Según una página de internet (https://psicologiaymente.com/neurociencias/amigdala-cerebral), la amígdala es “una estructura subcortical situada en la parte interna del lóbulo temporal medial” que “posee conexiones con la gran mayoría del encéfalo, siendo un núcleo de especial relevancia que puede afectar al conjunto del sistema nervioso y en la funcionalidad del organismo”. Es una parte fundamental del sistema de sobrevivencia de la especie humana, ya que integra “las emociones con los patrones de respuesta correspondientes a estas, provocando una respuesta a nivel fisiológico o la preparación de una respuesta conductual”. Dicho, en otros términos, según lo que logro entender, la amígdala cerebral controla de forma bastante automática nuestra reacción frente a emociones fuertes como el miedo o la rabia.
El escenario político chileno de los últimos tiempos, salvando algunos momentos excepcionales como los dos acuerdos para abrir un proceso constituyente en Chile (2019 – 2022), parecieran estar marcados por el dominio de la amígdala cerebral. Los diferentes grupos políticos y movimientos sociales, cuando toman posición o declaran sus opiniones, pareciera que lo hacen desde un estado de indignación que escapa a cualquier mínimo razonamiento lógico. Quizás si el ejemplo más elocuente y, al mismo tiempo, paradójico, hayan sido las sucesivas aprobaciones de los retiros previsionales. Podríamos hacer una antología del absurdo citando a los parlamentarios que, por una parte, declaraban la condición de pésima política pública de los retiros y, sin embargo, a la hora de los quiubos, votaban a favor de los mismos.
Hoy tenemos dos acusaciones constitucionales ad portas y, al parecer, si uno se guía por las declaraciones de acusadores y acusados, ninguna de ellas tiene el peso jurídico que la sostenga. Escuchaba a un periodista –a propósito de la acusación contra el ministro Jackson– decir que él pensaba que había muchos parlamentarios que querían “faenarse” al personero e, incluso, cobrar venganza de sus acciones políticas pasadas. Dicho en buen chileno, sería algo así como que Jackson “se las buscó”, por ejemplo, cuando se atribuyó cierta supremacía moral sobre las conductas de sus antecesores o hizo todo lo necesario para respaldar y promover las acusaciones constitucionales (más de 15, si no me equivoco) que su sector político presentó o apoyó durante el gobierno del presidente Piñera. Al parecer, se trataba también de acusaciones con poco sustento constitucional. Resulta cómico recordar que a un ministro de Educación se le acusó constitucionalmente por forzar el regreso a clases de los estudiantes. A la luz de las evidencias actuales –el daño emocional y de aprendizaje a niñas, niños y adolescentes provocados por la ausencia prolongada de clases-, a lo mejor debiéramos levantar un monumento a ese vilipendiado ministro.
Este tema de las acusaciones constitucionales pervertidas en instrumento de acción política, independiente de su real pertinencia constitucional, es algo de vieja data en la política chilena. En lo inmediato, esta lógica estuvo, a todas luces, en las acusaciones constitucionales que quienes hoy conforman Apruebo Dignidad presentaron contra el presidente de la República. Y también estuvo en su momento detrás de las acusaciones constitucionales contra Yasna Provoste y Harald Beyer.
Sin embargo, el uso espurio de este instrumento constitucional posiblemente comenzó durante el gobierno de Salvador Allende. En ese entonces, haciendo uso de una mayoría mínima en el parlamento, la oposición que trabajaba para derrocar al presidente, utilizó ampliamente esta estrategia. En dos años admitió y declaró culpable a más de diez ministros de estado, más que todas las acusaciones aprobadas durante la vigencia de la constitución de 1925 hasta 1970.
Es interesante preguntarse, entonces, cuándo y en qué circunstancias este instrumento ha sido menos utilizado. La respuesta es clara: durante las décadas que antecedieron al gobierno de la Unidad Popular y durante las primeras décadas post dictadura. ¿Qué hubo en esos tiempos? ¿Acaso no vivíamos conflictos sociales agudos? Sí, hubo conflictos sociales, muchos y muy agudos, con huelgas, manifestaciones y muertos, con períodos dictatoriales (hablo de la ley maldita de los años cuarenta y cincuenta) y pugnas electorales. Pero el sistema político permitía el diálogo, la negociación, el mejoramiento consensuado. Los sindicatos nacionales llamaban al paro nacional y se sentaban a la mesa con las patronales y el gobierno, los estudiantes salían a la calle y negociaban, los partidos políticos buscaban la representación en las instituciones de poder político y las organizaciones sociales. No había nada tranquilo en esos años, Chile no era una taza de leche. Pero había un sistema político que posibilitaba procesar los conflictos a través de las instituciones, el diálogo, la colaboración. A veces tengo la sensación de que muchos de quienes intentan hacer del espíritu de negociación sinónimo de entreguismo o miedo al conflicto, eluden las preguntas asociadas a la factibilidad real de construir proyectos sociales sustentados en mayorías reales, nacidas de consensos y no de imposiciones. La ruptura del diálogo político en tiempos de la Unidad Popular, las estrategias y las tácticas que obedecían más a las emociones primarias y menos a la consideración de las posibilidades políticas reales, fundadas en la correlación de fuerzas y la construcción de sentidos comunes mayoritarios, fueron claves en la pérdida de apoyo del gobierno y la facilitación del golpe de estado. El escenario político se enervó hasta hacerlo imposible. Este fue el triunfo estratégico de la derecha política chilena de esa época, bajo el amparo de las políticas norteamericanas ancladas en la guerra fría. La construcción de un espacio político de buenos y malos, en el cual solo cabían los buenos, hizo posible la barbarie que se desató después del golpe de estado.
Durante las primeras décadas de los gobiernos concertacionistas, prevaleció la política del diálogo entre las fuerzas discrepantes. Y aunque la cancha era dispareja (democracia protegida, con privilegio para la minoría), fue posible avanzar en consensos importantes. A través de este camino se modernizó el país, se inició la búsqueda de justicia y castigo a los violadores de derechos humanos, comenzaron a implementarse políticas de equidad social con un fuerte aporte estatal. Y el país creció económicamente y se distribuyó algo mejor –aunque poquito- la riqueza. Ciertamente, el clima político favorecía estos procesos. Era posible dialogar, llegar a acuerdos, generar certezas, buscar objetivos comunes. Por eso tal vez hubo menos acusaciones constitucionales. Sin embargo, el estancamiento del país, la resistencia de la derecha a generar transformaciones necesarias (sobre todo en el modelo de desarrollo económico) amparándose en las ventajas que le generaba el sistema político de privilegios, mermó significativamente los espacios de diálogos. Por una parte, se veían como amenazas; y por otra, exasperaban la paciencia ante la evidencia de que, vetos mediante, no se avanzaba, sino que, por el contrario, las soluciones y demandas sociales se dilataban.
Y, como en los cuentos infantiles, vino la amígdala cerebral y se tomó el control del sistema simpático de la política chilena, y frente a la percepción de amenaza o el miedo a lo que pudiese venir, entre las acciones preferentes que activa la “amígdala”, que son la huida y el ataque, se quedó con este último. De ahí el estallido, la represión, el prurito refundacional, el intento de botar a Piñera, el rechazo desde el miedo, la oposición absoluta al gobierno de Boric, el indulto y, por último, las acusaciones constitucionales.
El que esté libre de pecado, que tire la primera, podríamos decir parafraseando la sentencia bíblica. Ni la derecha ni la izquierda pueden hacerlo. Hay que atreverse para actuar desde otro lugar. Hay que tener la valentía que el actual presidente Boric tuvo el 15 de noviembre del 2019 para suscribir el acuerdo que dio paso al proceso constituyente. La misma que tuvieron los líderes de Chile Vamos y el resto del espectro político, para aprobar su continuidad el 2022. Los hechos que se nos vienen por delante seguirán poniéndolos a prueba.