No hay buenas noticias

por Mario Valdivia

Las elecciones no trajeron buenas noticias, las caras lo dicen, las sonrisas sin brillo, la amargura impostada como desplante, la ausencia de bocineo y de multitudes calenturientas encandiladas de esperanza. Me voy a Zapallar de Ñuble (distinguir, por favor, aunque puede que no salga en los mapas), a consultar con mi oráculo político de última instancia, un doctorado en altas sociologías y politologías, sutil experto en métodos estadísticos cuali y cuanti, que posee el respetable éxito de repetidos fracasos en empeños político – prácticos, marinado más tarde en encumbradas filosofías no académicas, una mezcla de agorero y anticipador, cocinado terminalmente como chamán andino, una mezcla de místico y toribio el náufrago que no acepta visitas con gusto; en suma un hombre recorrido, tan cerca de la sabiduría como de la muerte. Sorprendentemente me recibe de buena gana, debe ser por el tedio que va a veces con el misticismo.

Esa es la buena noticia, me dice, que no hay buenas noticias. Me ofrece ese alucinógeno del que tengo recuerdos complicados, así que lo rechazo. Una buena noticia electoral es la valoración que hace gente que siente que ganó y recibió un mandato, la evaluación de haber recibido un poder que faculta afanes de reconfigurar, explica. Aquí la reconocen como la posibilidad de ponerle la pata encima a los otros, asegura con una media sonrisa. Peligrosa es la concentración de poder, declara, remembrando al más poderoso que nos tocó soportar a los dos en nuestra vida, debería darnos miedo. Tenía un mandato, tenía pensadores y ejecutantes calenturientos, muchedumbres entorchadas ascendían los cerros capitalinos a encontrarse con El, y, poniendo la pata encima de quienes se opusieran, junto con las obras mandatadas, dejó un reguero de crueldad y exclusión que no se va del recuerdo.

Qué buena noticia que la buena nueva de poder ponerle la pata encima a los otros no la recibió nadie. En una de esas se van extinguiendo los afanes refundacionales, el derecho y la capacidad de arrinconar al otro y dejarlo en el basurero del pasado, anuncia, apoyado en la volada lucidez del que ve lejos. Puede ser que por fin dejamos atrás la locura compartida por moros y cristianos, unos primero, los otros después, pero los dos calcaditos con sus delirantes proyectitos constitucionales patipesados. Hay que entender a Parra, sugiere, con eso de que la derecha y la izquierda unidas, por su común autoritarismo y estupidez, claro, jamás serán vencidas en su capacidad de joderse a Chile, dice mi chamán con tristeza. Más que política positiva, anti-política, declara enigmáticamente, con una gota de tristeza, imagino que es la pizca de aceptación indolora que le falta para la plena sabiduría. Por eso es tan buena noticia que no haya buena noticia para nadie, que nos encontremos unos a otros con poderes distribuidos que debemos tomar en cuenta, medio alegres y medio jodidos, obligados a considerarlos, a negociar, a olvidar mandatos que proceden de las alturas, ideados por alguna deidad. Nuestro presidente lo reconoció clarito el mismo día.

Me alarga su ajada alforjita andina con la mixtura de honguitos que rechazo de nuevo, el camino de regreso es difícil y ando solo. Solo resta aceptar plenamente que los dioses se esfumaron, no hay cómo conservarlos o traerlos de vuelta, y no caer en la tentación de todos los asesinos aparentes de dioses, modernizadores y progresistas, de ponerse ellos en su lugar. Aquí les llaman ideáticos, dice, la gente les arranca. La historia la hacen los pueblos, recuerda la frase del muerto en La Moneda, aunque nunca con mucho diseño, agrega. Capaz que la democracia, la convivencia de podres distribuidos, no sea un derecho, o un valor, sino un espacio adecuado para diseñar una historia que dure. En el fondo el misterio, termina. Se pone oscuro, y decido irme. 

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