Que la legislación se adelante a los cambios de la realidad social solo ocurre tras una revolución triunfante, en que se abroga el orden jurídico preexistente y se le sustituye por otro, o bien, merced a intuiciones audaces que impulsan leyes precursoras en alguna materia, como fue la Ley de Parques Nacionales española, considerada la primera legislación de protección de la naturaleza, promulgada cincuenta y seis años antes de la Declaración de Estocolmo, de 1972. En cambio, comúnmente, la legislación de un país evoluciona como reacción a fenómenos que previamente acaecen en la sociedad. A estos fenómenos, la teoría general del Derecho denomina “fuentes materiales”, para distinguirlos de las “fuentes formales” que manifiestan el derecho positivo mismo, una vez que entra en vigor. Este último escenario es el que se hizo presente la semana pasada, con la histórica aprobación, por el Congreso Nacional, del proyecto de ley que sistematiza los delitos económicos y atentados contra el medio ambiente, la cual, según el ministro de Justicia es “probablemente la reforma más significativa al Código Penal de 1874 que tenemos hasta hoy”.
La nueva legislación constituye una reacción, virtuosa, a la demanda ciudadana contra la impunidad de los delincuentes “de cuello y corbata”. Es imposible no relacionar este acto legislativo con los resultados de los casos Penta y Soquimich, ambos referidos al financiamiento de campañas políticas mediante boletas adulteradas, materializados en absoluciones, arrestos domiciliarios o “clases de ética”, en sustitución de penas de cárcel efectivas, o bien, en la incomprensible inacción judicial del Servicio de Impuestos Internos. Estos resultados han sido interpretados por la población como arquetipo de impunidad y, sin duda, aumentaron su desconfianza en las instituciones del Estado
La aprobación parlamentaria fue unánime en la Cámara de Diputados y podría culminar en una pronta promulgación si el Tribunal Constitucional informa favorablemente el proyecto, en cuanto se refiere a la no aplicación de la actual legislación sobre penas sustitutivas[1]. Tal unanimidad se explica, en primer lugar, por el carácter transversal de la iniciativa parlamentaria con que se inició su discusión, hace más de tres años, que obviamente se vio influenciada moralmente por la indignación ciudadana. También es destacable el respaldo que le prestó el actual gobierno, lo cual permitió su rápido avance.
La eventual nueva ley consagra, por primera vez en Chile, el concepto de delito económico y procura evitar la impunidad de sus autores, mediante penas privativas de libertad que se cumplan efectivamente. En efecto, el texto establece que, en el caso de los delitos económicos, no serán aplicables las medidas sustitutivas establecidas en la Ley N° 18.216, como la libertad vigilada, que sí se adoptaron en los casos Penta y Soquimich, sino otras medidas según criterios y requisitos de mayor exigencia; y, además, excluye la atenuante de “irreprochable conducta anterior”.
También, en concordancia con las tendencias avanzadas del Derecho, destaca en el texto aprobado un régimen de responsabilidad penal de las empresas y demás personas jurídicas, denominado “por defecto de gestión o de organización”, según el cual puede incurrir en delito económico la empresa cuya gestión es contraria a las exigencias de una administración racional del patrimonio o que ha sido organizada según un modelo no adecuado a la prevención del delito. Desde luego, en una amplia gama, las disposiciones de la nueva ley no serán aplicables a micro y pequeñas empresas.
Recordemos, en torno al delito económico, que desde 1932, cuando el gobierno de Carlos Dávila creara el Comisariato de Abastecimientos y Precios, se sancionó penalmente en Chile conductas como el acaparamiento u ocultamiento de artículos de primera necesidad. A esta legislación, se sumó, bajo el gobierno de Jorge Alessandri, la primera normativa antimonopólica, mediante la Ley N° 13.305, que sancionaba con penas de cárcel a quienes participasen en colusión para la fijación de precios o reparto de mercado, transporte o distribución. Quede para la historia que la junta militar, en 1973, dictó el Decreto Ley N° 211, que estableció la pena de presidio menor en cualquiera de sus grados al que incurriere no solo en colusión sino en “cualquier hecho, acto o convención que tienda a impedir la libre competencia”, sanción que se aumentaba en un grado “cuando el delito incida en artículos o servicios esenciales”. Bajo el gobierno del presidente Lagos, mediante el DFL N°1 de 2004, se mantuvo la pena de cárcel solo al delito de colusión, estableciéndose la exención de responsabilidad penal, por este ilícito, de quienes “primero hayan aportado a la Fiscalía Nacional Económica antecedentes” sobre el acto colusorio, exención que fue fortalecida en el segundo gobierno de la presidenta Bachelet, mediante la Ley N° 20.945, de 2016.
El proyecto de ley aprobado la semana pasada crea o actualiza más de cien delitos económicos, entre los cuales destacan, además de los acuerdos colusorios y los fraudes al Estado, delitos concursales consistentes en actos fraudulentos y contrarios a las exigencias de una administración racional del patrimonio, que perjudican los intereses patrimoniales del Estado o particulares. Se agregan tipos penales como la imposición de acuerdos abusivos de la mayoría del directorio de una sociedad, en perjuicio de los demás socios, el lavado y blanqueo de activos por mandos de una empresa o en beneficio de esta, y el uso de información privilegiada para la adquisición de valores, En seguida, se contempla la creación de seis nuevos delitos ambientales, entre los cuales destaca la contaminación ambiental por imprudencia. En el ámbito de la protección al salario justo y la seguridad social, sobresalen los nuevos delitos consistentes en pagar remuneraciones desproporcionadamente bajas e inferiores al ingreso mínimo mensual y la omisión unilateral del pago de cotizaciones previsionales.
Volviendo al régimen de responsabilidad penal de las empresas, el proyecto aprobado avanza respecto a lo que dispone la actual Ley N° 20.393, sobre responsabilidad de las personas jurídicas, la cual, a diferencia esta nueva legislación, no fue originada por un fenómeno nacional sino solo por la exigencia de su dictación como requisito para que Chile pasase a formar parte de la OCDE. Esta fue la legislación que introdujo, por primera vez en nuestro país, la responsabilidad penal de las empresas “por defecto de organización o de gestión”, concepto que la nueva ley perfecciona considerablemente.
Aquella normativa, del año 2009, ha permitido condenas penales por los delitos de soborno o cohecho a funcionarios públicos, entre las cuales destacan la aplicadas en los casos de las Universidades del Mar, Internacional SEK y Pedro de Valdivia, así como en el caso CORPESCA, pero ha posibilitado también suspensiones condicionales por acuerdo entre el ministerio público y la empresa, como ocurrió en una de las aristas del caso SQM, respecto de sobornos efectuados por la compañía.
En esta materia, el proyecto de ley aprobado amplía el ámbito de los sujetos del delito a “las personas jurídicas de derecho privado, las empresas públicas creadas por ley; las empresas, sociedades y universidades del Estado; los partidos políticos y las personas jurídicas religiosas de derecho público”. También, siguiendo la tendencia de los códigos penales de Alemania y España, se amplían los presupuestos o hipótesis en que una sociedad puede incurrir en delito, especialmente cuando haya omitido un modelo de empresa adecuado para la prevención de la conducta típica.
En cuanto a las sanciones penales aplicables a la empresa, ellas van desde su extinción hasta la pérdida de beneficios fiscales y la publicidad de la sentencia condenatoria. Resalta también el comiso de las ganancias obtenidas por la empresa como resultado del ilícito, en toda condena por delito económico, como advertencia de que nada ganará por haber actuado con fraude. Es interesante que el texto aprobado asigne una agravación muy calificada de las penas a quienes ocupan en la empresa posiciones directivas o que les permiten adoptar decisiones o impartir órdenes, tales como gerente general, director, socio administrador, jefe de una unidad o división, o “accionista o socio con poder de influir en la administración”. Asimismo, se agravan las penas cuando el delito afecte el suministro de bienes de primera necesidad o de consumo masivo, o bien, afecte “abusivamente a individuos que pertenecen a un grupo vulnerable”.
Concluyó esta semana legislativa virtuosa con la presentación, por el Gobierno, del proyecto de Ley de Inteligencia Económica contra el Delito, que persigue combatir la corrupción originada por el crimen organizado y rastrear el circuito del dinero proveniente del lavado de activos, incluso mediante el levantamiento del secreto bancario, fortaleciendo al conjunto de instituciones que concurren a su inteligencia, fiscalización y persecución.
[1] Al cierre de esta columna, por primera vez surgió una opinión crítica del proyecto, proveniente de estudios jurídicos que asesoran a grandes empresas, como Carey y Barros Errázuriz, destacando la observación, de que podría “pasar a llevar ciertos principios de igualdad ante la ley”, lo cual apunta, desde luego, al Tribunal Constitucional (El Mercurio, Santiago 23.05,.2023)