Páginas Marcadas de Antonio Ostornol. La delgada línea entre la realidad y la ficción. El sueño de la eternidad.

por Antonio Ostornol

Quiero marcar una página excepcional. Se trata de La traición de Borges (Ediciones de la lumbre, 2022), la primera novela del escritor chileno Marcelo Simonetti. Hace doce años, fue un libro casi clandestino en las librerías chilenas. Publicado por primera vez en España el año 2005, en una editorial más bien pequeña, llegó a nuestro país a cuentagotas. Costaba encontrarlo. Aparecía en las vitrinas y desaparecía de inmediato. No era raro que eso ocurriera. Es una excelente novela y, además, había sido galardonada con el VI Premio Casa de América de Narrativa, otorgado en España. Todo un suceso: una novela chilena que triunfaba en el viejo continente. Se trajeron pocos libros, de manera esporádica, la obra estuvo prácticamente escamoteada al público. Por eso, se hacía necesario tener una edición chilena, accesible a cualquier lector, para que podamos disfrutarla.

La premisa de esta historia es en apariencia simple: un actor chileno en decadencia, cuya única representación memorable fue haber interpretado al escritor Jorge Luis Borges, se entera de su muerte en Ginebra el 14 de junio de 1986 y, a instancias de una veinteañera que se ha enamorado de su personaje, lo convence de ir a Buenos Aires y reclamar su condición de ser el verdadero Borges, que en realidad no ha muerto y sigue vivo.

Por supuesto, el proyecto desencadenará toda una revolución en el mundo cultural porteño, solo opacada por la inminencia de que Argentina, con Maradona a la cabeza, se consagre campeona del mundial de México. Desde otro lugar del relato, aparece Antonio Libur, un escritor local cuyo nombre “en el mercado de las editoriales hacía rato que no tenía un valor agregado”, que ha publicado un par de libros supuestamente plagiados (¿de dónde? ¿de otro texto, de otra vida?) y se enfrenta a una sequía creativa severa y prolongada. Pareciera que lo único relevante que le ha ocurrido en la vida es haber conocido a Emilia, la veinteañera que, por su parte, impulsa al Borges actor a sustituir al escritor y, de paso, enamorarse de él. Y en este punto, los cruces de personajes e historias se va construyendo como un texto borgeano y comienzan a correr en senderos que se bifurcan. Tras cada apertura del camino, se esconde una traición o una suplantación o una ficción que se impone a la realidad o una realidad que se ha ficcionalizado para transformarse en memoria. Las imágenes dobles, las leves simetrías, como hubiese dicho algún narrador de los cuentos de Borges, que apenas se desplazan, comienzan a tramar el tejido textual. Desde esta perspectiva, suena comprensible que se haya definido esta novela como un gran homenaje al escritor argentino.

Marcelo Simonetti hace comparecer en el relato a Adolfo Bioy Casares, el gran amigo de Jorge Luis Borges. Se encuentra con el impostor y, quizá bajo el influjo de sus deseos, acepta la idea de que su amigo no ha muerto. En la novela, de esto no hay dudas. El impostor, gracias a una memoria prodigiosa, solo comparable a la de Funes el memorioso, se ha aprendido toda la obra del argentino, y sus anécdotas biográficas, incluso los secretos que solo comparten los iniciados. Aunque este hecho es plausible, no deja de ser extraño. Estamos en el territorio de la literatura fantástica, en el sentido clásico de su definición: un relato en que, desde lo cotidiano, irrumpen hechos extraños que son vividos como normales. Simonetti, entonces, coloca en labios de Bioy Casares las siguientes palabras: “Nunca he tenido muy claro cuánto de realidad y cuánto de ficción hay en la vida de cada uno. Me gusta pensar que la vida se alimenta de uno y otro lado. Los recuerdos son episodios sacados de la realidad que se van ficcionando en nuestras cabezas. Así opera la imaginación.”

Si bien es evidente en la arquitectura de esta novela el homenaje a Borges, su lectura no puede remitirse solo a eso. El relato nos presenta tres personajes en cierto sentido patéticos, que limitan con lo grotesco. Un actor viejo y fracasado cuya esperanza revive vicariamente a través del amor que Emilia le profesa al personaje que encarna, un actor que nos confiesa que “[no] se quería a sí mismo. No le gustaba el hombre que aparecía una vez que dejaba colgado el personaje dentro del camerino. Prefería el otro, el que ahora caminaba tomado del brazo de Emilia, el que usurpaba la vida de un tercero y reía con los ojos encandilados por el sol”. Una joven bella y enérgica, que “caía en un trance que trataba de disimular” cada vez que veía al actor interpretar a Borges, porque reconocía en ese momento “el tránsito perfecto entre la realidad que odiaba y la vida articulada al arbitrio propio”. Una muchacha despertando a la juventud, casi una adolescente, que en la actuación “creía oír, como un eco de fondo, el sonido del mar que en vano sus padres le habían prometido una noche” y que, por supuesto, no habían cumplido ni cumplirían. Y finalmente está Antonio Libur, de quien ya hablamos, el escritor fracasado, el plagiario.

Tres personajes que habitan unas vidas miserables, fracasadas, traicionadas por sus sueños y la imposibilidad de realizarlos. Personajes que imaginan más de lo que son capaces de alcanzar. Personajes que antes de iniciar sus proyectos ya están derrotados. Al final, para vivir, necesitan soñarse y solo cuando se atreven a hacerlo, alcanzan algún grado de plenitud. No importa cuán real o ficticia sea, da lo mismo. Es su atrevimiento el que les abre alguna esperanza. La novela nos propone una situación borgeana: ¿qué es más verdadero, el que sueña o el soñado? Y esta, en último término, nos remite a la literatura: ¿qué tan verdaderas son las ficciones? ¿la literatura nos aporta algún conocimiento desde sus mentiras? ¿existe la creación, o simplemente somos todos plagiarios de las vidas de otros?

La traición de Borges es una gran novela. Inteligente, divertida, culta, juguetona, trágica y esperanzada. Recordando lo que escribí hace un tiempo en una de estas columnas a propósito de otro libro, siento que esta es una historia que me hubiese encantado escribir. Pero, además, tiene la gracia de los textos mayores: es un relato que no se termina con la última página (lo que es imposible, ya que tiene una estructura doblemente circular; pero de eso no hablaré para que lo descubra el futuro lector) y más que cerrar las historias, abre preguntas que quedarán dándonos vuelta mucho tiempo y que, tal vez, nunca dilucidemos y sigan perturbándonos por toda la eternidad. Algo, por supuesto, muy borgeano.

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1 comment

Pancho Zeta. noviembre 1, 2022 - 12:48 am

Bien Toño…. leeré la novela en el corto plazo.

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