El 8 de enero de 2023 me invadió una enorme perplejidad. Me faltaban elementos para comprender la furia con que la multitud avanzó contra los edificios del Palacio Presidencial, de la Corte Suprema y del Congreso Nacional en Brasilia. Como en un espejo al revés se vestían con los colores de la patria para destruir los símbolos de esta misma. Me pregunté qué caminos emocionales habían sido recorridos para la eclosión del odio que unía aquella multitud diversa en una faena de tal destrucción.
Hay muchas rutas para comprender el 8 de enero y la tentativa de golpe contra el naciente gobierno de Lula da Silva. Sin duda hubo una concertación de factores que involucraron a diversos actores de sectores civiles, militares y policiales, a comunicadores, estrategas y financistas. Las investigaciones en curso están identificando a los responsables; la lógica del crimen y castigo sigue su curso.
Sin embargo, un gran desafío es entender como tal multitud se prestó a jugar ese rol de masa de choque movida por odio, ebrios con su misión de salvación.
Sostengo que el hilo conductor reside en la exitosa utilización estratégica de las redes sociales para crear realidades paralelas, reafirmadas en discursos de autoridades políticas y religiosas desde las elecciones del 2018 y a lo largo de todo el gobierno Bolsonaro. Se difundieron narrativas que presentan una perspectiva binaria del mundo, propia de la extrema derecha radical. De un lado, el bien, representado por defensores de la familia, de la infancia, de la civilización cristiana-occidental, de la libertad individual; y, del otro, todos los que simbolizan el peligro y el mal, feministas, izquierdistas, opositores políticos, defensores de derechos humanos, grupos LGBTQ+, movimientos anti racistas, pueblos indígenas, ambientalistas, erigidos en peligrosas categorías políticas de acusación que deben ser aniquiladas.
En ese mundo binario y antagónico no cabe el debate político puesto que no hay espacio para el desacuerdo. No hay adversarios, solo enemigos. No hay controversia, solo verdades. Se instauró en Brasil un clima de miedo colectivo frente a amenazas diversas del comunismo, de que niños se transforman en niñas por una tal ideología de género, de que templos serán quemados y propiedades saqueadas. De ahí el culto al líder populista mesiánico que se otorga el poder de salvarlos de estos peligros.
Hoy el gran desafío es como enfrentar esa disonancia cognitiva colectiva que sigue siendo una estrategia opositora y que contamina a amplios sectores de la sociedad brasilera. Es urgente la entrega por el nuevo gobierno de acciones concretas para mitigar la pobreza y la desigualdad. Seguramente tendrá un efecto positivo en hacer agujeros en la burbuja disonante. Pero no basta.
Es fundamental avanzar con firmeza y profundidad con una cultura tolerante y plural que conquiste corazones y mentes de esta parte de la población aprisionada en narrativas de odio y de miedo para que se restablezca el debate político republicano y democrático en el país.