La historia de mi relación con la literatura está marcada por la Feria del libro de Santiago. En los ya lejanos años ochenta, cuando vivíamos un poco asfixiados desde el punto de vista cultural (pocas editoriales, pocos libros, pocas librerías, mucha censura… mucha), de pronto reapareció la vieja Feria. Lo hizo desde la modestia, desde el desafío, desde el miedo. En pleno parque Forestal, un aquelarre de puestos con libros se disponía en círculo para acoger a la literatura. Allí nos encontrábamos los escritores nuevos y los viejos. Si la memoria no me falla, lo que podría ocurrir perfectamente, me parece haber visto allí, por primera vez en vivo, a escritores como José Donoso o Enrique Lihn. Quizás entonces conocí a Stella Díaz Varín y, sin duda, a nuestra querida Diamela Eltit. Pero, por sobre todo, a mis compañeros y compañeras que mirábamos con ilusión sumergirnos en una verdadera vida literaria.
Figuras memorables y amistades largas. Ahí estaban la Pía Barros y Jorge Montealegre, que eran vecinos del barrio, al otro lado de Vicuña Mackenna, junto a la gran Carmen Berenguer. Entre los poetas, nuestro Thomas Harris que todavía no andaba con la Tere Calderón pero que ya se vislumbraban. Por ahí aparecían las muchachas y muchachos de la Unión de Escritores Jóvenes y los menos pomposos del Colectivo de escritores jóvenes, al cual yo me adscribía porque el otro era de poetas y este de narradores. Con el tiempo y viendo las trayectorias de los integrantes de cada organización, pienso que en el hecho de que existieran dos agrupaciones diferentes, ambas cobijadas bajo el alero de la Sociedad de Escritores de Chile, alguna incidencia puede haber tenido que en un caso el partido político clandestino que estaba detrás era el Mapu y en el otro el PC. Grandes nombres por lado y lado: Erick Polhammer y Ramón Díaz Eterovic, Natasha Valdés y Diego Muñoz Valenzuela. ¡Qué larga lista! Y por ahí circulaban el Poli Délano, recién regresado, y Fernando Jerez, resistiendo desde dentro. En fin, son muchos nombres y seguro olvido demasiados (me excuso, aunque en esa época olvidar era necesario y preventivo: mientras menos recordaras eras más seguro para los demás). En ese parque Forestal conocí a Marco Antonio de la Parra y Darío Oses, colegas con quienes transitaríamos tantos años compartiendo nuestras historias. Y también en esos tiempos y en esa feria, conocí a narradores que me resultaban de cierta forma exóticos porque ya eran exitosos, como Gustavo Frías y su Julio comienza en julio, o Jorge Marchant Lazcano y su espectacular La Beatriz Ovalle. Por ahí también se dejaba ver el Pepe Rosasco e incluso don Roque Esteban Scarpa, que eran bichos raros en ese mundo resistente, porque venían del mundo de derecha, aunque tenían buenos padrinos en escritores que reunían todas las credenciales de pertenencia, como el gran Alfonso Calderón o el propio Poli Délano.
En la tarea de armar esa feria hubo grandes editores. Hugo Galleguillos y Jorge Barros, y el entusiasta Chico Paredes. En esas andanzas deben haber aparecido en mi vida figuras como Marisol Vera, de Editorial Cuarto Propio, o Arturo Infante con alguno de sus proyectos editoriales, hoy decantados en Editorial Catalonia. En esos años renacía lo que hoy llamamos el “ecosistema del libro”. Empezaba a perfilarse como el lugar de encuentro y resistencia al apagón cultural. En algún momento, la pequeña, nostálgica y combatiente Feria del libro de Santiago dio el salto a la estación Mapocho y comenzó a ponerse pantalones largos. Hubo que acostumbrarse a las nuevas dimensiones, aparecieron las grandes editoriales, vinieron visitas ilustres.
En un fin de semana de la Feria podías encontrar una fila equivalente a un pasillo de personas esperando por el autógrafo de algún top star. Los auditorios del segundo piso se llenaban y seguía encontrándome con los viejos y nuevos amigos. 1992, para las celebraciones del quinto centenario del descubrimiento de América, recibimos y compartimos con una gran delegación española. En su expansión y desarrollo, qué duda cabe, fueron centrales los gobiernos de la Concertación y la Cámara Chilena del libro, así como las agrupaciones de escritores. La Feria era un evento mayor.
¿Cuándo se jodió la feria?, se habría preguntado Zavalita, el notable personaje de Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa. No tengo la respuesta, pero hace algunos días fui al lanzamiento del entrañable y crudo libro En los repliegues del silencio (Ocho libros, 2023) de mi amigo Leonardo de la Barra. Fue una presentación hermosa, íntima e inteligente, como debieran ser estos eventos. Aproveché, entonces, de recorrer la FILSA 2023. Fue una experiencia completamente decepcionante. Menos locales, pocas editoriales, casi no había amigos. ¿Dónde estaba todo el mundo?, me pregunté. Y averiguando por aquí y por allá, me fui enterando de una trama de telenovela. El problema es que el mundo editorial chileno está completamente desarticulado. Al parecer hay tres o más agrupaciones que representan a las editoriales del país y les cuesta mucho hablar entre ellas y más todavía llegar a acuerdos. Me imagino que, si uno le preguntara a cada una de ellas por qué no actúan de conjunto, habría razones muy atendibles desde sus particulares puntos de vista. Pero me cuesta imaginar una sola razón que explique excluir o excluirse del momento literario más importante y tradicional del país desde, al menos, los años ochenta.
Al constatar la realidad, es decir, la incapacidad de agrupaciones que naturalmente debieran colaborar en el ecosistema del libro y la lectura, lo que empobrece la oferta cultural, al menos en lo que se refiere a ferias, no me queda sino pensar que se trata de una nueva señal de los tiempos que vivimos. ¿Se nos olvidó cómo llegar a acuerdos y al final cada uno quiere hacer las cosas a su pinta, en la más individualista de las opciones? La intolerancia y la intransigencia, a la que estamos expuestos cada día, nos pasa la cuenta. Parece un túnel sin salida. A veces, desespera. Y la verdad es que no quiero resignarme a este absurdo. Extraño las viejas ferias, esas donde estábamos todos, cada uno con lo suyo, compartiendo un espacio común, del mismo modo que extraño la posibilidad de que nuestro país logre construir un territorio donde todos tengamos lugar.