Páginas Marcadas de Antonio Ostornol ¿Quién perdió y quién ganó el 4 de septiembre?

por Antonio Ostornol

         Soy hijo del halo revolucionario del siglo XX y fui educado políticamente por el Partido Comunista en el valor de la gradualidad. En este sentido, soy hijo de una paradoja. Después se enredó la historia. Le vimos la cara al fascismo (mucho, demasiado rato) y el paraíso revolucionario se desmoronó (caída de la URSS) y se hizo evidente su lado oscuro, toda su ignominia y su imposibilidad. La historia, curiosamente, hizo que la utopía comunista se redujera, básicamente, a eso: solo una utopía. La realidad histórica que fueron capaces de construir los movimientos y partidos políticos comunistas distó mucho de los ideales. Algunos todavía creen que eso fue solo el efecto necesario de la confrontación con el imperialismo. No han querido aceptar la equivocación sustantiva de la teoría revolucionaria: un proyecto que se sostiene en la necesidad de la dictadura está condenado, a corto o largo plazo, a su fracaso: al político y al de sus ilusiones. 

Este año 2022 que termina ha sido de una intensidad política y social a la que ya nos habíamos desacostumbrados. Muchas y muchos pasaron, sin mediar mucho tiempo, del paraíso al infierno, de la alegría a la tristeza, de la ilusión a la desesperanza. La derecha renació de sus terrores, sintió que había escapado de las fantasmagóricas guillotinas que levantó en sus delirios post estallido social (alienígenas, guerra exterior, etc.). La nueva izquierda, la que se declara éticamente superior y dueña del futuro prístino del pueblo chileno, que se enseñoreó en la convención haciéndola a la pinta de sus utopías y eligió al presidente más joven de la historia, sucumbió a un baño dramático de realidad cuando su pueblo le dijo que no quería el tipo de sociedad que ellos imaginaban (ocho millones rechazaron su propuesta). Y la centroizquierda, que durante los últimos años navegaba en el mar de la intrascendencia, avergonzada de sus propios logros y temerosa de levantar la voz frente a los incendiarios progresistas, arremetió por los palos y, casi casi, hoy goza de un rol determinante en el gobierno y los destinos del país.

¿Qué marcó tan violentamente el cambio de sensibilidades de los últimos tres meses? ¡Qué duda cabe! El pronunciamiento del pueblo, el cuatro de septiembre de 2022, cuando rechazó el texto de la nueva constitución propuesto por la Convención constitucional. Y el rechazo fue curioso. Primero, por lo contundente. Fue un verdadero estallido social, pero en versión electoral. ¡El 62% en la elección con la mayor cantidad de votantes de la historia de Chile! Y si este no es el pueblo, el pueblo dónde está, habríamos preguntado hace 52 años en la Alameda, celebrando el triunfo de nuestro Salvador Allende que, comparado con el que comento, fue bastante magro (apenas un tercio del electorado).

Pero todo empezó con el estallido. La perplejidad asociada a la magnitud de las movilizaciones y su violencia hablaba de una dinámica soterrada que, como ocurre con las erupciones de todo tipo, encontró su liberación en los días de quema, saqueos y ocupación, básicamente destructiva, de los espacios públicos. Esta explosión, aunque sorpresiva para los grupos dirigentes del país, no fue gratuita. Hacía rato que las investigaciones sociales venían registrando el aumento de la conflictividad social en Chile. La economía experimentaba un progresivo proceso de estancamiento y el sistema político, capturado por los vetos que sobrevivían de la dictadura y la fragmentación de los partidos, hacían que los principales problemas del país estuvieran en una especie de status quo, sin solución. Los cambios que parecían tan obvios eran resistidos por la derecha, sin medir las consecuencias. No quisieron abrirse a un cambio de época y se aferraron al poder vicario de los tiempos de dictadura. El país tuvo que reventar. En los días y meses que siguieron al dieciocho de octubre, se vivió lo más parecido a un ambiente de carnaval revolucionario. Sospecho que muchas y muchos vivieron ese tiempo convencidos de que estábamos ad portas del gran cambio revolucionario que el siglo XX nos había enseñado a soñar y que, al final, nos escamoteó. Los viejos que fueron jóvenes en los setenta sentían que, por fin, se les ofrecía una segunda oportunidad. Ahora sí la revolución venía. “Chile cambió”, era una frase que se escuchaba en cada esquina. Bajo el amparo de las nuevas consignas (hay que sepultar al neoliberalismo), imaginaron un nuevo país que se parecía mucho más a lo que promovían las nuevas teorías venidas de Estados Unidos y Europa, y mucho menos a lo que esperaban la gran mayoría de los chilenos. El camino trazado fue la nueva constitución. Allí debía plasmarse la tumba del viejo Chile neoliberal y abrir paso al nuevo país radicalmente distinto al que vivíamos y conocíamos desde hace un par de siglos. El cambio debía ser revolucionario, o no era (como dicen hoy algunos ciclistas del tipo furiosos: “convención 100% electa, o nada”). No podía haber gradualidad, matices, ajustes de intereses, etc. De lado y lado del espectro político, muchos habían aceptado el proceso constituyente a regañadientes. Unos porque sintieron que habían perdido el poder; otros, porque hubiesen preferido la toma del poder sin tanto trámite. Este espíritu transformista, revolucionario, fue el que primó en la convención. Había que remover la sociedad desde sus cimientos. Ese fue el ethos de la Convención y de su proyecto.

Pero el plebiscito de salida demostró que el ethos revolucionario estaba lejos de la sensibilidad nacional y votó rechazo. Entonces, ¿quién ganó y quién perdió en esta confrontación? Creo que la respuesta no puede ser categórica. Como nunca antes en nuestra historia, ni siquiera en tiempos de la Unidad Popular, habíamos estado como país tan cerca de generar un cambio que, de modo radical, permitiera producir cambios sociales, económicos y políticos que favorecieran los intereses de la gran mayoría. Estos cambios no eran, necesariamente, muy pomposos. Bastaba con asegurar el ejercicio de la democracia representativa, modernizando las formas de participación ciudadana, cambiando el sistema de partidos políticos por uno que los fortalezca y los obligue a rendir cuentas (tanto en lo individual como colectivo), garantizar la equidad de género, el respecto real de las minorías, el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, de modo que se pueda resolver el conflicto histórico en un marco democrático y respetuoso, y por sobre todo, redefinir el rol del estado como el gran garante de que se respeten y cumplan los derechos sociales. Puede ser que se me escape algún otro tema, pero no crea que sean muchos. Alguien podría preguntarme, entonces, cuál era el problema con la propuesta de constitución, si todos estos temas estaban abordados. Y yo tiendo a convencerme de que el problema era la desconexión con sentimientos muy arraigados en nuestra comunidad y cultura. Por ejemplo, el carácter unitario del estado, la apertura al aborto sin restricciones, o la eliminación de los derechos de agua. Había tantas banderas puestas en el texto, como tantas objeciones estas podían generar. ¿En todos? No, no necesariamente. Pero los objetores se suman e impiden que se asuma el texto completo. Esto es el maximalismo: una propuesta que obliga a aceptar todas las propuestas más radicales del momento cultural que vivimos. Y por lo mismo, aunque haya muchos elementos con los cuales se está de acuerdo, hay suficientes como para rechazar el todo.

A la propuesta le faltó gradualismo, cierta calidad ecléctica, y le sobró espíritu revolucionario. Esto no significa, ni mucho menos, que podamos volver atrás. Si quienes hoy pueden sentirse tentados de retrotraer la discusión y conducirnos a otra normativa que consagre el imperio absoluto del mercado en todas las áreas de la vida social, creo que también se equivocarán. Se situarán en el ethos, en este caso, contrarrevolucionario. Y, en mi opinión, el “pueblo” (el de los ocho millones) nos demanda una mirada más reformista y menos revolucionaria, independiente de para qué lado del espectro político se inclinen esos cambios.

Creo que los viejos comunistas, cuando desarrollaban sus políticas reformistas, aunque no tuvieran claro por qué lo hacían, sintonizaban con esta sensibilidad. Cuando hoy el PC se suma al Acuerdo por Chile, pareciera recordar sus viejas prácticas y la defensa revolucionaria e irrestricta que alguna vez hizo del reformismo.

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