaliciones alternan, los programas se reescriben, pero el aparato público se disgrega. El estallido social de 2019 y las fallidas Convenciones Constitucionales son ejemplos paradigmáticos de eventos de altísima visibilidad digital y baja o nula continuidad estructural. El Presidente Gabriel Boric, en este contexto, representa la tensión entre el activismo digital y la gestión institucional. Su paso de diputado exdirigente estudiantil, cual influencerprogresista, a primer mandatario ha mostrado las limitaciones del liderazgo performativo. El discurso de cercanía no ha podido sostenerlo con solvencia frente a la complejidad del gobierno real y los errores reiterados de su administración, que han secuestrado la agenda pública y como contrapartida han invisibilizado sus logros.

En Estados Unidos, el caso de Donald Trump es ilustrativo. Su primer gobierno fue un reality show de gobernanza performativa, que le permitió construir su poder no en base a políticas públicas, sino como “influencer in chief” al que se le censuró y cerró la cuenta en Twitter, creando después él mismo su propia nueva red social. Un Gobierno que culminó su ciclo con el asalto al Capitolio, un intento de golpe de Estado que -lejos de desprestigiarlo-, lo llevó nuevamente a ser Presidente el 2024. Desde su primer mandato, la identidad política de Trump fue un avatar viral. Gobernó vía Twitter hasta que le cerraron su cuenta y transformó el ejercicio del poder en espectáculo. Su caso ha sido analizado académicamente como paradigma de gobernanza performativa algorítmica. Su multimillonario asistente e el gobierno, el multimillonario Elon Musk no es político, pero ejerce soberanía simbólica sobre plataformas. Su compra de Twitter (X) fue un gesto de poder epistémico, mediante el que impone lógicas discursivas, redefine normas y personifica el empresario-avatar todopoderoso.

El Salvador, gobernado por Nayib Bukele -que se autodefine como el primer presidente millennial y gestiona al país con una lógica de videojuego distópico, ha convertido al Estado en un canal audiovisual, en el que cada política pública es presentada como una serie por capítulos. Su cuenta de “X” funcionaba como central de decisiones y de comunicaciones de un eficaz tecnopopulismo digital que lo transformó en ejemplo de eficacia antinarcos en América Latina y ejemplo de estadista resuelto, sin importar la calidad democrática de su gestión, ni la intensidad de su carácter de influencer emocional. 

En India, el gobierno de Narendra Modi ha instrumentado las redes como canales de legitimación emocional, basando su gobernabilidad en la resonancia afectiva de su imagen, cual máquinas de subjetivación nacionalista, reemplazando la deliberación democrática.

Rotación partidaria y clientelismo emocional

Cuando el vínculo político es absorbido por la lógica de la visibilidad, el poder renuncia a su esencia conductora y el empleo público se convierte solo en un botín. La lógica del engagement emocional produce una institucionalidad líquida: funcionarios que rotan por fidelidad transitoria, estética y performativa; ya no por mérito.

En Chile, entre 2018 y 2023, es factible que hayan llegado a más de 80 mil las contrataciones a honorarios transitorios en gobiernos de distinto signo en el servicio público. Esta precarización por rotación desarticula la memoria institucional, debilita la carrera funcionaria y convierte al Estado en un producto de temporada: En 2023, según DIPRES, más de 45.000 personas trabajaban a honorarios en el sector público chileno, una cifra que revela la magnitud de la contratación precaria en el Estado.

En Argentina, el camino al triunfo presidencial de Javier Milei transitó desde la construcción mediática de su figura como deslenguado e insultante outsider de late show, desplegando un discurso emocional diseñado para circular en redes, como cuando en su precampaña aludió a su coterráneo, el Papa Francisco con frases como: «Hay que decirle al imbécil que está en Roma, que defiende la justicia social, que eso es un robo y va contra los mandamientos«. Su narrativa libertaria es menos un programa que una identidad de combate. Y antes que todo, su éxito es comunicacional y, luego, gubernamental como derivada de su práctica discursiva de combate desde una ortodoxia económica ejecutada con estilo de supervivencia darwiniana y salvífico/mesiánica.

La ineficacia conectiva como vínculo sin relación

El desaparecido ensayista inglés Christopher Hitchens, en algunas de sus obras de perfecto ateo defendió el valor del disenso racional como ejercicio de ciudadanía. Ante el sentimentalismo retórico y la seducción emocional, su postura fue un llamado al pensamiento crítico, independiente y explícitamente argumentativo. En oposición al narcisismo algorítmico contemporáneo que ya se asomaba en la primera década del siglo XXI y que premia la viralidad emocional y la performatividad sin contenido, Hitchens proponía una ética de la claridad en la que no basta con comunicar, hay que pensar… y no tanto en qué pensar sino en cómo pensarlo. Su legado se convierte en crítica viva a los KPI emocionales que hoy gobiernan el espacio público.

En su libro Las nuevas soledades, la psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen analizó hace una década las nuevas formas de aislamiento afectivo producidas por el individualismo neoliberal y las interfaces digitales. A su juicio, la cultura de la autoexplotación, la competencia emocional y la conexión permanente ha generado relaciones sin vínculo, validación sin encuentro y comunidades sin comunidad. Para ella, el narcisismo promovido por las plataformas es una forma de violencia relacional institucionalizada. Esta perspectiva profundiza el concepto de ineficacia conectiva desde una mirada clínica sobre las consecuencias psicosociales del vínculo degradado.

Desde una lógica de sociología de la desconexión, autores como Zygmunt Bauman y Manuel Castells han propuesto que la hiperconectividad digital no implica densidad relacional. La relación digital está marcada por lo efímero, lo cuantificable, lo emocional. Es una conexión perfectamente tecnológica, pero sin comunidad, donde el otro es un índice, un contacto numérico a sumar en un Excel de alcances obtenidos… solo eso y nada más. En redes sociales el otro no es un sujeto, es un dato. Su función es confirmar la imagen que proyectamos. El like sustituye al diálogo y el retweet reemplaza al apoyo o al disenso en un campo de intimidad carente de empatía real con el otro. A consecuencia de esto, la publicidad digital se ha mimetizado con la lógica emocional y de ansiedad modulada del mercado de autoayuda. La promesa no es un producto, sino una experiencia afectiva en donde los dispositivos digitales no venden servicios, sino que modulan emociones para sostener atención.

Implicancias para la acción comunicacional o el fracaso de la estrategia KPI

La obsesión con KPIs ha desnaturalizado la comunicación institucional. Lo que se mide no transforma y el uso de indicadores cuantitativos sustituyó el análisis cualitativo profundo al estilo de una estrategia de comunicación autista.

Fruto de una ceguera institucional secuestrada en su amor propio, las organizaciones renuncian a ver la realidad in situ, reemplazándola por dashboards o paneles de control de aplicaciones en notebooks o en dispositivos móviles. Las decisiones se toman según reportes, no según consecuencias racionales del ejercicio de gestión racional de los recursos y su construcción de sentido en la población partícipe de los mensajes. Esto genera una epistemología cerrada, una construcción de sentido tautológica donde lo que no aparece en el reporte viral, simplemente no existe.

Es así como estos dashboards sustituyeron la deliberación informada a cambio de performatividad algorítmica pura. En vez de abrir el campo del sentido, lo clausuran. Esta realidad mecánicamente distópica obliga a pensar caminos de regreso a la construcción de sentido social, de juego colectivo de significados y significantes en los procesos de gestión del poder, en las campañas, en la comunicación estratégica y en la comunicación política.

¿Qué hacer entonces? Por ejemplo, construir nuevas métricas de impacto relacional basadas en vínculos reales, en cantidad de conversaciones significativas, en calidad de la deliberación y en el seguimiento longitudinal de impactos sociales. Ejercitar la comunicación pública orientada a recuperar su dimensión pedagógica para construir ciudadanía crítica, no audiencias vacías. Hablar menos como marcas y más como comunidad que habita un espacio común perfectible.

Un trabajo complejo que plantea nuevas demandas organizacionales y de rediseño institucional que acoja como valores la espera, el tiempo para reflexionar antes de responder, revalorar el silencio y desde allí construir comunidad. Recuperar el ritmo humano del vínculo con alteridad. No todo debe ser inmediato, ni tampoco todo debe ser visible. Hay que rehabilitar el silencio como resistencia, la lentitud como método para tiempos reflexivos y la comunidad como objetivo.

El narcisismo algorítmico ha colonizado la subjetividad, las organizaciones y la política. La cultura ha sido sustituida por métricas. La comunidad, por conexión. El liderazgo, secuestrado por la eficacia instantánea de la viralidad. Frente a esto, urge una nueva ética del vínculo, una política del cuidado y una comunicación comprometida con lo real y no con el simulacro de métricas de contacto sin sentido.

El yo gestionado por el algoritmo no puede ser fundamento de una democracia duradera. Es el momento de desinstalar los dashboards, dejar de hablar en KPI y volver a pensar en clave de sentido que construya comunidad, que genere capital social, que reflete el ejercicio de creación de vínculos de confianza con otros. De lo contrario, el narcisismo algorítmico seguirá avanzando en la pavimentación de una senda infinita sin historia.

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