Ya en sus primeras novelas, Milan Kundera comenzó a desarrollar una literatura que podríamos definir como de tesis. La broma (1967), su primera novela, se construye sobre la idea de lo inaceptable que es para un sistema totalitario, la risa. Al vivir en un mundo dominado por la convicción de que todo se sabe, y que además se vive con la conciencia de que sobre sus hombros está el destino de la humanidad, solo la seriedad tiene sentido. Una idea equivalente se encuentra en otros relatos, como La vida está en otra parte (1972) y La insoportable levedad del ser (1984). Ahora, en su última novela –La fiesta de la insignificancia (Tusquets, 2014)– el mundo se ha vuelto completamente leve y ha perdido completamente la risa. Al final, no queda nada.
Tengo la convicción de que los escritores tendemos a repetirnos en el tiempo. Alguna vez le escuché a José Donoso decir que a él le daba pánico la idea de escribir una y otra vez lo mismo, razón por la cual, cuando terminaba un proyecto, en el siguiente se proponía enfrentar un desafío radicalmente distinto. Ejemplificaba con el paso de El obsceno pájaro de la noche (Seix Barral, 1970) a Casa de campo (Seix Barral, 1978), y de esta a El jardín de al lado (Seix Barral, 1981). Y la teoría donosiana funcionaba, aunque fuera solo en algunos aspectos. Efectivamente el carácter paródico de Casa de campo es muy diferente al surrealismo grotesco de El obsceno pájaro de la noche. Y ambas novelas, radicalmente diferentes, al realismo sicológico de El jardín de al lado. Sin embargo, desde la perspectiva del mundo abordado y las claves de lectura, la escritura de Donoso no cambia demasiado: la crítica relación entre el afuera amenazante y el interior falsamente protector, la ambivalencia del ser, donde todo lo bello, bueno y deseable contiene su contrario, la degradación definitiva de un orden destinado a desaparecer, si es que ya no lo ha hecho.
Algo similar ocurre con esta última obra de Kundera. Podría parecer una repetición más de sus libros ya consagrados. O no. En cierto sentido, el método de narrar no sorprende: una tesis general sobre la vida marca el libreto que deben seguir los personajes. Cada uno de ellos representará, entonces, alguna parte del teorema existencial que se nos propone. A diferencia de Donoso, que busca cambiar el esquema de la narración entre una y otra obra, Kundera lo repite. Pero algo cambia, no es una copia absoluta de sí mismo. En este caso, el sentido general de la propuesta avanza unos peldaños en una reflexión que viene construyéndose en el tiempo. Kundera decía, en uno de sus ensayos, que la única moral posible de la novela es el conocimiento. La buena literatura debiera iluminar al lector algún aspecto de la experiencia humana hasta entonces no enunciado. Es pertinente, por lo tanto, preguntarnos si Kundera, en esta última obra, nos ilumina acerca de algún aspecto relevante de la humanidad.
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Se trata de una historia sencilla en la que prácticamente no hay historia. Un grupo de amigos parisienses, hombres, la mayoría jubilados, se cruzan algunos días de la semana, antes y después de la celebración del cumpleaños de uno de ellos. Dentro del relato hay otro intercalado, bajo la forma de una muñeca rusa: uno de los personajes lee las memorias de Jrushchov, donde se cuenta la historia de los chistes de Stalin a sus camaradas del politburó, la vieja camada que lo acompañó, o sobrevivió, hasta el final (Molotov, Kalinin, Mikoyan, Malenkov, el propio Nikita Jrushchov). De esa historia se rescata un evento: el drama de Kalinin, quien formalmente era la máxima autoridad del estado soviético, aunque todos sabían que mandaba Stalin. La historia –que no voy a contar para no transformar esto en un spoiler de la novela- explicaría por qué Kaliningrado sería la única ciudad a la cual los soviéticos le cambiaron el nombre y todavía perdura.
¿Qué explicaría que el más oscuro y más anodino de los consortes de Stalin fuese el único en conservar “su ciudad”? Tal vez lo mismo que explica que uno de los personajes más fanfarrones de la novela, descrito por alguno de sus amigos como un verdadero narciso, salga derrotado en una lucha de seducción por otro ciudadano de nombre o apodo ridículo, totalmente quitado de bulla. Al final, pareciera decirnos la novela que en lo insignificante radica el valor de nuestro tiempo y que la historia, en vez de conducirnos hacia un futuro esplendor, pareciera irremediablemente condenada a la insignificancia. Uno de los personajes –Ramón- tratando de afectar a un amigo al cual le tiene un poco de sangre en el ojo, resume esta tesis cuando asegura que “La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y llamarla por su nombre”.
Cuando Kundera habló de la risa, a su lado había un mundo serio: era el mundo de la revolución, de los ideales, de las grandes batallas por el futuro de la humanidad; cuando nos habló de la levedad del ser, asociada a entregarse al momento y a la sensual libertad de los cuerpos y los deseos, esto hacía sentido en oposición a la pesadez de las ideas, de las responsabilidades, de los deberes; cuando nos habló de la memoria, de aquello que quedaría para siempre en el recuerdo, nos advirtió que, en realidad, vivíamos con la convicción de que todo sería recordado, cuando en realidad, todo sería olvidado. Cuando ahora nos habla de la insignificancia, ya no hay nada que se levante junto a ella como contrapeso. Dicho de otro modo, todo aquello por lo cual nos desgañitamos cada día, si nos ponemos en el lugar al cual nos invita Kundera, importa poco o nada. Las grandes transformaciones, que conllevan en general grandes sacrificios y tragedias, parecieran tener cada vez menos lugar en nuestros tiempos. ¿Habrá tenido esta idea algo que ver con ese sorprendente 62% de nuestro plebiscito de salida? A veces creo que, en nuestra cultura política de izquierda, le damos poca importancia a las cosas insignificantes de la vida cotidiana y las eclipsamos en beneficio de las grandes ideas. Vale la pena darle una vuelta a este tema.