Por Antonio Ostornol, escritor.
Jorge Edwards murió despacio, en la distancia, tenuemente. Vivía en España, lejos de Chile. Fueron muchos los años en que fue un viajero. Como tantos otros, en tantos otros momentos. Pienso en José Donoso, Carlos Droguett, Luis Sepúlveda, Isabel Allende, por mencionar algunos. Seguro hay más. Los escritores toman distancia. Pero no dejan de estar presentes, en cada palabra, en cada historia. Como Jorge Edwards que, de verdad, nunca abandonó Chile y estuvo presente cuando el país más lo necesitaba.
Lo conocí a comienzos de los 80 cuando recién regresaba al país después de algunos años de un exilio necesario: su carrera diplomática, habiendo representado al gobierno de la Unidad Popular en Cuba y Francia, se cortó en forma abrupta. Como cuenta en alguna edición reciente de Persona non grata, “en octubre de ese mismo año [1973], y a raíz de una tribuna mía acerca del golpe publicada en París en Le monde, tribuna equivalente a un decreto de destitución firmado por mí mismo, a una soga que yo mismo me había puesto al cuello, fui expulsado del servicio diplomático chileno por la Junta Militar: me encontré de la noche a la mañana como exiliado en España”. Pero, como no hay bien que por mal no venga, ese fue el momento en que, por primera vez, pudo ser un “escritor a tiempo completo”. En su memoria, este es el valor vivencial probablemente más importante de haber escrito Persona non grata: como lo dice en el epílogo, “para bien o para mal, sería un final de mi prehistoria literaria y una entrada a la literatura”.
Cuando lo conocí, Jorge Edwards ya me parecía un escritor importante. Mientras estudiaba a la generación del cincuenta, me había detenido en su cuento “El orden de familias”, especie de manifiesto de uno de los temas preferente de ese grupo de escritores que, precisamente, veían como se venía abajo “el orden de las familias” tradicionales chilenas, oligarcas y decimonónicas, ante la arremetida incontenible de la modernidad. Su mundo literario, con una escritura cercana y cotidiana, iluminaba por contraste el abigarrado y caótico cosmos instalado por su contemporáneo José Donoso (sobre cuyo El obsceno pájaro de la noche escribí mi tesis de título). Poco después, en medio de los 70, leí Persona non grata, seguro su libro más famoso y controversial. A fin de cuentas, arremetía directamente contra el corazón del ícono de la izquierda latinoamericana de la época: Fidel y la revolución cubana.
Este libro tuvo para mí una doble significación: por una parte, me hizo descubrir el placer de leer una buena crónica, donde –como ya se ha dicho tanto, pero no por eso es menos importante- se llegan a perder los límites entre la realidad, la biografía y la ficción. En el texto, a partir del talento indiscutible de Edwards para capturar pequeñas observaciones relevantes, los lectores podemos penetrar en los más complejos escenarios del poder y, al mismo tiempo, en su correlato con las personalidades singulares que los encarnan, descubriendo las particularidades psicológicas que, en definitiva, las hacen protagonistas de la historia. Este talento lo desplegará también en sus novelas, especialmente en las de carácter histórico, y sus biografías. Jorge Edwards fue un gran escritor y eso es indiscutible. Cuando leí este libro en mi imaginario dejó de estar asociado a un compañero generacional de otro grande, como era Donoso, y adquirió un sentido más propio: era un escritor político. No un activista ni un partisano, sino un intelectual que era capaz, con la libertad imprescindible de un artista, de proponer una mirada que se sale de los estereotipos y lo políticamente correcto. Para mí, por esos años un joven militante comunista viviendo bajo la dictadura fascista, fue perturbadora la lectura de su testimonio sobre su paso por Cuba. En sus palabras, volvía a insinuarse el carácter dictatorial y policíaco de la revolución. Y era de una irreverencia absoluta para la iconografía revolucionaria de la época, pero comenzaba a hacer sentido con las voces que, desde los márgenes del establishment de la izquierda, ya anunciaban que, como podríamos decir parafraseando a Shakespeare, “algo olía a podrido en el reino de las ideas y las prácticas revolucionarias del siglo veinte”. Años después, acumulando lecturas, historias y hechos, se haría evidente la lucidez de sus observaciones respecto al dudoso carácter democrático de la izquierda latinoamericana, sesentera y guerrillera.
A partir de este momento, lo seguí visitando. Poco después, a fines de los setenta, leí una novela de la cual se habla poco: Los convidados de piedra. La busqué en mi biblioteca para mirarla nuevamente pero no la encontré; en algún anaquel amigo estará. Tengo el recuerdo de una novela descarnada donde se expresaba toda la brutalidad del clasismo nacional. Situada entre Zapallar y Cachagua, se desplegaba una historia de marginaciones y exclusiones, cuyo corolario sería el golpe de estado y la represión inédita –al menos para los tiempos modernos- que se desató en Chile. Era una novela política, de denuncia del horror, pero al mismo tiempo miraba más allá de los tópicos del horror. Al igual que en Casa de campo, de Donoso –son novelas de la misma época-, ponía la violencia en perspectiva y nos hacía mirar nuestra historia como un largo legado de muchas y ancestrales violencias, posiblemente herederas de la conquista española o de la instalación a sangre y fuego de la nueva nación en el territorio. El golpe de estado no era solo una oscura maquinación del imperialismo norteamericano y las clases cuyos intereses eran amenazados por el gobierno de Allende (todo que fue verdad), sino que había algo más escondido en nuestra propia naturaleza. Por decirlo de alguna forma, el golpe de estado había puesto en evidencia toda la violencia instalada en nuestra cultura: la que se expresaba en la vida pública y la que se expresaba puertas adentro, contra las mujeres o los hijos, por ejemplo. Posiblemente, nuevamente como un adelantado, Edwards anticipaba aquellas violencias que aún nos persiguen (homicidios y femicidios, destrucción del espacio público, encerronas y asaltos a mano armada, y un largo etcétera).
Por todo esto, cuando a comienzos de los años ochenta tuve la oportunidad de conocerlo, fue una inmensa emoción. Más aún cuando, por intermedio de don Jorge Barros, gran editor y fundador de Editorial Pomaire Chile, Jorge Edwards accedió a presentar mi segunda novela, El obsesivo mundo de Benjamín, en un discreto acto realizado en el local de la Feria del libro, en la calle Huérfanos. Y no solo se limitó a estar ahí presente, sino que además escribió una generosa crítica de mi novela en una revista de la época. Porque este escritor grande era un tipo accesible, amable a pesar de una cierta gestualidad distante. Creo que le gustaba estar con la gente: suficientemente cerca como para sentirla, suficientemente lejos como para observarla y reflejar luego, a través de pequeños trazos, la inmensidad humana. Su presencia, la personal y la literaria, han sido quizás tenues. Pero han tenido la persistencia de las grandes obras. Y creo que su ausencia, también.
2 comments
Que bueno que volviste. Y con Edwards. Me trajiste años de Cuba y su relación con el PC chileno. Tal vez un día, en un café. Y te leo siempre. Me llega siempre elonque escribes. Aunque no siempre esté de acuerdo. Un abrazo.
EDWARDS SINCERO A LA CUBA POLICIAL ..QUE PASO DE LA REVOLUCION A LA REPRESION Y A LA REALIDAD QUE ES LA UNICA VERDAD COMO DIJO PERON Y DESEO CON HONESTIDAD QUE ESO NO OCURRIERA PARA CHILE. GRANDE JORGE EDWARDS.