Los que han propuesto que la constitución sea redactada por una comisión de «expertos» designados desde el parlamento, ahora agregan que lo único que importa es un plebiscito final para asegurar el carácter democrático del atribulado proceso constituyente. El tema de quien redacta una constitución, y de si los encargados de hacerlo tienen o no restricciones indebidas en el proceso de elaboración, no es secundario. Es primordial.
Los “expertos constitucionales” en un orden democrático son los elegidos por el pueblo para ese fin. Punto y aparte. Es el mismo principio que lleva a que en las diversas democracias las leyes las redactan y aprueban personas elegidas, y no personas con tal o cual conocimiento experto.
Recordemos que los griegos antiguos (en el siglo IV antes de nuestra era) fueron los que inventaron las elecciones, aunque prefirieron que el grueso de los cargos públicos se resolvieran por sorteo entre los ciudadanos (ni mujeres ni esclavos tenían derecho a participar) para evitar la influencia de las familias y clanes más poderosos. De los griegos viene, entonces, el espíritu democrático originario, que se traspasó en parte a Roma , se mantuvo en algunos monasterios y ciudades en la Edad Media y luego se trasladó a las constituciones norteamericana y francesa emanadas de sendas revoluciones a fines del siglo XVIII. Este espíritu se extendió poco a poco al continente latinoamericano y a otras latitudes, haciendo retroceder los diversos despotismos, muchos de los cuáles aún permanecen o pujan por volver por sus fueros.
El plebiscito ratificatorio lo usó primero Napoléon Bonaparte para ser nombrado «cónsul de por vida», antes de autocoronarse emperador. Y luego su sobrino Napoléon III, en cinco ocasiones, para legitimar normas que le aseguraran su permanencia en el poder. Ni la constitución norteamericana ni la declaración de derechos francesa necesitaron de plebiscitos ratificatorios, pues sus redactores fueron considerados representantes legítimos del pueblo, suficientemente habilitados para tomar decisiones. La idea de plebiscito fue teorizada luego por Carl Schmitt, el filósofo político de simpatías nazis, y el mecanismo fue utilizado tanto por Hitler como por Mussolini.
Los plebiscitos de Pinochet en Chile tienen ese mismo origen despótico. En parte también lo tiene el de 1925, una vez que Arturo Alessandri terminó nombrando una comisión restringida para redactar una nueva constitución cuando entró en crisis el antiguo orden. El plebiscito ratificatorio alessandrista, precisamente por la falta de legitimidad del proceso previo, contó con una mínima participación y fragilizó a la postre la continuidad de la constitución de 1925, que hoy casi nadie reivindica.
Una cosa distinta son los referéndum, como los que autoriza la legislación vigente para temas municipales, para dirimir opciones por la vía del pronunciamiento directo de los ciudadanos. Su modelo es el de Suiza, con la respectiva iniciativa popular de ley, en este caso habilitada por la firma de al menos 50 mil electores.
Dicho lo anterior, es la soberanía popular la que aprobó por 78% en 2020 elegir una Convención diversa para redactar una nueva constitución, con la expectativa de que sus aspiraciones se vieran reflejadas en ella. Y la que dos años después, a razón de 63%, rechazó la propuesta de la Convención, en la que encontró una variedad de temas objetables, o creyó que estaban incluidos en ella (como que le iban a quitar la casa a las personas, por ejemplo). O que quiso expresar un voto de castigo a los miembros de la Convención por sus estridencias poco responsables y/o al nuevo gobierno por sus improvisaciones y falta de medidas sociales suficientes. Vox populi, vox dei. Pero eso no quiere decir que se aprobó mantener eternamente la constitución de 1980, sino solo hasta que una nueva instancia redacte una nueva propuesta que logre una aprobación final.
El hecho es que desde septiembre reina la confusión. Si se entiende que no hay definiciones claras sobre el camino a seguir en materia constitucional, lo que tal vez democráticamente se deba hacer es que se vuelva a preguntar al pueblo, como en octubre de 2020, si quiere una nueva constitución. Y, si es el caso, que lo redacte un órgano especialmente elegido al efecto o el parlamento en funciones. Se debiera, además, preguntar al soberano si prefiere delegar en sus representantes la aprobación final o que el resultado sea otra vez sometido al pronunciamiento popular. En este último caso, se debiera también preguntar si se debe o no someter las normas que no obtuviesen un cierto quórum, con las alternativas del caso, a la decisión popular. Todo esto debiera permitir que a más tardar en 2024 tengamos una nueva constitución legítima, que haya terminado de encauzar mediante la combinación de la democracia directa y la representación ciudadana plural la profunda crisis abierta a fines de 2019. Todavía el país está a tiempo de demostrar que puede ser un ejemplo de capacidad democrática para superar una crisis nacional, lo que no logró hace 50 años con las dramáticas consecuencias que conocemos.
Lo que no debe aceptarse es que supuestos salvadores de la patria no elegidos, por ilustres que se consideren a sí mismos, sean los encargados de redactar unas normas que después sean puestas en situación de «lo toma o lo deja» ante la ciudadanía. Esto rompe con los principios democráticos elementales y los reemplaza por el más caracterizado elitismo.
Si el actual parlamento no da lugar por 4/7 a un órgano representativo íntegramente elegido para redactar una nueva constitución, tendrá sentido esperar a que un próximo parlamento lo haga, en vez de aprobar fórmulas inaceptables. Retroceder a la lógica de los designados sería una irresponsabilidad con la historia, sobre todo si está motivada por la tradicional exclusión oligárquica de la soberanía popular o por egos redentores de demasiado respetable dimensión. A estas alturas, simplemente no deben tolerarse, pues nada debe reemplazar la voz del pueblo, si bien no siempre pueda resultarnos grata, y el respeto al principio de elección de los gobernantes y de los legisladores y su renovación periódica por la ciudadanía.