Desorientados y cansados, en la resaca de una borrachera de décadas. Alcohol, porros, alucinógenos, anfetas, lo que se pidiera. Otros siguen fiesteando. Fueron años embriagantes de expansión económica, cambio intenso y liberación. Todo, todo, disponible como un recurso, hasta lo más íntimo de la psicología, los cuerpos, la vida, la sociedad y la materia gracias a la información y los chips. Participantes invitados sin exclusiones a la misma fiesta, con una economía y una cultura iguales para todos, por atención de Estados Unidos. Incluidos, era cosa de seguir a los capitalistas financieros dirigiendo inversiones a todos los rincones de la sociedad para hacer grandes negocios. Completamente libres de obligaciones diferentes a cumplir con nuestras transacciones, fueran éticas, amistosas, comunitarias, gratuitas, cada cual con sus conveniencias. ¡Todo posible!
Atontados por los residuos químicos de la francachela, nos encontramos de pronto ante un mundo ancho y ajeno. Dejados de lado. Mientras fiesteábamos, unos pocos se llevaron la orquesta para la casa; demasiado ricos, nadie sabe dónde viven, ni cómo la hicieron, ni cómo hacerle. Con pocos ascensos a cumbre, demasiados porrazos en las bajuras. Y las mujeres, con todo orden de géneros y sexualidades, que acusan nuevas injusticias ancestrales. El calor es angustioso, los sofocados mueren por miles cada verano, vamos a por las centenas de miles. Masas de migrantes transcontinentales en las ciudades, segregados, se quejan con violencia. La democracia no sirve, el estado nacional no tiene poder. Nadie está en su casa, hasta Estados Unidos que se siente amenazado por China. Una guerra nuclear próxima es prácticamente inevitable. La cagada es en grande. Nadie sabe cómo dirigir, frenar, ordenar o diseñar nada. La fiesta se acabó, el mundo de antes murió, y no podemos seguir así.
¿Qué hacerle? Territorializarnos, desacoplarnos de la única economía y cultura para recuperar comunidades de terruño en las que decidir sea posible, re culturizarnos localmente, recuperar las cosas detrás de los recursos, conservar más que acumular, buen vivir en vez de crecer, recuperar en comunidad el sentido de la existencia; darle otro aire al mundo, localidad a localidad reinventada. Es al menos imaginariamente posible. Tiene sus peligros, como muestran los Talibán, anti – vacuna autoritarias, sanadores mortíferos, canceladoras de diversas tribus, clase y especies. Igual, algunas personas se van por este lado.
Otras optan por des territorializase, lanzarse sin tapujos al nomadismo, des atraparse de los territorios y espacios de normas donde impera la economía y cultura globales, navegando como diestros mercaderes sincretistas que saben evitar y resistir, y aprecian lo marginal. Hacer volar nuestros deseos, sostienen. ¡Qué más sentido que el hedonismo! ¿Y el mundo? Bueno, que el mundo haga lo que hace, nosotros limitémonos apasionadamente a evitar que el orden estatal mate la libertad de desear. ¿El anarquismo sería el peligro? De cierta manera para allá va el mundo en el que despertamos a medias, crecientemente desordenado e inmanejable.
Puede que la historia invente una combinación entre ambos caminos por el cual transitaremos. Ojalá, porque una ruta ya trazada es clara: la completa imposición de un orden monolítico que se apropie del poder de la tecnología e insista con un solo mundo, una economía y una cultura. Y para no hacernos sentir unas buenas nadas ajenas, capaz que nos permita un cierto hedonismo bien goteado y controlado, jugar al comunitarismo en localidades vigiladas y perseguir deseos avatáricos en algún metaverso.