¿Se puede evitar una guerra nuclear en Europa?

por Patricio Escobar

La historia la hacen los seres humanos, pero no la hacen a su libre arbitrio.”
Karl Marx. “El 18 Brumario de Luis Bonaparte.”


En el presente, existe una secuencia de acciones en marcha que conducen a un escenario en que la probabilidad de no acabar en una catástrofe es muy reducida. Ocurre cuando los conflictos adquieren dinámicas propias y escapan al control de quienes los han puesto en marcha. A día de hoy (junio 06; 2024), la guerra de Ucrania se encamina a ser el punto de partida de un conflicto a escala continental en Eurasia, como primera etapa de un enfrentamiento que puede ser aún mayor y que necesariamente involucrará en ese caso, el uso de armamento nuclear. La razón es que cada uno de los actores está constreñido al guion derivado de la visión geopolítica que condiciona la manera como enfrentan sus relaciones internacionales. En ese marco, cada acción provoca una reacción en una dinámica en que el automatismo de las decisiones va ampliando su incidencia en el conjunto del proceso. Todo lo cual, hoy, nos empuja hacia la guerra.

La guerra no es un juego

Así como un arma solo se desenfunda para ser usada, la guerra se hace para ganarla. En ese entendido, las naciones se preparan para enfrentar esta forma extrema del conflicto social. Esa preparación involucra la organización de una suma de recursos materiales y humanos que deben estar disponibles para entrar en acción, según la premura que determine el conjunto de amenazas que la doctrina militar del país establezca. 

Si un país no enfrenta contradicciones antagónicas con sus vecinos u otras naciones, la exposición a un conflicto armado estará, en general, antecedida por un conjunto de procesos políticos y ello le permitirá tener un mayor control de los tiempos, las acciones necesarias y la secuencia de su ejecución. Eso implica que puede implementar sus planes militares a un ritmo que sus definiciones políticas vayan determinando. Los canadienses, por ejemplo, no están amenazados por una invasión de USA o de Groenlandia, por tanto, si se involucran en una guerra, será un proceso en que sus decisiones son relativamente autónomas. Este no es el caso de Jordania, Siria, El Líbano o Egipto con respecto a Israel; para todos estos actores, los tiempos de un conflicto estarán dados por las decisiones de terceros. En ese entendido, la doctrina de unos y otros contemplará lo perentorio que puede resultar una respuesta armada frente a una acción ofensiva de otro que es imprevisible en su ocurrencia.

En este mismo campo, el de la doctrina, el uso de los medios militares está en directa relación al tipo de amenazas que se identifican, en una secuencia en que se maximiza el objetivo estratégico de todo conflicto: neutralizar al enemigo. De este modo, desatada una secuencia de eventos que aproximan a un enfrentamiento, los países están obligados a poner en marcha sus planes militares en una línea preestablecida y que no deja margen a la improvisación. En ese contexto, la guerra no es un juego en que las definiciones se adoptan sobre la marcha.

Las visiones enfrentadas

Estados Unidos, a lo largo de su historia, se ha acompañado de diferentes doctrinas que guían una política exterior imperialista. Eso es, conseguir materializar un tipo de relación con terceros países que asegure la maximización de sus intereses, que no son otros que los de sus grupos dominantes. Es el caso de la doctrina Monroe a principios del siglo XIX -que en realidad fue creada por John Adams-, y que establecía que “América era para los americanos”. Un mensaje bastante claro para las potencias europeas que competían en la apropiación de colonias en los distintos rincones del planeta. También se trataba de la doctrina Truman, que declaraba a USA disponible para ayudar solidariamente a cualquiera -y donde quiera que estuviera- dispuesto a resistir la amenaza comunista. En fin, siguiendo el guión de todo imperio, es lo que hizo Atenas en el siglo V a.C., Roma en el II a.C., el imperio de Carlomagno en el X o el de Gran Bretaña entre el XIX. En todos se trata de asegurar el bienestar propio, y en el caso de EE.UU. evitar que pudiera prosperar un sistema social que amenazara la reproducción del capital.

En el camino del logro de sus objetivos, tempranamente el capitalismo en expansión de USA se encontró con la emergencia del socialismo, y acto seguido con la propia URSS. Asegurar su preeminencia, entonces, pasaba por enfrentar esta amenaza existencial. La segunda mitad del siglo XX estuvo marcada en gran medida por una economía dinámica y en expansión que entre sus ejes principales tenía al complejo militar industrial y más tarde a la industria espacial, todo lo cual exigía una razón de ser: defenderse del enemigo comunista y vencerle en cada campo de enfrentamiento.

Desde su nacimiento la URSS vio materializada una amenaza a su existencia, cuando se formó una coalición de 15 países (y otros tantos grupos) más Estados Unidos para apoyar a las fuerzas zaristas que deseaban desandar el nuevo camino emprendido. Consolidada la revolución, y bajo el periodo estalinista, la política de la URSS se restó de intervenir en procesos de terceros países, para concentrarse en la llamada “revolución en un solo país”, opuesta a la visión trotskista de la “revolución permanente”. Pero ello, lejos de disminuir la tensión con los países de Occidente, la hizo crecer. El enemigo soviético estaba debajo de cada piedra. 

Iniciada la era nuclear y con dos grandes alianzas militares, la OTAN (1949) y el Pacto de Varsovia (1955), la doctrina soviética se modificó atendiendo a la correlación de fuerzas con Occidente. En ese contexto, la opción nuclear era una respuesta defensiva frente a lo que se entendía como una amenaza existencial y asimétrica para los países del bloque oriental.

Ello fundó la Guerra Fría, saber que nadie daría el primer paso, pero que el segundo estaba asegurado. Esta parálisis estratégica llevó a que la segunda mitad del siglo XX estuviera marcada por las guerras proxy, en que se enfrentaban ambos bloques a través de conflictos locales, pero con una baja exposición directa, la cual fue incrementándose a partir de Vietnam (1965 al 1973) y Afganistán (1978 al 1992).

El fin de la Guerra Fría

La globalización es un proceso fundado sobre la ruina de la URSS y el triunfo del mundo capitalista. Para la Federación Rusa, heredera de la antigua URSS y que aglutina 25 repúblicas, el efecto fue devastador, y la crisis de una economía en radical reconstrucción tomó más de una década. Su punto de apoyo fue seguir siendo una potencia exportadora de alimentos y combustibles, lo cual aseguraba un cierto equilibrio de sus cuentas externas.

Estados Unidos, la potencia triunfante, se encontró de pronto sin su eterno rival. Ya no había comunistas que perseguir ni amenazas a la integridad del capitalismo. Hacia finales del siglo XX, solo había conflictos pequeños o con fuerzas irregulares. La grandilocuente “Guerra contra el terrorismo”, insuflaba ánimo al espíritu apaciguado del guerrero, pero no era suficiente. Al menos lo suficiente como para mantener el dinamismo del complejo militar industrial. Se necesitaba un gran enemigo que justificara el presupuesto de defensa, que sostenía a la multitud de empresas de todos tamaños que vivían del abastecimiento de armas para un aparato militar hipertrófico. Por suerte estaban los chinos, que emergían luego de dos siglos de humillación y subordinación, como una potencia en diferentes planos.

Europa había vivido un proceso complejo luego de la Segunda Guerra Mundial. Por una parte, vinculó su seguridad a la OTAN, cuyas decisiones fundamentales se tomaban en USA, y, por otra parte, comenzó un proceso de integración económico político que desembocó en la creación de la Unión Europea en 1993. Europa se aprestaba a debutar como una gran potencia y, terminada la Guerra Fría, redujo su gasto en defensa a menos de la mitad, desde casi 700 mil millones de dólares a 300 mil millones, lo que implicaba en buenos términos, comprarle la seguridad a EE.UU. El reclamo de Trump en 2017 fue que el precio era muy bajo; había que subirlo al 2% del PIB europeo. Con todo, la defensa no fue tema de los europeos, a pesar del cierto resquemor de los franceses que soñaban con un ejército propio para Europa. Cosa que los alemanes, siempre austeros, consideraban un lujo asiático, frente a lo oneroso que suponía la unificación e integración de la UE.

Las doctrinas

La actual doctrina norteamericana no ha sufrido grandes modificaciones, y solo hubo de cambiar de rival. La complejidad provenía del dinámico escenario condicionado por los nuevos procesos geopolíticos. En este caso implicaba un progresivo fortalecimiento económico de China y la situación inversa de USA. No se trata solo del PIB, que es un indicador pobre, sino de la capacidad de innovación, la calidad y cantidad del capital humano disponible y el grado de cohesión social en el largo plazo, entre otras variables. En todas ellas, China se impone progresivamente.

Estados Unidos es consciente de esta realidad, y lo que busca es tiempo. Tiempo para asegurar dinámicas de acumulación de capital que se independicen de la condición de ser la primera potencia mundial y, en su estilo, el gendarme del mundo. Todo ello es costoso y ya no se puede financiar como antes. En su momento, Inglaterra había dado una gran lección al respecto, cuando entre las dos guerras mundiales entregó la posta del liderazgo mundial a Estados Unidos, al tiempo que mantenía las regalías provenientes de su antigua posición, todo lo cual podía defender con ayuda de USA.

Así, el timing de la dinámica histórica obliga a que USA trate de contener hoy a China, porque mañana ya no será posible y los tiempos los marcará el nuevo líder. Pero ello no es factible sin separar al gigante asiático de su más estrecho socio, Rusia, que además es la primerea potencia nuclear en cantidad de ojivas y tecnología militar (a la luz de lo evidenciado en Ucrania).

Este enfoque ha prevalecido en la política exterior de USA desde el fin de la Guerra Fría. Por esa razón impidió que Europa se abriera a la integración de Rusia, tal como propugnaba Mitterrand y, con menos entusiasmo, secundaba Kohl. Rusia había heredado los activos de la URSS y también el papel de adversario estratégico, hasta cuando China pudiera ocupar ese lugar.

La doctrina USA/OTAN, persigue estrechar el cerco sobre Rusia, y en torno a ese objetivo se han tejido las acciones de intervención en su entorno: las revoluciones de colores del año 2000 en adelante en el antiguo espacio soviético o los Maidán en la década pasada. Para la OTAN supuso la ampliación hacia el Este, algo que se había comprometido a no realizar, y la creación de nuevas bases militares y la instalación de misiles de mediano alcance. La sintonía fina de esta estrategia era estrechar el cerco a un ritmo tan lento, que una reacción de Rusia sería siempre desproporcionada.

La contrapartida era que la doctrina rusa, heredada también de la URSS, como amenaza existencial está tipificada y no se trata de una condición política interpretable, como puede ser una declaración o medidas que afecten las relaciones diplomáticas. Rusia no puede permitir un ataque directo de la coalición occidental porque esta es más fuerte. Tampoco un ataque sobre su territorio bajo amparo de una potencia occidental o un cambio que afecte el equilibrio estratégico nuclear (por eso el mundo estuvo a las puertas de la Tercera Guerra Mundial cuando Regan anunció la iniciativa de defensa espacial, que suponía una red de satélites que neutralizaría un ataque de misiles, lo cual resultó ser solo un bluf), o también, un ataque sobre su sistema nuclear. Cualquier iniciativa de este tipo afectaría la capacidad de respuesta rusa, y antes que ello ocurra, esta debe responder de manera inmediata.

Un segundo elemento de la doctrina rusa es que, enfrentada a Occidente, se trataría siempre de un conflicto asimétrico y por tanto operaría el principio de la amenaza existencial, y frente a ello, se debe echar mano de todos los recursos, incluyendo las armas nucleares.

La situación actual

Como parte de la política de cercamiento, Occidente impulsó el giro político de Ucrania en contra de Rusia. La sola mención de que podía ingresar en la OTAN suponía para Rusia una amenaza existencial que no podía permitirse. Los acuerdos de Minsk de 2014, congelaron un equilibrio precario que no resolvía nada, pero permitía a todos los involucrados, ganar el tiempo que necesitaban para un enfrentamiento inevitable.

El primer año fue, en la práctica, un baño de realidad para ambos bandos. Los rusos constataron que no se trataba de un rival débil (resultado de subestimar el apoyo de la OTAN), al tiempo que Occidente observaba el nulo impacto de su política de sanciones económicas. Emmanuel Todd se pregunta cómo es posible que un sistema de inteligencia como el norteamericano, con cien mil funcionarios, no fuera capaz de prever que Rusia era independiente económicamente de Occidente y que desconectarla del sistema de pagos internacionales Swift no tendría utilidad alguna, puesto que los rusos habían creado su propio sistema.[1]

El segundo año estuvo marcado por una reorganización del ejército ruso y una superioridad consolidada en las diferentes direcciones del frente, la cual no se ha visto afectada por la progresiva mayor implicación de la OTAN en el campo de batalla.

De no mediar una alteración de las condiciones, en el verano boreal debiera haber una ofensiva rusa que capturara probablemente hasta cerca del río Dnieper y, tomando Odesa, enclaustrara a Ucrania, momento en el cual las conversaciones de paz serían algo obligado. Ello supondría la derrota no de Ucrania, sino de la OTAN, que ha puesto sus recursos financieros y materiales, la tecnología y la información, del lado ucraniano. Eso Europa no se lo puede permitir. La única solución es dar el último paso, que es llevar fuerzas propias al campo de batalla, aunque varios analistas lo ven como una opción estéril, puesto que no hay ejército disponible en Europa (y probablemente en el mundo) que tenga la experiencia de combate que hoy tienen los ucranianos. Por esa razón, solo cabe la alternativa de involucrar armas de largo alcance, capaces de afectar las líneas de suministros en territorio ruso y sus recursos.

El problema es que los misiles de mediano y largo alcance, así como pueden acabar con un depósito de combustible, un arsenal o un contingente de militares, también pueden hacerlo con un sitio de misiles o un sistema de radares que los protege y los hace efectivos.

Una historia ya escrita

Occidente se enfrenta a la virtual derrota de su sistema global de defensa (su tecnología, los recursos que tiene disponibles y las alianzas políticas que le hacen funcionar), escenario que no puede permitirse sin recurrir a sus reservas estratégicas. El único matiz del dilema es que no es un bloque totalmente unificado y USA podría no estar disponible para enfrentar una guerra en su territorio y preferir mantenerla acotada al teatro europeo. Si deja caer a la OTAN, no sería capaz de asegurar su preeminencia en Asia, cosa que abriría el camino a China para “normalizar” la situación de Taiwán. Pero ello podría no ser una cuestión inabsorbible para un gobierno que se vuelque sobre sí mismo y abandone un rol imperial que ya no se puede sostener. El “american first II” (el regreso) que amenaza llegar con las elecciones de fin de año, podría tener una versión imprevista. Esto dejaría a Europa sola, condenada a un papel residual, en el mejor de los casos. En el peor, ser el teatro de operaciones en una guerra con armas nucleares.

Rusia no se encuentra frente a muchas alternativas distintas. Frente a cada paso dado por la OTAN, se ha abstenido de responder. Esto es, el envío de tanques, de sistemas antiaéreos, de aviones de combate y, ahora, de misiles de mediano alcance habilitados para atacar territorio ruso.

Occidente no puede dar marcha atrás, y su próximo paso es crear un casus belli que justifique una entrada plena en el conflicto ucraniano; de lo contrario se expone a una derrota completa. Ello implica motivar el uso de un arma nuclear táctica y/o el ataque directo a un país de la OTAN que permita invocar el artículo V de la alianza, que obliga a la defensa conjunta.

Hace pocos días hubo un ataque a una estación de radar del sistema de defensa estratégico ruso en la región de Bélgorod. Ello implica cegar el sistema de defensa nuclear, aunque sea por algunos minutos. Este tipo de acción es una condición sine qua non para un ataque con misiles que anule la capacidad de respuesta estratégica de Rusia. El ataque se realizó con un sistema de misiles Himars, que es un tipo de arma que necesariamente ha debido de operar personal norteamericano, dado que implica combinar diferentes sistemas complejos: posicionamiento satelital, sistemas de radares para la corrección de trayectoria y el propio sistema de misiles. En resumen, significa que las FF.AA. norteamericanas han atacado a Rusia y los rusos lo entienden así.

Sabemos que Occidente no puede permitirse una derrota, y también que en una contienda que los rusos evalúen como asimétrica emplearán sus armas estratégicas, porque estará en juego su existencia. Nos encontramos en este instante de la historia.


[1] Emmanuel Todd (2024) “La derrota de Occidente” Ed. AKAL. Madrid, España.

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