Voy a votar en contra. Lo haré con desgano, con cierta impotencia, frustrado, incluso tomado por la rabia. ¿Por qué tanto sentimiento negativo frente a una elección que, creo sinceramente, no cambiará nada demasiado? Atisbo una razón importante: la convicción de que este proyecto de constitución no resuelve el problema de fondo, sino al contrario, puede agudizar algunos de los nudos que han paralizado a nuestro país en, al menos, la última década.
A fines de agosto del año pasado, declaré mi intención de aprobar el proyecto de la convención. Lo hacía, básicamente, porque tenía la intuición de que un triunfo del rechazo sería leído como un triunfo de la derecha y alentaría a los sectores más conservadores a recular en sus proclamas de querer efectivamente un cambio de las reglas del juego, que mejorara y equilibrara más las relaciones de poder en Chile. El proyecto de la convención no me gustaba porque era sectario: estaba hecho por y para una única sensibilidad que, ni siquiera, era capaz de entusiasmar a los sectores de centro izquierda. Mi convicción fue que, independiente de quien se impusiera, el tema constitucional seguiría abierto y “con mayor o menor sinceridad, nos preguntaremos si este será un paso hacia la esperanza o hacia una profunda tristeza”.
Al final, la historia fue la que fue, y estamos ad portas de una nueva elección. Y, salvando el esfuerzo grande y heroico de la Comisión de Expertos que logró un texto de consenso, nos encontramos en un punto similar al de septiembre del año pasado, pero con los signos inversos: las derechas (como se dice ahora), fueron incapaces de resistirse a la tentación de la vendetta. Parece que en el subconsciente de sus reuniones y contubernios, se preguntaran, en susurros y luego a voz en cuello, lo siguiente: ¿No quisieron pasarnos por encima, imponernos todo su lenguaje “progre” e identitario, humillándonos cada vez que pudieron? Entonces, ahora “que se jodan”.
Consecuentemente, a partir del 4 de septiembre, la derecha se abocó, presionada por el efecto “republicanos”, a desmontar los acuerdos más esenciales alcanzados en la Comisión de Expertos, incluido, por ejemplo, cosas tan aberrantes como instalar la supresión de las contribuciones a la primera vivienda, cuyo carácter regresivo es casi indiscutido. De este proyecto que votaremos en un par de semanas más, podría decir lo mismo que dije del anterior: “el texto final que se nos propuso para votar no estaba pensado para alcanzar grandes acuerdos. La estructura del mismo da cuenta, más bien, de la instalación de las diferencias identitarias como compartimentos estancos y excluyentes de las otras identidades, por cuanto reconoce el derecho máximo de cada una y no necesariamente las reglas de compatibilidad entre ellas. Cualquiera puede encontrar algún elemento que lo irrite lo suficiente como para mitigar sus ganas de apoyar este texto”.
O sea, el país rechazó hace un año una propuesta constitucional porque buscaba priorizar las banderas propias (por muy legítimas que sean en la política) por sobre la necesidad de acuerdos de convivencia nacional serios y responsables, ampliamente compartidos por la comunidad política y la ciudadanía. Si hacemos memoria de lo que hace un año afirmaban la mayoría de los que hoy apoyan esta nueva constitución y se pronuncian de buena fe, coincidirían en que no hemos aprendido nada y estamos cometiendo el mismo error. Eso es lo triste, el país que no aprende. Ni ellos ni nosotros ni los otros. Cada uno encerrado en su burbuja de ideas instaladas a fuego, de las cuales nadie quiere renunciar. Y hablo de renunciar un poco, no a todo. Nadie afloja, todos enfrascados y encerrados y enceguecidos en sus propios discursos.
Hace un año atrás, yo tenía la impresión de que existía “un amplio consenso para profundizar una democracia más moderna” y así pudiésemos destrabar el sistema político paupérrimo y miserable que tenemos hoy. Pensaba que incorporar “nuevos mecanismos de participación ciudadana, reglas más universales que garanticen representación paritaria en los órganos de poder, reconocimiento constitucional de los derechos de las minorías, un nuevo estatuto para la efectiva repartición del poder entre centro y regiones, el nuevo pacto con los pueblos originarios y su reconocimiento con estatus y derechos constitucionales” a nuestra carta magna, eran cosas de Perogrullo. También creía que sería difícil que hubiese mucha resistencia a la idea de “garantizar derechos sociales básicos, como la vivienda, la salud y las pensiones dignas”. Pero me equivoqué y ahora me pregunto si, de verdad, hay tanto desacuerdo en estos propósitos, o las distancias que se explicitan hoy son más bien coyunturales, propias de la guerrilla política del día a día. Sigo creyendo que no. Sin embargo, la tentación de “constitucionalizar”, y ojalá con cerrojo, la idea que cada uno tiene acerca de cómo se logran los objetivos es lo que nos pierde.
Si nos abocáramos a mejorar de modo significativo nuestro sistema político y que luego esa misma política -la grande, la noble, la que se esfuerza por los acuerdos inclusivos y no las acciones excluyentes- se hiciera cargo de dirimir en base a mayorías serias y responsables –o sea mayorías con acuerdos democráticos que se honran- las estrategias y políticas para alcanzar los objetivos nacionales, tendríamos una base sólida para creer e imaginar un mejor futuro.
Alguien me podría decir que hay una inconsecuencia en mi argumento, ya que como critico a la derecha que dice no estar de acuerdo pero que votará a favor, hace un año atrás yo debiera haber votado rechazo. Y, en alguna medida, sería cierto. Pero hay dos temas de fondo que me obligan a votar en contra: uno, que todas las enmiendas y cambios propuestos al borrador de la Comisión de Expertos tienden básicamente a consagrar y constitucionalizar una sociedad guiada por el egoísmo y no por la generosidad, ya que bajo la excusa de una libertad mañosamente enunciada, quiere consagrar constitucionalmente una comunidad donde cada uno se rasca con sus propias uñas, independientes del tamaño y calidad de las mismas, o sea, constitucionaliza la sociedad de la desigualdad.
Y el otro tema dice relación con la rigidez –no certidumbre- de las normas. ¿Qué quiero decir? Cuando se constitucionalizan asuntos que son propios de políticas públicas, se intenta la consolidación a priori de un cierto modelo social y económico, como si este fuera una verdad eterna y casi divina. Pasa, por ejemplo, con los apologistas del capitalismo feroz y del socialismo decimonónico. Hay consenso, me parece, en que las políticas públicas debieran dirimirse en el contexto de la legítima y democrática confrontación política. Rigidizarlo en la constitución fue lo que hizo la constitución del 80: declaró constitucionales todas las políticas públicas que aseguraban un cierto modelo de sociedad que, además, se había instalado con una fuerza y violencia nunca antes vista en Chile. Ahí estaban los senadores designados, el binominal, los dos tercios para modificar sistemas como la previsión o la salud. Algo de esto tenía también el proyecto anterior. Mismos errores, mismas cegueras, mismas pequeñeces.
Por eso la tristeza, el desánimo, la decepción. Pero igual votaré en contra, porque en último término, no quiero dejar registro de que, alguna vez, estuve al lado de quienes todavía –pública o soterradamente- siguen creyendo que, así como hoy dicen que “se jodan”, ayer debieran haber dicho “que los maten a todos”. Sé que es irracional lo que digo, pero no me importa. Es lo que siento y alguna lógica tendrá.
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Antonio, si puedes votar con desgano y te entiendo, te entiendo tanto. Y aquí viene el Sin embargo, debemos, aunque nos duela, entregar a nuestros sueños el último respiro. Nuestros sueños murieron en manos de la banca, de wall stret y (de las derechas) como tú dices, pero es solo una: maldita, implacable, terrorífica y todos los calificativos que yo le pueda poner. Y toda Latinoamérica con gobiernos de derecha. Besos Antonio.