Nada más común en el contexto de las redes sociales que toparse con personas que refuerzan sus identidades exteriorizando su intimidad mediante imágenes de sí mismas -o incluso a veces captadas por otros- tomadas en espacios reservados. Llevando esto al campo político, el narcisismo sumado a las necesidades de reconocimiento y de validación social implícitos en el juego del poder, nos permiten desentrañar un sincretismo o construcción de tipos de liderazgo característicos en la era de la hipercomunicación digital en redes sociales en decadencia creciente, saturadas de basura, fake news y odiosidades. El espacio público se desdibuja y desplaza en pro de la validación utilitaria de la autoimagen. La cara contraria del valor de lo político.
Espejo cíclico
Sigmund Freud diría que el narcisismo puede ser interpretado como la libido -energía o pulsión que guía toda conducta- volviéndose hacia el yo (self). En tanto, Jacques Lacan resaltaría el espejo como un objeto que juega un papel crucial en su desarrollo, y la selfie en el baño -entonces- sería una forma moderna de buscar la confirmación externa de la propia imagen/identidad, con el fin de hacer que esta propia imagen del cuerpo devenga en una forma de símbolo o como significante del deseo del Otro. De este modo, el mundo se juega y se entiende en la centralidad del yo.
En el entorno digital, las personas gestionan cuidadosamente las impresiones que dan a los demás en situaciones sociales. El baño, un espacio semi-privado y personal, puede ser elegido estratégicamente para transmitir una imagen de autenticidad o intimidad calculada y podría ser además una manera de darle completitud en tiempos que premonitoriamente dibujó en sus escritos el crítico y moralista Christopher Lasch, referido a la decadencia de la sociedad estadounidense en las décadas finales del siglo XX, luego de la ola colectivista asociada al hippismo en los años 60 y su contracara del individualismo consagrado desde los 70 en adelante.
La paradoja implícita en esta práctica comunicativa refiere a que -en un entorno social de redes saturado, abrumador y cambiante-, todo intento de plasmar y exhibir las identidades sélficas termina deshaciéndose en la propia liquidez de las relaciones digitales. Una dialéctica accidental y fortuita donde todo y nada es para siempre, esclavizando al sujeto una vez iniciada esta práctica de autoexhibicionismo.
Construcción de significados y subversión de normativas establecidas
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En perspectiva política esta pulsión por las selfies encaja bien en los actos de resistencia y de afirmación de identidades marginalizadas dentro de la Teoría Queer descritas por la filósofa judeo estadounidense Judith Buttler (que disuelve la clasificación de los individuos en categorías universales como “heterosexual“, “homosexual“, “hombre” o “mujer“, remitiéndolas a condicionantes culturales y no de causalidad natural). Es decir, imágenes destinadas a provocar, a sostener las diferencias al tiempo que suprimir con o sin éxito el desapego individualista, a destellar -aunque sea por pocos segundos fama-, y que generen nuevas conversaciones en torno a ellas.
El capital simbólico que se busca construir con esta práctica -al tiempo que comunicar para reconocimiento y validación propias dentro del campo sociopolítico digitalizado-, hace de la imagen una herramienta entendida y valorada como crucial para el éxito de la existencia virtual trascendiendo a lo real. No obstante, estos actos de subjetivación política también abren oportunidades a individuos fuera del mundo de las élites de poder, dotándolos que la capacidad para desafiar y transformar las normativas sociales establecidas a través de prácticas cotidianas de autoafirmación visual. Conductas que contribuyen a la configuración de una esfera pública digital donde la intimidad y la autoexposición se convierten en herramientas para la construcción de nuevas formas de comunidad y pertenencia (sin renunciar al narcisismo original del que hablamos). Especialmente útil para las izquierdas contemporáneas centradas en la interseccionalidad con nuevas discursividades y prácticas, las identidades socioculturales -en relego de las condiciones estructurales económicas de la pobreza y la desigualdad de clases-, y que persiguen abrir nuevos campos de negociación y resistencia cultural, especialmente en el contexto de crítica a las dinámicas dominantes de poder y representación.
Sin embargo, estos comportamientos proselitistas pueden estimular dinámicas narcisistas y superficialidades visuales en la esfera pública digital, perpetuando formas de poder y de capital simbólico que refuerzan las desigualdades sociales, manifestando indirectamente problemas de autoestima o ansiedad social de quienes los llevan a cabo. También, banalizar el sentido de lo político, volcado a sostenerse en la intimidad narcisa de actos sin trascendencia o en verdaderas payasadas, que terminen enquistándose en las identidades de quienes detentan liderazgos políticos preocupados de su propia imagen más que del interés y necesidades de la ciudadanía bajo mandato democrático de representación de sus urgencias.
Infantilismo, adolescencia e izquierda woke.
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La psicóloga estadounidense Sherry Turkle -conocida por explorar la intersección entre la tecnología y la sociedad-, examina en su libro Alone Together (Solos Juntos) cómo la tecnología digital está cambiando las relaciones humanas y la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás. En sus observaciones detalla que la tecnología se propone a sí misma como el arquitecto de nuestras intimidades en forma omnipresente, pero nos agota mientras intentamos hacer todo en todas partes. Y Nos suele seducir más cuando lo que ofrece coincide con nuestras vulnerabilidades humanas. Una conexión sin límites de alcance que puede encarnar también una fuerte soledad y desconexión emocional.
En el plano de la comunicación digital de las audiencias infantiles y juveniles, la investigadora de Microsoft, Danah Boyd, sostiene que a menudo los adolescentes dicen que quieren ser públicos sin darse cuenta que también son muy privados, donde el desarrollo de la identidad siempre es una negociación entre encajar y destacar. Y contrariamente a lo que los adultos creen, no tienden a revelar demasiado en línea.
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En el marco de estas conceptualizaciones, es oportuno complementarlas con ciertas prácticas y comportamientos del progresismo de izquierda, que usa el activismo digital como un componente de sus reivindicaciones políticas mediante la provocación, la exaltación de diferencias y la cancelación de sus detractores. Algo que se ha dado en llamar “activismo woke”, como movimiento social y político originario de Estados Unidos que se ha globalizado, que busca combatir la discriminación sistemática y promover la justicia social, especialmente en relación con cuestiones de raza, género, orientación sexual y otros aspectos identitarios.
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El filósofo alemán Peter Sloterdijk, en referencia a las izquierdas contempráneas asociadas a este activismo, plantea una crítica a lo que denomina como «infantilismo de izquierda«, una perspectiva que considera que la política contemporánea ha adoptado actitudes sentimentales y moralistas en lugar de enfocarse en soluciones efectivas y en un análisis profundo de las estructuras de poder y las condiciones materiales que perpetúan la injusticia. Crítica cultural y política que destaca la superficialidad y la falta de rigor en las discusiones públicas, donde este tipo de activismo puede conducir a una reducción de la política a meros gestos simbólicos y a una retórica que carece de sustancia transformadora real, en donde lo urgente y prioritario siguen siendo las cuestiones económicas, no sólo en el sentido estrictamente marxista, sino social y de administración y asignación de bienes, servicios y riqueza. Ergo, un esfuerzo a ratos de alta visibilidad, pero en el fondo inútil en su promesa transformadora y que puede alienar a las mayorías sociales al descalzarlas del sentido común de las realidades económicas y sociales que enfrentan.
Resulta pertinente aquí también recordar la crítica al pensamiento totalitario, formulado por la filósofa alemana Hannah Arendt, en el contexto de la post Segunda Guerra Mundial, que tendría cabida también aquí si el activismo de cancelación orienta su potencial a un reduccionismo que limite la libertad de pensamiento, el pluralismo y la tolerancia a quienes piensan distinto o sostienen otras causas no alineadas a wokismo.
Sigmund Freud argumentaba que la cultura impone restricciones y demandas sobre los individuos, lo que puede conllevar conflictos internos, descalce y malestar psicológico. Este conflicto puede ser relevante para entender cómo las personas negocian hoy sus identidades en la era digital, donde la presión social y cultural se magnifica a través de plataformas digitales con audiencias activas enamoradas de su propia imagen, buscando la validación externa.
En el contexto de nuevas formas de hacer política y de entender lo político, tomarse selfies en el baño o ser viralizado en acciones freak como forma de plasmar identidades en la era digital, puede ayudar a entender cómo las personas -líderes y gente común-, buscan afirmar y reafirmar sus identidades a través de la autoimagen digital. Un espacio de aceleración, de alta visibilidad y riesgo, donde las apuestas suelen ser a todo o nada en cada pase, y donde subirse a un árbol, quedar atrapado en un tobogán o tener la responsabilidad de administrar La Moneda y conducir un país terminen siendo solo los pasajeros juguetes de un iluso.