Reindustrialización e indiversidad

por Jorge A. Bañales

Tres décadas atrás un candidato presidencial multimilmillonario intentó frenar el desmantelamiento de las industrias en Estados Unidos. Ahora, con celo revolucionario un presidente millonario intenta recrear una nación de industrias y limpio de ideologías perniciosas.

Los ojos en la nuca

Ocurrió en los tiempos cuando se derrumbó el bloque soviético y en ancas del capitalismo triunfante cabalgó el dogma del “comercio libre” y la globalización.

En 1992, el empresario Ross Perot pagó su propia candidatura presidencial centrada en el nacionalismo económico con la advertencia de que los tan bienvendidos tratados comerciales destruirían la base industrial de Estados Unidos llevándose las fábricas a tierras de mano de obra más barata.

Perot logró el 19 % del voto popular y la elección concluyó con la derrota del republicano George H.W. Bush, que había impulsado esos tratados, y la victoria del demócrata Bill Clinton, que firmó el de América del Norte, con Canadá y México.

Por más de tres décadas gobiernos republicanos y demócratas continuaron las políticas de “comercio libre”, y las impusieron en el resto del planeta, atropellando tradiciones e industrias locales, con una indiferencia alegre hacia el ambiente.

Tal como lo había pronosticado Perot, el sector manufacturero estadounidense se encogió, se perdieron millones de puestos de trabajo, y las industrias que sobreviven están integradas en ciclos de producción que trasiegan partes y productos acabados con fábricas en todo el mundo.

Un resultado que, con su propia versión del nacionalismo económico, el ahora presidente Donald Trump considera inaceptable, por lo cual ha emprendido una campaña de tarifas, represalias comerciales y promesas de un retorno a la “América grandiosa”.

Con su ya conocida modestia retórica, Trump ha calificado el miércoles 2 de abril como el “Día de la Liberación”, merced a la entrada en vigencia de tarifas a las importaciones de vehículos automotores y toda una gama de productos de la Unión Europea, Canadá, México, Corea del Sur, Brasil, India y otros varios países.

El asesor comercial de la Casa Blanca, Peter Navarro, afirma que las tales tarifas traerán al tesoro de EE.UU. unos 600.000 millones de dólares anuales, lo cual implica una tasa promedio del 20 %.

La fé de Trump en los beneficios de las tarifas aplicadas a las importaciones no es nueva. Ya en su primer mandato se las impuso a las importaciones desde China y los resultados fueron magroslo recaudado se gastó en pagar a los agricultores estadounidenses por sus pérdidas de mercado debido a las represalias chinas, y no ocurrió una creación de empleos industriales en EE.UU.

 El sector manufacturero emplea un 19% de la fuerza laboral en un país donde los servicios ocupan el 80% de los trabajadores. El retorno a un país autosuficiente con fábricas pujantes y llenas de trabajadores es tan probable como si en la era industrial se hubiese intentado el restablecimiento de una economía agrícola con millones de campesinos.

La reindustrialización de Estados Unidos, si ocurriese, no generará los millones de empleos que Trump promete: las nuevas fábricas emplearán tecnología avanzada en lugar de la labor de un proletariado que el “comercio libre” ya casi exterminó en las últimas tres décadas.

La mayoría de los economistas, los expertos en comercio exterior y los especuladores financieros coincide en que las tarifas causarán aumentos de precios en Estados Unidos.

Trump promueve las tarifas como asunto de soberanía y la defensa de la seguridad nacional casi como si las tarifas fuesen a pagarlas los países que venden productos a Estados Unidos.

Las tarifas las pagan los importadores que luego transfieren el costo adicional a los consumidores.

Las amenazas de tarifas ya tienen impacto en la economía: los agricultores que, a esta altura del año, deben ocuparse de la siembra, necesitan préstamos bancarios para comprar la semilla y para obtenerlos deben presentar sus cálculos de producción que no pueden hacerse porque nadie sabe si China comprará soja. Las empresas de construcción no saben cuánto costará la madera que importan de Canadá, y las cervecerías no saben cuál será el costo del lúpulo y la levadura importados de Alemania.

Lo que sí es cierta es la razón para el entusiasmo de Trump por las tarifas.

Según la Constitución de Estados Unidos el “poder del tesoro” radica en la Cámara de Representantes, el cuerpo legislativo que aprueba y asigna los fondos para el funcionamiento del gobierno. El Poder Ejecutivo tiene limitadas sus operaciones por las decisiones que apruebe el Congreso en materia de presupuesto.

Las recaudaciones por tarifas, en cambio, van directamente al Departamento del Tesoro, una agencia bajo jurisdicción del Poder Ejecutivo. Una fuente de recursos financieros para políticas que no requerirán la aprobación del Congreso.

Cuestión de ideología

En las décadas recientes quienes se consideran progresistas, liberales y/o izquierdistas han promovido con energía la consideración de las diversidades en la sociedad, el requisito de equidad y la necesidad de la inclusión.

En un país con 42 millones de inmigrantes que se suman a una población con las más variadas raíces demográficas, la diversidad es obvia e inevitable y la disposición a aceptar en los estudios, las empresas, el deporte, las artes y las fuerzas armadas es encomiable.

Pero no para todos o todas: hay quienes creen que tales bregas se han convertido en una fuerza disgregante y una sociedad en la cual los individuos se clasifican a sí mismos y a los demás por categorías y subcategorías: hombre, mujer, transgénero, bisexual, homosexual, trisexual, blanco, negro, generación X, generación Z, hispano, liberal, conservador, y otras muchas.

Quienes se consideran conservadores, derechistas y/o tradicionalistas añoran un tiempo en el cual éramos todos “americans” le han puesto una etiqueta a la generosidad de categorías: DEI, la sigla en inglés de diversidad, equidad e integración.

Hay en el movimiento trumpista dos tendencias. Una, en la cual se destacan Elon Musk y los multimillonarios, opera sobre la premisa de que el Estado debe manejarse como una empresa del sector privado, es decir con la mira siempre puesta en la eficiencia y el lucro. Y hay otra tendencia, la tradicionalista, que opina que al Estado hay que destruirlo en un retorno a la soberanía de las comunidades y la defensa de los llamados valores tradicionales.

Ésta última nutre la campaña de Trump contra DEI que ha intimidado a las universidades, ha amenazado a los medios, y ha sembrado confusión en las agencias gubernamentales.

La cruzada contra DEI incluye las amenazas del gobierno federal de cortar sus aportes a las universidades que incluyan entre los suyos programas como los “estudios de la mujer”, o los “estudios de afroamericanos”, o la publicación de escritos de hispanos o los “espacios para la comunidad LBQT+”.

Según Trump, tales programas han estimulado la contratación o la promoción de empleados por su raza, género o etnia más que por sus calificaciones, en detrimento de (aunque no se dice abiertamente) los hombres blancos.

Conviene aclararlo: ésta no es una prohibición de tales programas que se consideran divisivos. Es sólo el corte de los fondos que el gobierno federal canaliza para las universidades si éstas mantienen sus programas DEI.

En las fuerzas armadas han quedado eliminados los programas vistos como DEI porque promuevan las carreras de soldados de minorías, o procuren educar a las tropas acerca del acoso sexual.

El Instituto Smithsonian, que administra varios de los grandes museos que adornan el parque central o Mall de Washington, recibió una advertencia similar. El conjunto de esas instituciones incluye el Museo de Historia Afroamericana, el Museo de los Indígenas, y el plan en marcha para un Museo Nacional de Historia de los Hispano Estadounidenses.

Las embajadas de EE.UU. exigen a sus contratistas en los países donde se hallan que certifiquen que no tienen en marcha algún programa DEI, las agencias de investigación científica y médica deben eliminar estudios y actividades que benefician a veteranos militares, o personas que viven en áreas pobres.

Es en este sector del trumpismo que bulle el fervor cuasi religioso que explica la rara afinidad de Trump con Vladimir Putin. Los tradicionalistas estadounidenses ven en Rusia una reafirmación de la religión cristiana, el repudio de la homosexualidad, y el papel central del hombre fuerte.

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