Cuando pensamos en un golpe de Estado se nos viene a la memoria el asalto por la fuerza de las armas sobre el poder democrático, cosa muy latinoamericana y tercermundista. Pero, ¿puede asaltarse la democracia por medios, aparentemente, menos cruentos? España vive una encrucijada inédita desde la muerte de Franco.
En el mes de noviembre del 2020 apuntaba en este mismo espacio la manera en que el sistema de justicia en España había sido capturado por la derecha política y el impacto que eso estaba teniendo en la democracia (https://lamiradasemanal.cl/la-captura-de-la-justicia-el-deterioro-de-la-democracia-por-patricio-escobar-barcelona/). Solo dos años después, España ve gravemente tensionada su estabilidad institucional producto del choque entre las fuerzas conservadoras, incluida la judicatura, y el Gobierno. Por las implicancias y el alcance del conflicto suscitado, para efectos del funcionamiento de la democracia en el país, el peligro actual que amenaza al sistema político es mayor que el ocurrido el 23 de febrero de 1981, con el intento de golpe de Estado del coronel Antonio Tejero.
Antecedentes del régimen del 78
El primer acto del sistema político español, luego de suscrito el llamado “Pacto de la Moncloa”, que daba inicio a la transición a la democracia tras la dictadura Franquista, fue la elaboración de una nueva Constitución política. El proceso de gestación del nuevo texto, de democrático y participativo tuvo poco, por cuanto siete juristas asumieron la tarea de redactar el texto que luego sería aprobado en un referéndum ratificatorio en 1978. Se trataba de un angosto sendero para salir de la dictadura, sin muchas más alternativas, dado los pactos establecidos entre las fuerzas políticas. De los siete “padres de la Constitución”, cuatro eran de derecha (incluyendo a Manuel Fraga, exministro de la dictadura), dos de izquierda (uno del PSOE y otro del PCE) y finalmente uno representando a las minorías nacionales de Catalunya y Euskadi.
En su articulado se establecieron las características del régimen político y las relaciones entre los poderes del Estado, junto a todos los temas propios de un marco normativo de este tipo. Sin embargo, desde un principio daba cuenta de una tendencia del sistema político hacia el bipartidismo o, al menos, la presencia de dos grandes corrientes que dominarían la vida política del país, dejando a los partidos nacionalistas un cierto rol de bisagras, en el mejor de los casos. Dos aspectos quedaron fuera de las consideraciones de lo factible. El primero era que se produjera una ruptura del bipartidismo y la aparición de diversos actores políticos, y el segundo, el fortalecimiento de los nacionalismos que pudiera poner en jaque la unidad de España.
Como tantas de las transiciones posdictatoriales, la española conservó muchos rasgos de una democracia muy imperfecta. De hecho, la idea de los “amarres constitucionales” de la transición chilena, están inspirados en la frase de Franco de 1969, “…todo ha quedado atado y bien atado” cuando se refería al diseño institucional encabezado por el rey Juan Carlos I.
En ambos casos el objetivo era asegurar los principales rasgos del régimen establecido y todo aquello que no estaba expresamente blindado y, por tanto, ajeno a la voluntad cambiante de los electores, quedaba sujeto al obligado acuerdo de las dos grandes fuerzas políticas. El binominalismo y la “democracia de los acuerdos” en Chile nuevamente encuentran su referencia principal.
Uno de los ámbitos que mayor atención concitó en el diseño institucional fue el poder judicial. En España sus grandes instancias son el Tribunal Constitucional (TC), que interpreta la carta fundamental y que como tribunal de garantías es la última instancia del sistema judicial español, antes de llegar a los tribunales europeos, y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que administra el sistema y designa a los magistrados de las diferentes instancias, incluyendo al Tribunal Supremo (TS) y a una parte del TC. Este poder del Estado, junto a quórums supramayoritarios para modificar la Constitución, son la expresión material de aquello que debía quedar “atado y bien atado”.
El debilitamiento de los pilares del sistema
De manera prácticamente simultánea, los dos grandes supuestos que aseguraban la estabilidad del marco institucional, comenzaron a debilitarse. El año 2015 el sistema bipartidista saltó por los aires y, de no mediar la acción concertada de jueces, medios de comunicación y servicios de inteligencia, Podemos habría superado la votación del PSOE en las elecciones generales de ese año, convirtiéndose en la primera fuerza de la oposición. La operación que lo impidió comenzó con una denuncia de un medio de ultraderecha (OK Diario), que presentó en un programa de televisión una factura que mostraba que los líderes de Podemos vendían servicios de asesoría a los gobiernos de Irán y Venezuela, lo que se utilizaba para financiar las actividades del partido. En una acción vertiginosa y organizada,y que pudieran reaccionar los acusados, ya se había presentado la denuncia en tribunales, la que fue acogida de inmediato e iniciado el proceso. Los denunciantes sabían que la factura había sido elaborada por los servicios de seguridad -como se demostró posteriormente- y que era falsa, y los jueces que la recibieron también lo sabían.
Pero de igual modo la aceptaron e iniciaron un proceso. En pocos días, los canales de TV, incluyendo RTVE, controlados por la derecha, informaban día y noche del juicio en contra de los líderes de Podemos, el que, a los pocos meses, fue archivado al evidenciarse que todas las pruebas eran por completo falsas. Sin embargo, el objetivo estaba cumplido. Podemos perdió parte importante de las adhesiones y quedó lejos de desbancar al PSOE como primera fuerza de la oposición. Con todo, el Congreso de los Diputados vio surgir dos nuevas fuerzas (Podemos y Ciudadanos (Cs)) que, en conjunto, representaban más del 27% de los votos.
Agudizaba la fragmentación del bipartidismo la entrada de la ultraderecha al Congreso de los Diputados de la mano de VOX, con lo cual el bipartidismo, que había permitido todo tipo de oscuros consensos durante la larga transición y que era fundante del espíritu del modelo institucional, iniciaba su ocaso.
Ese mismo año, al constatarse que el desarrollo del régimen autonómico de Catalunya estaba prácticamente agotado, luego que el TC, a instancias de la derecha, vetara parte importante de la reforma del Estatuto de Autonomía, comenzó a fortalecerse la opción por la independencia. En los partidos nacionalistas, las corrientes que apostaban por una ruptura definitiva con España fueron ganando espacio hasta convertirse en mayoritarios e inclinar la balanza hacia un camino hacia la soberanía total. En el caso de Euskadi, el independentismo de izquierda comenzaba a desafiar la hegemonía del Partido Nacionalista Vasco, particularmente luego de la desaparición de ETA. La idea de que actuaran como bisagras del sistema político español, lo cual efectivamente habían cumplido durante décadas tanto el PNV de Euskadi como Convergència i Unió en Catalunya, comenzaba a quedar sepultada.
En Catalunya, las elecciones autonómicas del año 2016 llevaban al Gobierno a Carles Puigdemont, encabezando una alianza transversal que se comprometía a implementar un referéndum de autodeterminación. Para ese efecto se disponía a negociar con el Gobierno español y, si ello resultaba infructuoso, a realizar el referéndum igualmente.
Frente a ese cuadro, se articuló una operación entre los servicios de inteligencia, el Tribunal Supremo y la prensa española, destinada a contener el ascenso de la opción soberanista. Nuevamente, con un espionaje masivo a las comunicaciones del Gobierno de Catalunya y el intento de montar una acusación similar a la orquestada contra Podemos, lo que en este caso no tuvo el efecto esperado. El ascenso de las fuerzas independentistas, además, desequilibró las correlaciones en el Congreso de los Diputados.
Catalanes y vascos se habían convertido en más que una bisagra, y no solo se transformaban en fuerzas significativas tanto en el ámbito nacional como autonómico, sino que se escoraban fuertemente hacia la ruptura con España.
La captura del Poder Judicial
Las dos grandes instancias del Poder Judicial son el CGPJ y el TC. En ambos casos sus miembros tienen un mandato de cuatro años y su renovación estaba exigiendo un quorum de tres quintos en el Congreso de los Diputados. Esto implica que en el mundo bipartito era imprescindible un acuerdo entre la derecha del PP y el PSOE, lo que había ocurrido sin muchos sobresaltos durante toda la transición. Sobre esta condición, desde hace años se venía produciendo de manera lenta, pero persistente, un fenómeno que da para un análisis en sí mismo: se trata de la creciente derechización de jueces y fiscales, una importante mayoría con adhesiones explícitas a los partidos de derecha.
En este contexto se produjo una inflexión con el proceso independentista en Catalunya, en que el poder judicial adoptó una posición claramente política frente al conflicto. Incluso el TC, actuando ex ante de manera inédita, prohibió que el Parlament de Catalunya discutiera en una sesión un proyecto de ley para la declaración de independencia.
El resultado fue que la presidenta Carme Forcadell, que desoyó la indicación porque suponía una intromisión en las prerrogativas de otro poder del Estado, pasó tres años en la cárcel por ese hecho. Ante esa situación, los partidos españoles no mostraron inquietud alguna, entendiendo que la defensa de la unidad de España debía recurrir a todas las acciones que hiciera falta, sin asimilar que el Poder Judicial había traspasado un límite con consecuencias imprevisibles en el futuro.
Mientras el escenario político en España giraba en torno a una pugna por quién se mostraba como un más firme defensor de la Constitución y la unidad del Estado, no parecía haber un mayor conflicto. Sin embargo, el escenario político que resultaba del fin del bipartidismo era por completo desconocido y hacía imperativo algo que es inherente a los sistemas parlamentarios, pero que en España no se acostumbraba: la necesidad de establecer acuerdos de gobierno y coaliciones. El triunfo relativo del PSOE en las elecciones del 2019 lo obligó a establecer una coalición con Podemos para poder formar gobierno e incluso, pactar con los partidos nacionalistas vascos y catalanes. Naturalmente, a cambio de esos apoyos, el Gobierno se vio obligado a iniciar una distensión con Catalunya, que comenzó con los indultos a los presos políticos, lo que fue rechazado por sus antiguos socios en la represión (VOX, PP y Cs.) y estuvo cerca de ser impugnado por el TS.
En ese contexto comenzaron las conversaciones entre los dos partidos principales para la correspondiente renovación del CGPJ y el TC, lo que no llegó a puerto. El nuevo gobierno de coalición constató que el sector conservador de la judicatura había establecido una mayoría clara en los distintos órganos y la utilizaba, a instancias de VOX y el PP, para bloquear diferentes leyes que promulgaba el Parlamento en Madrid.
El mandato de ambas instancias estaba agotado y sin muchas probabilidades de un acuerdo cercano para su renovación. La mayoría conservadora nuevamente realizó una acción que traspasaba su espacio institucional: nuevamente prohibió que el Parlament de Catalunya tratara en una sesión un proyecto de reprobación a la figura del rey, y cuando ello ocurrió, inició un nuevo proceso contra la mesa encabezada por Roger Torrent.
La situación comenzaba a ser preocupante, y la ausencia de acuerdo entre los dos partidos mayoritarios llevó a que la propia UE interviniera, solicitando, en un tono cada vez más imperativo, que se normalizara la situación del Poder Judicial, dada la irregularidad que suponía que sus miembros tuvieran el mandato agotado hace años. Según pasaba el tiempo, ambos denunciaban en Bruselas el bloqueo que el otro realizaba de las negociaciones.
Todo lo anterior en un contexto especialmente complejo para la imagen de España, por cuanto el exilio catalán se defendía de los intentos de extradición, alegando que en España no podría tener nunca un debido proceso y que el sistema de justicia se encontraba al servicio de una definición política. Los sucesivos e infructuosos intentos de extraditar a la parte del gobierno catalán que se encontraba en el exilio, habían chocado con lo que, al final del día, era una gran desconfianza de Europa frente al sistema judicial español.
En las negociaciones el PSOE exigía que se reestableciera un cierto equilibrio entre progresistas y conservadores en la composición de las instancias, mientras que el PP pasó a defender una reforma constitucional que permitiera que fueran los propios jueces los que nombraran a los magistrados que debían dirigir ambas instancias, iniciativa que aparentaba la voluntad de despolitizar el tema. Sin embargo, el Gobierno la rechazaba porque, dada la composición actual de la magistratura, supondría un dominio permanente de los conservadores sobre ese poder del Estado.
La crisis
El conflicto que comenzó el año 2018, cuando correspondía renovar el Poder Judicial, se fue agudizando. La situación de un gobierno que no tenía mayoría en el Congreso era precaria y le obligaba a buscar acuerdos con los partidos nacionalistas para formar gobierno, promover sus proyectos de ley y de presupuestos. Estos partidos condicionaban esos pasos a la liberación de los presos políticos, el retorno de los exiliados y la posibilidad de realizar un referéndum sobre la autodeterminación en Catalunya. Todo ello, en el contexto del establecimiento de un diálogo formal entre ambos gobiernos.
Los indultos aplicados a los presos y la modificación de la tipificación de los delitos de sedición y malversación de fondos públicos que comprometían a los políticos catalanes a raíz de la realización del referéndum en 2017, ensancharon más aún la brecha entre el PP y el PSOE, y la derecha utilizaba como herramienta de coerción su bloqueo para la renovación del Poder Judicial.
Para el Gobierno implicaban una incomodidad los constantes llamados de atención de la UE sobre el problema. Hay que apuntar que el tema del funcionamiento de la justicia en los países de la UE era para Bruselas un asunto candente, dado los conflictos que mantenían Polonia y Hungría con sus propios órganos judiciales y con la UE por la falta de independencia a que estaban expuestos.
Así las cosas, el Gobierno amenazó al PP con que, si no se avenía a discutir la renovación de los jueces, impulsaría una ley que bajaría el quorum necesario para la renovación hasta una mayoría simple, la cual podía conseguir con ayuda de los nacionalistas vascos y catalanes, esperando con ello que el PP se rindiera en la puja y comenzara la negociación. Sin embargo, el PP evaluó la amenaza como un bluff, puesto que supondría un cambio estructural en las condiciones de la transición y de los fundamentos del régimen del 78. Pero, intempestivamente -dado que el PSOE no es muy dado a las cosas bruscas- el pasado jueves 15 presentó la moción para cambiar el mecanismo de elección.
Las alarmas se encendieron en Madrid y el PP activó todos sus recursos para evitar el pleno del Congreso de los Diputados en que debía tratarse el tema y votarse. Los diarios de Madrid comenzaron a hablar de un golpe de Estado de Pedro Sánchez, que pretendía extender su control sobre el Poder Judicial, mientras que Cs y VOX llamaban a desconocer la autoridad del ejecutivo que se ponía al margen de la Constitución (sic).
Finalmente, el PP ingresó el mismo día jueves 15 un recurso al TC para evitar la votación de la iniciativa. Este recurso fue admitido a trámite, para ser discutido el día lunes 19. Entre tanto, el proyecto fue aprobado el viernes en el Congreso y pasó al Senado para ser visto el mismo lunes 19. Paralelamente, el Gobierno presentó un recurso ante el propio TC para que rechazara el que había presentado el PP, porque constituía una intromisión en otro poder del Estado y, de manera adicional, solicitaba que dos de los magistrados de la sala del TC que debían ver el recurso, se inhibieran de participar de la discusión y la decisión, por cuanto tienen sus nombramientos caducados y son parte afectada, puesto que serían reemplazados de inmediato de ser aprobado el proyecto.
La incertidumbre hoy
La crisis institucional se encuentra en un punto que crea un escenario impensado. El TC ha acogido el recurso del PP, que le pide evitar que se discuta y se vote un proyecto que le afecta directamente, como el sistema de elección de sus miembros. Así, jueces que tienen su mandato caducado hace años, han paralizado el procedimiento para ser reemplazados. Antes de eso, habían rechazado la recusación que el Gobierno había hecho de los dos miembros de la sala que tenían intereses directos en el problema. De los once miembros del TC, seis aceptaron el recurso de la derecha y cinco lo rechazaron; entre los seis que lo acogieron, están los dos recusados.
El 23 de febrero de 1981, una oscura conspiración que, según algunos analistas, involucraba incluso al propio rey, pretendió dar un golpe de Estado en España. Fracasó al no concitar el apoyo suficiente en otros sectores de las FF.AA. En ese caso, el sistema político fue capaz de resistir, nadie abiertamente puso en entredicho el régimen democrático y, por la noche, en vista del fracaso de la asonada golpista, el propio Juan Carlos I dio un discurso restando todo apoyo a los golpistas que tenían ocupada la sede del Congreso.
Hoy, uno de los poderes del Estado representado en el TC trata de impedir que el resto de los poderes cumpla su función.
El Congreso de los Diputados aprobó el proyecto de reforma y ahora le tocaba al Senado. El Gobierno podría tirar del mantel porque tiene mayoría, convocar el pleno del Senado y terminar de aprobar la reforma. Pero España no es Catalunya, y eso implicaría una desobediencia que el PSOE no está dispuesto a llevar adelante.
Después de todo, su papel reciente en el conflicto catalán contribuyó de manera decisiva a alimentar el monstruo que ya comienza a devorar la democracia española. El sistema político español no fue capaz, con las herramientas de la política, de contener la crisis de Catalunya, y arrastró a la arena política al sistema de justicia. Hoy vemos los resultados.
La derecha entiende que esta es “la madre de todas las batallas”. Si pierde el control de la justicia que mantiene hasta ahora, es difícil que pueda seguir siendo un baluarte del conservadurismo extremo y tener el grado de influencia que tiene junto al llamado “Estado profundo”. Asociados al sistema judicial, han sido el dique de contención de toda iniciativa progresista en el país. Por esa razón, se acusa al Gobierno de golpe a la democracia y al Poder Judicial. Hasta dónde puede llegar, es difícil saberlo hoy. Pero es claro que las cartas están sobre la mesa y lo que ayer era una suerte de secreto a voces respecto a una clara debilidad de la democracia, hoy está explicitado en la sociedad española. Los jueces quieren gobernar. Lo que significa, de facto, un golpe de la ultraderecha.